Francisco en Costa Rica



Conocí poco a Omar Dengo

Conocí poco a Omar Dengo. Hablé con él contadas veces y escuché algunas conferencias. Di lecciones de dibujo en la Escuela Normal cuando él acababa de morir, pero su espíritu estaba vivo en sus discípulos. Ornar Dengo sembraba con la palabra: lo que él escribió está incompleto porque falta su presencia. Los maestros que fecundan las generaciones escriben en el corazón de los hombres, y su verdad la comunican en gran parte por la convicción que se desprende de su voz, de sus gestos y de su personalidad.

Heredia iba entrando en mí lentamente. El poeta Carlos Luis Sáenz me inició en las cosas entrañables de la provincia y me condujo a mirarla desde la placita de Pirro. Desde allí Heredia surgía entera con su iglesia gris rodeada de casas de adobe encaladas y de techos de teja oscura. Juntos pintamos la ciudad bajo la fiesta de luz de un cielo triste. Carlos Luis cogía los pinceles por primera vez porque la naturaleza lo había transformado en pintor. Otras veces leía versos de Juan Ramón Jiménez mientras pasaban las carretas que iban a los beneficios de café y se oían las campanas de la ciudad.

Heredia había entrado en mí lentamente. Estuve allí después casi dos años; viví con pobreza; habité casas típicas de adobe con franjas encaladas de cielo, y ladrillos rojos en el piso y un pequeño jardín.

En Heredia llegué a descubrir el sentido espiritual de la pobreza, de la que Vicent Van Gogh decía en una carta a su hermano:

"Y quien continúa guardando la pobreza
para sí y la ama, pose un gran tesoro y oirá
siempre con claridad la voz de la conciencia."

Ese era mi tesoro, el "tesoro de los humildes". Tenía a mi alcance la soledad y el silencio, una lámpara, un libro, un solo amigo.

Caminé por las calles de la provincia, por sus aceras de piedra donde pasaban las ancianas vestidas de negro que iban a los templos y cuyas nietas eran mis alumnas en la Escuela Normal. Entraba poco a las iglesias en Heredia; a la Parroquia y al Carmen, pero les rendía culto por fuera. Este culto no era sólo arquitectónico; me identificaba con la fe del pueblo. En la Parroquia el barroco es en realidad románico,' no porque los constructores tuvieran en la mente la historia de los estilos, sino porque había nacido por el ímpetu de la fe; levantada por el pueblo que trabajó en ella, tallada piedra por piedra por los canteros de Cubujuquí. Fue hecha para durar, para ser golpeada por los siglos, envuelta por las lluvias silenciosas, habitada por las oraciones de muchas generaciones de creyentes. Apuntalaron sus muros con pesados contrafuertes que repiten la potencia de su propósito con un ritmo tenaz. Pal Keleman llama al estilo de esta iglesia de Heredia "barroco de los temblores", y la compara con la de Jinotepe en Nicaragua, que se le asemeja bastante, pero es menos poderosa. Creo que la exageración de los elementos constructivos no obedece a esa única causa; nace de una idea más general de la duración que la convierte como a tantas iglesias abaciales del románico, en verdaderas fortalezas místicas.

Iba también al Carmen en cuya cúpula flanquean dos santos que talló Fadrique Gutiérrez, a fines del siglo pasado. Max Jiménez que llegaba a visitarme en Heredia, pudo ver de cerca esos santos cuando los bajaron para reparar la iglesia. Lo miré abrir sus ojos, asombrado de la fuerza que irradiaban aquellas figuras macizas, que una vez colocadas donde estaban antes, se vuelven en lo alto ligeras y pintorescas, se borra la exaltación tallada en sus rostros, pierden la gravidez románica y se disuelven en el aire.

A cada paso descubría en Heredia la presencia de don Fadrique Gutiérrez; en el San Pedro de la Parroquia que mira de frente, en el fortín que él mismo diseñó, en el óleo de un antepasado y en las numerosas anécdotas de su vida intensa y pintoresca, que más tarde recogió Luis Dobles Segreda en el libro que lleva el nombre del escultor.

En aquellos días de soledad y de pobreza, cuando ignoraba si mi vida iba a atarse para siempre al ritmo de la provincia, soñaba con los países que guardan la arquitectura colonial en fríos altiplanos, o que tienen pirámides con dioses y símbolos tallados. Soñaba con las ciudades grandes y sus museos de pintura, y con otras soledades más angustiosas que presentía en los centros industrializados donde las gentes hablan lenguas desconocidas para mí.

Juan Rafael Chacón vivía en Heredia, pero lo conocí después al volver a la ciudad para visitarlo en su estudio. Lo dibujé entre sus esculturas y conocí en su mano ancha de escultor la amistad de un hombre bueno. Hablábamos rodeados de las tallas en piedra abocetadas y de los santos viejos que Chacón reparaba o hacía en madera para las iglesias.

Todo lo simple y puro que la provincia conserva en su tradición, lo iba encontrando en las palabras del artista. Cuando me visitaba en San José, Juan Rafael traía frutas y también plantas para mi jardín.

Al conversar con él supe que la iglesia parroquial fue levantada, más que con fríos cálculos numéricos, con el ardor colectivo de los campesinos. Supe a través de sus palabras, de los canteros que habían envejecido tallando las piedras de las aceras donde resonaban nuestros pasos, y de la vida pintoresca do don Fadrique Gutiérrez. Averigüé conversando con Chacón, lo que había significado en Heredia la Escuela Normal. Me hablaba de don Carlos Gagini, uno de sus directores ilustres. El escultor añoraba las noches en que el sabio frente a un vaso iba contestando con erudición las numerosas preguntas que la dirigía el público. Cuando fue mi profesor en el Liceo de Costa Rica, se paseaba fumando de un lado a otro del aula, con una barra de tiza en la mano con la que escribía palabras para explicarnos la semántica. Hablaba despacio y en voz baja, y con largas pausas subrayaba su ironía. Después de la lección lo acompañábamos y lo seguíamos interrogando hasta dejarlo en su casa.

En su juventud, Juan Rafael Chacón había salido en un barco para Europa. Vio museos y monumentos, y talló la piedra en Barcelona en los años de violencia de los anarquistas catalanes. A su regreso continuó trabajando en su oficio de imaginero. Pero aquel paseo había despertado en el artista la voz de su demonio interior, y empezó a rebelarse contra el academismo de la escultura religiosa que intentó transformar. Talló grandes figuras de cedro rojo en las vigas que encontró en las casas viejas derrumbadas y buscó en las piedras de los ríos y las montañas, los granitos más duros para encerrar en ellos sus formas. Su pasión por la talla directa despertó en él para seguir viva, y contagió a los jóvenes artistas de otras generaciones, o coincidió con el fervor plástico de escultores como Juan Manuel Sánchez, Francisco Zúñiga y Néstor Zeledón, en la misma época en que Max Jiménez, en Europa, la ensayaba también con su maestro José de Creft.

Siempre están presentes en mi recuerdo los ratos apacibles que pasé en el taller de Chacón; cacareaban las gallinas en el patio, entraban los pájaros a posarse en las ramas de la veranera cargada de flores rojas y, a la caída de la tarde, las esculturas se envolvían en sombra en el interior de su estudio.

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