Francisco en Costa Rica



Cuando estudiaba en el Liceo

Cuando estudiaba en el Liceo de Costa Rica formé un pequeño laboratorio: quería ser alquimista. Otros buscan ser magos por distintos medios. Viví en mi experiencia personal el proceso de la historia porque insensiblemente empecé con la alquimia. Fabricar un gas más ligero que el aire para lanzar en el espacio globos de colores, modificar el color de la llama y crear con sodio luces espectrales, producir mezclas detonantes, recoger en los talleres limaduras de hierro que al quemarse se transforman en las estrellas blancas de las luces de bengala, éstas y otras cosas consumían mi tiempo y me apasionaban. En el fondo de mi química primaria existía la estética de transformar todo, como hace el poeta con la metáfora, y la de manejar los elementos más peligrosos y sutiles.

Salí de bachiller para entrar a la Tributación Directa a hacer un trabajo rutinario, pero que me permitía ir a la Universidad, e ingresé a la Escuela de Farmacia, pues creía ser químico. Me levantaba muy temprano para ir a escuchar al profesor, que enseñaba en ciencia puramente descriptiva. Había empezado por el hidrógeno y citaba a Lavoisier. Eso fue lo único que me gustó; tenía admiración por el sabio a quien decapitaron y al que conocía a través de los dibujos de la época. Dos semanas duró el profesor dictándonos la historia, las propiedades y la fabricación del hidrógeno. Pero aquel elemento que había figurado entre mis experiencias, era un gas soporífero en las palabras del profesor de química y sólo me despertaba para mirar por las ventanas la luz matinal dorando los árboles y para contemplar los gorriones. Al verlos comprendí que estaba en una jaula, y abandoné las lecciones para ingresar a la Escuela de Bellas Artes. Allí los hombres estaban separados de las mujeres. Yo sentía que era notoria la discriminación entre los muchachos, pobres, y las mujeres que usaban alegres vestidos, que armonizaban con sus risas. En nuestra sala llena de polvo surgían como fantasmas blancos las esculturas en yeso que reproducían el arte griego, éramos un grupo sombrío que copiábamos los cartones fofos patinados por las manos sucias de los estudiantes anónimos que habían pasado por allí desde 1897. Para las mujeres, la pintura era una fiesta cotidiana y salían felices con sus telas en la mano.

Entre aquel grupo desorientado entablé amistad con Olivares. Me llevó a su casa para enseñarme sus cuadros; nunca había visto un hogar más pobre y más desnudo. Lo que pude ver me indicó que los cuartos grandes y vacíos no contenían sino una densa penumbra rota por las intermitentes claridades de las ventanas y las puertas. Había tragaluces que colgaban en altos cielo-rasos de donde goteaba una luz lechosa que no alcanzaba a esclarecer la habitación. Los pocos dibujos y pinturas que Olivares tenía clavados en las paredes, se hacían inteligibles sólo después de algunos minutos, y hasta cierto punto. Al principio sacaba j la ventana sus dibujos, luego decidió ponerlos en el umbral donde una luz mortecina llegaba arrastrándose por el corredor.

Cuando Olivares me dijo en Bellas Artes que se iban a vivir a los Estados Unidos, me volvió a invitar a su casa. Además de mostrarme otras cosas quería obsequiarme algunos materiales de pintura. Poco pude ver esta vez, no porque hubiera menos luz ni menos cuadros, sino porque empecé a oír unos gritos que parecían quejas mezclados con cantos fuera de tono como los monólogos de un sordo. Aunque veía a Olivares, su rostro permanecía velado por la sombra; al fin me dijo que su madre estaba enferma y padecía de delirios que la hacían sufrir. Por la ventana mi vista atravesaba un patio descuidado que parecía un terreno baldío donde, sin embargo, brotaban de milagro algunas flores. Al otro lado del patio en una ventana, flotaba en el viento una tela que hacía las veces de cortina. Con aquellos lamentos y la presencia de Olivares, yo pensaba sólo en salir, pero el muchacho se sentía obligado a terminar de enseñarme sus dibujos. Entonces los niños inteligentes eran académicos, así como ahora son expresionistas o abstractos. Mientras veía los dibujos, dos o tres veces se asomó el rostro de una mujer —la madre de Olivares— luego avanzó un brazo en el aire como para apresar algo. De sus facciones borrosas recuerdo los ojos oscuros y angustiados, las mejillas flacas y una boca torcida, que sin embargo era bella. El cabello desgreñado, roto como la tela que cubría la ventana.

También conocí a su padre. Cuando salía de la habitación para entrar al lóbrego zaguán, se abrió la puerta y un fulgor de luz recortó la silueta de un hombre. Me recordó la figura que abre la puerta en el fondo de Las meninas de Velázquez.

Entró a grandes pasos, tambaleándose. Lo atribuí a la oscuridad, pero sentí el olor del alcohol. Llevaba una Biblia en la mano. Entró con el sombrero puesto; sus cabellos grises y abundantes se veían salir bajo el ala del sombrero. Tenía un bigote espeso del mismo color, y anteojos de gruesos aros de carey.

En la Escuela de Bellas Artes vi después a Olivares con su frente aceitunada y convexa; sus ojos que parecían comprenderlo todo y su boca de niño. Era el único hijo de aquella familia tarada. Había estado en mi casa. Posaba con su cuaderno azul de dibujo bajo el brazo y mi madre nos servía café con tostadas. No he vuelto a saber más de Olivares. Mi madre me preguntaba a veces por él; ella nunca supo su historia, pero creo que no necesitaba saberla porque la había adivinado. Yo también he vuelto a acordarme de Olivares y me pregunto si habrá llegado a ser un gran artista aunque su nombre no aparezca en los libros ni en las revistas de arte.


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