Francisco
Amighetti
El orgullo de ser lo que yo quiero
Por Osvaldo Sauma
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El poeta costarricense Osvaldo
Sauma, en festejo de la aparición de la obra
literaria de uno de los más importantes artistas
plásticos de su país, escribió
este sentido texto.
Lo que
me apasionaba era el
ardiente deseo de Vincent de vivir
la vida de un artista, de no ser
sino un artista, pasara lo
que pasase. Con hombres de su clase él
arte se convierte en una religión,
Henry
Miller
Los que como Novalis, creemos que, la poesía
es la religión natural del hombre, vemos en
el poeta al shamán; que nos invita a la aventura
de redescubrirnos. Sus palabras suscitan en nosotros
el origen común entre las algas y todos los
destellos e iluminaciones, con las que ese fuego ancestral,
ha venido conspirando, subterráneo, entre los
siglos. Ellos son el espejo donde nos asomamos en
busca de todos los hombres; son el hombre original
buscando, entre el ocio, el hilo que nos resume. De
ahí, que a pesar de nuestra admiración,
sintamos a veces recelo por adelantarse y decir, lo
que nosotros hubiésemos dicho del mismo modo;
o bien, que en esa estrecha semejanza, el poeta, de
alguna manera se apropia indebidamente de nuestra
intimidad. Porque todos los hombres son poetas / aunque
maldigan de ello. Y porque la misión del poeta
-como nos dice Octavio Paz- es atraer esa fuerza poética
y convertirse en un cable de alta tensión que
permita la descarga de imágenes.
Paco es ese
cable de alta tensión, que en su descarga de
imágenes, nos recuerda que la poesía
está hecha por todos, que cada uno de nosotros
es ese niño que corre en un potrero elevando
un barrilete o es la niña y el viento, o el
niño y la nube, o el solitario que en su balcón
hace un sitio a las estrellas y a ese hermano que
nos visita vestido de negro, y se llama soledad; mientras,
abajo en la calle, la algarabía de la pasión
retiñe el silencio de luz artificial. Es decir,
todos en esencia somos el personaje, de ese autorretrato
que brinda con el brazo y el vaso extendidos al infinito,
- mientras la tristeza de los ojos nos recuerda un
poema de Li-Tai-Po.
Sí, Paco es ese poeta que comprende, que en
la otra orilla de su condición solitaria, se
encuentra la razón de su canto; hacer de la
poesía un bien común, pues el poeta
es realmente el ladrón del fuego, entonces
con Rimbaud va a sentir: que el solo pensamiento de
la poesía devolvería una virginidad
a esos profanos. Y así, como un arquetipo del
que estamos orgullosos, nos revela que las razones
del fuego se hallan en la infancia, donde no cuesta
nada ser poetas y en un tono de sabio hermano mayor,
nos insiste: Hay que ser vagabundo como un niño
/ que no sabe de tiempo y de salarios / para otra
vez mirar con los sentidos / que existe el cielo,
el caracol y el árbol. De esa manera nos llama
la atención, nos alerta sobre los cauces donde
discurre la vida y ya tomados de su mano, va a adentrarnos
entre su plástica y sus palabras, que sostienen,
entre sí, una complicidad que los reafirma.
El poema es el grabado, el grabado es el poema. Como
en el Yin y el Yang, se complementan el uno en el
otro. Así ha caminado Paco todos los caminos,
dando de beber al ojo, la misma agua que aplaca la
sed del poema y como esos gemelos del horóscopo,
que se permiten reinar, sin interferirse el uno al
otro, entre los meses; así van de la mano Xilografía
y poema, mostrándonos cómo: El poema
es una línea / que rige las montañas,
desdibuja las manos / y se hace río./ Es una
bandera que el viento ha devorado sobre el mar, /
o lleva un niño en una fiesta patria. / El
poema es una fruta, / se aspira como flor y se ve
como cuadro. / Es la geometría metiéndose
en el tallo / y organizando la dirección de
las hojas / en proporciones áureas. / Y el
poema es también / la noche de la ventana /
en donde el ruiseñor de una constelación
canta. / Si la poesía está afuera hecha
paisaje / o hecha mujer / es porque la llevamos en
la sangre. / El poema es un hilo de seda / que sale
del corazón a sujetar las cosas; / y retenerlas
en el instante/ en que cruzan de la luz a la sombra.
Y es así, con su corazón cargado de
sombras, que Paco se asoma al amanecer y en esa docencia
de la luz, aprende no sólo, a abrir el alma
a las ventanas, sino, que la muerte, entre otras cosas,
es un adiós a la luz, o bien que la sombra
es una forma del agua, por eso en tono íntimo
nos cuenta: cuando hago acuarela regreso con sed de
sombra.
Ya no puedo
con el resplandor y eso que trabajo con el sombrero
metido hasta los ojos. Sí, luz y sombra uniendo
irreductiblemente los poemas, los grabados, él
corazón.
Vicente Huidobro aconsejaba que para conseguir una
originalidad inteligente hay que recogemos en nosotros
mismos, analizar con un prisma nuestro yo, volver
los ojos hacia adentro. Y Paco es ése solitario
que se busca. He buscado la soledad en todas partes,
la he amado como si en el fondo de su gran silencio
me pudiera encontrar a mi mismo. Y es a través
de ese viaje introspectivo que nos va a revelar, preciso
y sincero, los destellos que le arrebata al abismo
interior. Así, en su asombro nos asombra su
fiebre de sentir; por, eso nos sugiere, atender como
él, los consejos de Cocteau. Yo trabajo ciego
como Homero, sordo como Beethoven. Yo trabajo en las
praderas del silencio interior. De la misma manera
va a recorrer los países, buscando en los viajes,
una forma compensatoria a su introspección.
De ahí que nos incite a madurar y formarnos
en la universidad de la vida. Hay que viajar –nos
dice- como Delacroix, como Klee, como Gauguin, como
el Conde de Kyserling Ulises. Hay que cambiar de lugar,
como lo hizo el Greco, para encontrar su alma, en
la ciudad Imperial de Toledo, donde descubrió
España con ojos nuevos. Hay que cambiar de
país, como Barlach, para descubrir su estilo
y adentrarse en su temática; hay que cambiar
de sitio para volver a la patria y descubrirla, como
lo hizo Diego Rivera al regresar a México,
donde nacieron sus murales; y Gran Wood, quien experimentaba
con los ismos en una buhardilla de París, y
retornó para clavar su caballete en el campo
y pintar los vastos sembradíos de su lowa natal.
Del mismo modo, Paco va a regresar a su Itaca, como
lo quería Cavafis, rico en saber y en vida;
comprendiendo lo que tales itacas significan. Volverá
porque es su destino y porque, debe reproducir, a
través de su memoria creadora un cromoxilopoema
en el corazón de todos nosotros. Va a regresar
para contamos del polvo azul que halló en los
caminos, del amor, que es un misterio erizado de enigmas,
que llega avasallador y como la muerte inadvertido.
Nos dirá que no solo en el mar nace Venus Anadiomena
/ también en la escalera / entre los olores
a sopa, alcohol y perfumes baratos. Nos contará
que Van Gogh enloqueció con el sol / porque
estaba hecho de brumas, / y llevaba girasoles en él
corazón. También que en los parques,
fue un desconocido que habitaba los bancos /y hablaba
con los pájaros/ y amó y tuvo hambre.
Así, en su búsqueda de la belleza, del
mundo y su sentido el poeta esboza la errancia del
planeta, como él, gira en tomo a las galaxias,
sin conocer las razones del viaje; va capitaneando
su alma, para imprimir una huella que perviva en la
materia y para eso sabe como Pound que la poesía,
debe ser austera, directa, libre de babosa emoción.
Entonces, con la sobriedad que caracteriza toda su
obra, aspira a ser entendido, pero no sólo
en su tristeza de niño grande, también
en su desasosiego, en su disidencia. Cruzó
sin entrar -nos dice- estoy fuera de casas; me alimento
de migajas de claridad y de algún eco. Soy
un prófugo acosado por mí y por los
demás. Me casé probablemente porque
estaba huyendo y quería reposar sobre; unos
senos palpitantes, y continúo escapándome
perseguido por uña jauría invisible,
pero no menos real. De esta manera nos sumerge en
su auto-exilio para impregnarnos de una materia que
sirve como amuleto contra los tontos solemnes, pues
los tontos malvados poseían el mundo/ y los
inteligentes saltaban en el aire,/ para apresar las
monedas. /Lo hacían con gracia, con discreción,/
con grandes reverencias,/ como los monos sabios/ que
cosechan aplausos. Por eso, consciente como funámbulo
de la importancia de su acto; va a marcar una distancia
infranqueable, incluso en los predios de la muerte,
con el diablo y su banda de muertos laboriosos; esos
seres sin sangre, que tanto avivan el ocio del poeta
Carlos Martínez Rivas. No quiero reposar -nos
dice- junto a los prestamistas y políticos.
Quiero descansar en el cementerio de Escazú,
el viejo cementerio situado bajo una inmensa montaña,
y donde el albañil que me prepara los muros
para pintar el fresco, repasaría mí
nombre cada dos de noviembre con bermellón
y celeste, los colores con que los campesinos ornamentan
sus carretas de bueyes y que son los colores del cielo
y de las tapias de mi patria. Allí reposaré
entre el aroma de los trapiches. Espero que hasta
el cementerio no lleguen las casas de los nuevos ricos,
ni las mejoras municipales sustituyendo el adobe,
la cal y la piedra por el cemento.
Pero inevitablemente llegó el cemento y los
políticos y los prestamistas nos sujetaron
a la desmedida sagacidad de su avaricia, así,
poco a poco, hemos ido perdiendo la esencia de nuestra
identidad; mientras los medios hacen de nosotros un
híbrido, los tontos malvados sacan a la venta
el país, hacen de nuestros campesinos buenos
meseros, mozos de barra, mientras mastican vocablos
en inglés, para hacer patente la diferencia
con sus vecinos. Es decir, ya somos parte de la modernidad
planetaria y de su crisis, nos hemos adaptado a la
carencia de sensibilidad que rodea a la época,
a los sonidos estridentes, a las emociones fugaces;
en suma a la futileza e inquietud que prevalece en
el mundo. Sin embargo, hay en mí una nostalgia
irredimible por ese tiempo perdido, quizá porque
soy uno de los últimos testigos oculares, un
doloroso partícipe, de lo que fue pasar de
una sociedad semi-rural a las presiones internas del
caos de la modernidad. Es corno si a mis contemporáneos
y a mí se nos hubiese permitido vivir parte
de los caminos que Paco recorrió desde el fondo
de su infancia, hasta que los senos de Silvia, volcaron
sobre su pecho, una marea rítmica y poderosa.
Porque también nosotros, como Paco, tuvimos
una abuela que nos contaba cosas que le sucedían.
De sus viajes en carreta a Puntarenas, de sus veraneos
en Sabanilla, de su hermano Raúl que no cesaba
de pintar, los patios interiores de la casa de Carmen
Lyra y de aquel general pariente suyo, que en una
de las batallas del 56, le rogaron se agachara y respondió
arrogante, los generales no se agachan y la bala dio
en la frente dé su altivez. Cosas que yo imaginaba
en el entresueño y que después comparaba
con las fotografías del Libro Azul, de la sociedad
costarricense. Fotografías que se iban a opacar,
ante la mirada atónita de un niño, que
por diez años no supo de la televisión,
y vio con su llegada, cómo de las tardes desaparecían,
las mejengas de fútbol, las aventuras en las
orillas del río Ocloro, los juegos de canicas,
el noviembre de los papalotes, el escondido y el quedó.
Sí, yo también en la infancia, había
sacrificado trompos a la saña de los amigos,
y monté en las carretas de bueyes que atravesaban
las calles, de San Pedro, rumbo al beneficio de los
Dent y me llenaba de orgullo, junto a los corredores
de cintas; esos hombres que llegaban de todas partes
a los tumos con sus caballos, a darnos una lección,
de, precisión, destreza, gallardía.
Igual seguí las procesiones, bajo la matraca
y el incienso en un pueblo que tenía una iglesia
y una plaza y un barbero y un hombre a quien llamamos
Cuyo, y domingo a domingo le comprábamos granizados
y así fui en mi pubertad, el Loco Ríos,
buscando entre las burbujas del limbo, las gubias
que esculpían: los sueños y como Marco
Ramírez, fabriqué de ramas de cafeto,
arcos tira piedras, como los que llevó en su
mochila, un joven muy alto que partió de Puerto
Limón, para regresar después a su tierra
natal; en una hoja del aire. Entonces, es quizá
por esa traslación de afinidades interiores,
que a pesar de los años, nos vinculan en resonancias
de la misma especie, en las mismas necesidades y correspondencias;
por lo que estoy esta noche frente a ustedes, celebrando
la aparición de la obra literaria de un Hombre
que admiro en voz alta. Un hombre que pertenece a
la época de oro del arte costarricense, que
junto a Fabián, Joaquín, Isaac Felipe,
son hoy nuestros padres tutelares del espíritu;
cómo ayer lo fueron para ellos Joaquín
García Monge, Carmen Lyra, Max Jiménez.
Un hombre, Francisco Amighetti, que como todo gran
artista, se apasionó por sus raíces
y supo dar testimonio de su circunstancia; para que
las generaciones futuras, encontremos en su obra,
la mejor simiente de nuestra identidad. Sí,
un hombre-espejo, en donde nos asomamos para comprender
la certera visión espiritual, que otorga el
vivir amparado al orgullo de ser lo que yo quiero.
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