Francisco en Costa Rica



Mi hermana mayor Ana María

Mi hermana mayor Ana María, y yo, salíamos con mi padre los domingos en la tarde, nos llevaba de la mano a nuestro consabido paseo. Entrábamos a "La Palma" a comer helados con barquillos sobre las mesas de mármol. Las columnas cuadrangulares y finas estaban revestidas de espejo. Mi hermana y yo girábamos a su elrededor y nos reíamos, era el toque fantástico que completaba nuestra felicidad.

Volví a "La Palma" en mi juventud, con los compañeros de trabajo de la "Tributación Directa", sobre las mismas mesas, chocábamos los vasos, se levantaban nuestras voces entre el sonido del cristal.

Mi padre nos llevaba al Parque Central los domingos en la tarde, nuestro paseo se terminaba con la caída de la noche. A veces permanecíamos alrededor del quiosco, nos compraba dulces, y escuchábamos la música. El director usaba una varita blanca, los músicos vestían de azul, y el poniente se quedaba en el resplandor metálico de sus instrumentos.

A veces nos separábamos de la mano de mi padre y, corríamos y gritábamos, para retornar al grato cautiverio de su mano.

Cuando Ana María salió de su infancia fue apareciendo su enfermedad, no una, dos, una estaba en su cuerpo, la otra en su alma simple, pura, buena y violenta.

Murió a los 58 años, yo fui a la morgue. La muerte cubría con fidelidad los huesos de su cara, había vuelto a su infancia y tenía las manos contraídas.

La enterramos al día siguiente, alrededor de su féretro cantaban los sacerdotes en latín, y las llamas, lenguas ardientes, subían rompiéndose. Los sacerdotes al final hablaron del perdón de su alma, de los pecados y de la misericordia.

Ese clamor por el perdón entre gruesas barrigas e incensarios sobraba, me parecía que estaban de más aquellas invocaciones cuando se trataba de mi pobre hermana, simple, tierna, buena, enferma desde su adolescencia, y recluida en un hospital en sus últimos años.

En mi juventud cruzaba diagonalmente a pie el Parque Central cuando iba a trabajar en el piso alto del Edificio de Correos. Más tarde viví frente al mismo parque en una vieja casa de adobe con un techo de tejas rico en gatos que se amaban quejándose durante la noche.

La "enramada" cobijaba generalmente una serie de ancianos que leían el periódico, conversaban, y sacaban el reloj de bolsillo para consultar la hora de almuerzo, o miraban a lo lejos, en una distancia sin tiempo como los faraones de piedra de los museos. Todos ellos, sin saberlo, fueron mis modelos. Dibujé en el parque la fuente metálica con niños absorbidos largamente por el movimiento de los peces y con niñeras y campesinos seducidos por lo mismo. Encontré esa fuente, que he seguido dibujando, en la Escuela de Agronomía de la Universidad, pero allí no dice nada, está muerta. Antes en el Parque Central, en otro contexto estaba viva, porque el alma de la fuente es su voz, entonces fluía el cristal del surtidor, y alojaba en su seno peces rojos, y era visitada por niños, pájaros y ancianos.

Después apareció en el parque en vez del frágil quiosco un edificio de planta circular que lo sustituye, una fastuosa retórica en cemento del peor gusto del mundo, que resulta además de disparatado, monstruosamente grande con relación al espacio que lo sustenta. Es un regalo de Somoza 1o. Costa Rica se equivocó en aceptar ese regalo, así como Troya al abrir sus puertas al inmenso caballo de madera en donde Ulises venía con sus compañeros.

Lo único que salva esta aplastante arquitectura es la Bliblioteca Carmen Lyra que está en el subsuelo. Allí entran ahora los niños que iban a escuchar la fuente del parque y que leían en vez de "comics" los "Cuentos de mi Tía Panchita". Arriba redime a este adefesio arquitectónico la música que se defiende con su propio lenguaje.


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