Ayudándole a imprimir
Olga Amighetti Luján
Versión para imprimir
Haga click aqui
Fue en su taller de grabado, donde realmente empecé
a conocer a Franciso Amighetti, mi padre...
Para mí, hablar de mi papá es muy lindo
porque en los últimos años de su vida
estuvimos muy unidos.
Fue una gran experiencia poder ayudarle a imprimir
sus cromoxilografías, labor en la que pasábamos
casi todo el día juntos en su estudio, trabajando
en dos sencillas mesas de madera y conversando mucho.
Todo comenzó con una llamada telefónica
a mediados de los años ochenta, en que mi papá
me dijo que necesitaba que lo ayudara porque estaba
con gripe y la empleada se había ido. A partir
de entonces, comencé a ir todos los días
a su casa y los domingos me lo traía a almorzar
con mi familia en Santo Domingo de Heredia, donde
nos sentábamos a la sombra de un malinche a
conversar, lo cual siempre resultaba interesante y
ameno.
En 1988, el BID invitó a mi papá a exponer
en Washington D.C. y el Ministro de Cultura Juventud
y Deportes, Sr. Carlos Francisco Echeverría
y yo lo acompañamos en el viaje. Nos hospedamos
en un hotel pequeñito de Georgetown muy acogedor.
Salimos varias veces a pasear y mi papá y yo
nos quedamos una semana más donde los McNeil,
unos familiares nuestros.
El día de la exposición fue grandioso.
Cuando entramos al salón estaba repleto de
gente y los grabados se veían preciosos y estaban
muy bien iluminados. Entre el público había
muchísimos ticos que nos demostraron gran cariño
y admiración por papá. Me sentía
orgullosa y feliz.
En el mismo año volví a salir del país
con mi padre, ya que con el apoyo de la señora
Virginia Vargas, directora del Museo de Arte Costarricense,
quien siempre apoyó e impulsó el trabajo
de mi papá, se organizó en esa institución
una gran exposición retrospectiva de su obra,
que incluyó además la publicación
del libro sobre sus sesenta años de vida artística.
La Señora Vargas, además de trabajar
muy duro para que toda esa gran iniciativa saliera
bien, logró que una exposición antológica
de esa muestra fuera expuesta en el Museo de Arte
Moderno de la Ciudad de México.
Nos quedamos unos días y la inauguración
fue grandiosa. Allí conocí al maestro
Francisco Zúñiga, a quien yo siempre
he admirado tanto.
En el año 1989 fuimos a Puerto Rico con el
espectáculo Bolero. Fuimos la señora
Virginia Vargas, Laura, mi hija, papá y yo.
Era muy agradable viajar con papá, siempre
alegre y espléndido. La exposición se
hizo en el Convento de los Dominicos en San Juan y
estuvo bien concurrida.
En 1989 invitaron a mi papá a exponer en Taiwán.
Él me comentó que no iba a poder hacer
la exposición. “No tengo energía
para imprimir” me dijo. “Si usted quiere,
yo le puedo ayudar” le contesté.
De esa conversación surgió la oportunidad
de que yo me convirtiera en su ayudante. Yo llegaba
a su casa todos los días a las seis y media
de la mañana y regresaba a la mía a
las siete y media de la noche. A ese ritmo logramos
terminar las ochenta cromoxilografías que llevamos
a la exposición, además de otras xilografías
medianas. En adelante, seguí ayudándole
a imprimir sus grabados.
En Taiwán nos atendieron muy bien. Nos llevaron
a conocer lugares lindos e interesantes. Los museos
allá son espectaculares. Los anfitriones hicieron
nuestra estadía muy agradable. La comida me
pareció deliciosa y exótica. En esa
ocasión nos acompañó mi hijo
Hernán Francisco. Nos hospedaron en un hotel
lujoso y grande y tuvimos una guía joven y
muy agradable.
Una vez finalizada la actividad en Taiwán,
mi papá y yo fuimos a conocer Tailandia. Es
un país maravilloso. Nos quedamos una semana
en el Gran Hotel, que nos había recomendado
don Guido Sáenz. En las tardes, como era su
costumbre, mi padre se tomaba un whisky y se sentaba
frente a la ventana a disfrutar de la puesta de sol.
Por su costumbre de mirar al atardecer todos los días,
a mi papá le hacía mucha gracia cuando
yo le decía que él había viajado
tan lejos solo para cambiar de ventana.
Tras la gira a Asia, continué ayudándole
y aprendí que el proceso del grabado en madera
es muy delicado y lento. Papá hacía
un dibujo en una hoja de papel y luego lo calcaba
en una tabla pintada de negro. Entonces se ponía
a arrancarle partes a la superficie de la madera con
una gubia. Las partes que no tocaba quedarían
impresas en el grabado y las que cortaba quedarían
en blanco. Este trabajo de cortar con la gubia lo
hacía él solo ya que era una tarea muy
delicada: si se le iba un pedacito se echaba todo
a perder.
La última tabla cortada por mi papá
fue “Música Barroca” de 1991, cuando
ya tenía 84 años de edad. A partir de
esa obra dejó de trabajar con la gubia, pero
continuó imprimiendo un par de años
más.
Cuando tenía escogido el grabado que quería
imprimir, empezábamos por cortar un trozo de
los grandes rollos de papel Tableau que mandaba a
traer de los Estados Unidos y lo poníamos sobre
la tabla. Siempre decía: “Este es el
último rollo que pido”, pero cuando se
terminaba volvía a pedir más.
Luego preparábamos el color en un vidrio. Papá
usaba color de óleo, pero no le gustaba usarlo
como venía en el tubo sino que prefería
buscar la tonalidad exacta que deseaba. Era una persona
muy ordenada y meticulosa, los colores tenían
que salir perfectos y su trabajo era una bendición
porque lo disfrutaba enormemente.
Después de que se aplicaba la pintura en la
tabla, con mucho cuidado se ponía el papel
encima y con una cuchara se iba haciendo presión
suavemente. El gris se hacía presionando con
una ruedita pequeña de bambú llamada
baren. Cualquier movimiento brusco con el baren japonés
podía hacer que el trabajo quedara rayado.
Los grabados de mi papá, incluso los más
grandes, son de un tamaño bastante manejable
y entre los dos cuidábamos que salieran perfectos
al levantarlos de la mesa para ver el resultado.
Cuando el grabado era de varios colores se hacían
con varias tablas. En “Parque” había
una tabla para el negro y el gris y otra para los
colores celeste, rosado, rojo y verde. En “Folclor”
había como cuatro tablas y era necesario limpiar
cada una con un aplicador para que no se saliera el
color y manchara el resto. Además, había
que esperar a que secara, de manera que un día
poníamos los colores y otro día el gris
y el negro.
Imprimir grabado en madera es un trabajo muy duro.
Se pasa todo el día de pie, se requiere de
gran cuidado y mucha atención, fuerza y resistencia
y lo más que se hacen son cuatro o cinco copias
por día. El trabajo era lento porque mi papá
siempre sostuvo que el grabado debía ser una
obra artesanal, hecha por manos cuidadosas y ojos
atentos, y se opuso a cualquier reproducción
realizada por máquinas.
Mi papá empezó a hacer grabado en madera
ya mayor. Desde joven dibujaba, pintó mucha
acuarela y óleo y hasta hizo algunos grabados
en metal, pero me parece que fue hasta después
de los sesenta, luego de pensionarse de la Universidad
de Costa Rica, donde daba clases de historia del arte,
que se dedicó de lleno al grabado en madera.
En los últimos veinte años de su vida
solo salía una vez por semana con Dunia Molina,
Gerardina Colombari y Zulai Soto a pintar acuarelas.
Cada semana esperaba con mucha ilusión ese
día porque significaba momentos alegres para
él.
Una vez dedicado a la xilografía, mi papá
por mucho tiempo lo hizo todo él solo. La primera
persona que le ayudó a imprimir fue el artista
Alberto Murillo. Después, por distintos periodos,
tuvo otros ayudantes, entre ellos el artista Fabio
Herrera y finalmente me tocó a mí, su
hija, compartir su trabajo en el taller.
Como no podía dar dinero, siempre le pagó
a los ayudantes con grabados. Yo le dije que a mí,
por ser su hija, no tenía que pagarme, pero
él siempre me pagaba: si un día hacíamos
cuatro grabados, él se dejaba dos y me daba
dos a mí.
Al principio, por la falta de costumbre, yo acababa
con los ojos irritados. Una vez, en los primeros días,
mi papá me vio con todas las manos, los brazos
y hasta la cara llena de pintura amarilla. Me miró
asustado y me dijo: “Tenga más cuidado,
que la hija de un pintor se murió de eso, porque
la pintura se absorbe por los poros”. Entonces
entendí por qué él era tan ordenado
y tan limpio.
Cuando algo salía mal, él me decía:
“¿Ve, Olga?” y se moría
de la risa. Al principio yo no sabía que el
proceso era tan delicado que había que ponerle
unas pesitas al papel para que no se moviera, porque
solo un poquito de viento que entrara por la ventana
era suficiente para desacomodarlo y echarlo todo a
perder.
Al ver un trabajo estropeado yo decía “Qué
lástima” y me entristecía, pero
papá solo se reía.
En el trabajo conversábamos mucho. Me hablaba
de sus viajes, me comentaba alguna cosa sobre las
muchísimas personas interesantes que había
conocido. Repasaba sus recuerdos más remotos
y también me hablaba de su vida personal, algo
que nunca antes había hecho.
Yo empecé a conocer a papi ya grande. Cuando
era niña él me llevaba a la escuela
cogida de la mano y trataba de explicarme las tareas.
Pero ya viejito fue cuando lo tuve más cerca.
Ya viejito me decía que él se había
perdido lo más bonito de la infancia de sus
hijas, pero que ese sacrificio fue necesario para
su desarrollo como artista.
Cuanto más tiempo pasaba con él, yo
lo iba entendiendo mejor. Incluso llegué a
comprender cosas que antes no podía explicarme.
A principios del año 1993 ya estaba muy viejito
y no imprimió más.
Por esa época,
ya el doctor había recomendado que no bebiera
más whisky, y cuando notaba que yo le estaba
dando cada vez más agua y menos whisky, me
decía: “Olga, dejá de darme estos
tragos de kindergarden”.
Su edad nunca fue un impedimento para viajar, conocer
y hacer cosas nuevas. Fue hasta los últimos
días un ejemplo de creatividad, perseverancia
y fortaleza. A los ochenta y seis años, una
vez, de repente, dijo: “Mirá, qué
raro, estoy caminando como si fuera un viejito.”
Estoy muy orgullosa de ser su hija.
La vida me regaló la oportunidad de estar muy
cerca de él y descubrir en mi madurez su espiritualidad,
sus valores y su calidad humana.
Mi padre marcó mi vida. Está presente
en mi cotidianidad. Lo llevo siempre en mi corazón
y en mi pensamiento.
|