Francisco y los caminos



TAOS - 2


John volvió a aparecer esta vez solo, y me invitó a tomar una cerveza. En la segunda me habló de sus cuentos y sus poemas, demostrando en sus palabras entusiastas una verdadera pasión por la literatura. A la tercera cerveza trató de decirme uno de sus últimos poemas, pero apenas pudo acordarse de los tres últimos versos, a pesar de los sucesivos intentos. Llegamos tanto él como yo a la conclusión de que era inútil forzar la memoria; los versos volverían cuando menos lo esperáramos, y que así como la tercera cerveza producía amnesia, la cuarta podría hacerla desaparecer. Bajo la influencia del último bock, trató John de contarme uno de sus cuentos cortos, cuyo título me pareció sumamente sugestivo: "Diálogo entre el arzobispo y la muerte". Yo ponía más atención entre menos entendía, debido a que mi limitado conocimiento del inglés me impedía seguirlo como hubiera querido. Comprendí algunos fragmentos, pero pude captar el desarrollo del diálogo. John mostraba los dientes en su esfuerzo por pronunciar con claridad, y en su desesperación por hacerse entender, se pasaba una mano por su cabello un tanto despeinado, mostrando una sonrisa de satisfacción cada vez que se daba cuenta que su interlocutor entendía.

Trato de reconstruir lo que hablamos, basado más bien en las aclaraciones posteriores.

—El arzobispo no quería morir —me dijo John—. Pero existían razones para ello y lo que deseaba era un breve plazo para poder hacerlo serenamente. Se rebelaba a renunciar a los problemas importantes que tenía sin resolver.

—Casi todos tenemos razones para no morir. Pero la muerte de su cuento —le hice observar— ¿se iden¬tifica en ciertos momentos con el diablo o va junto a él como en el grabado de Durero?

—No es eso —me contestó John—. La muerte se había dejado convencer, y usted sabe por experiencia el poder de seducción que posee el demonio; la muerte tampoco está fuera de su dominio. La había convencido para sus propios intereses de la importancia de su pavorosa puntualidad y de su exagerado sentido del deber, aunque ella llegó a conmoverse con la sinceridad del prelado.

—Me imagino —dije—, un grabado de Holbein traducido a la pintura por él mismo. El arzobispo bañado en la púrpura de sus vestiduras, con su piedra preciosa resplandeciendo en el dedo y la muerte vestida con su desnudez en pura estructura descarnada. Pero volviendo al contenido, me interesa mucho la manera de discutir del prelado, su palabra es límpida y sencilla, conversa como si estuviera desnudo.

—Es que el arzobispo soy yo, si yo fuera arzobispo.

—Por supuesto, usted es el arzobispo, la muerte y también el diablo, le dije, pero nunca se sabe las transformaciones que se operan al alcanzarse poder y jerarquía.

—Es cierto, pero hay casos, no sólo en la literatura, que al fin es creación nuestra y aspiración expresada como usted sugiere, sino en la historia misma. Y observe una cosa —continuó John—: el arzobispo convenció a la muerte, sensible a la claridad de los principios expuestos.

—No se debió a eso —me atreví a objetarle al joven escritor. La verdad siempre es diáfana y todo lo traspasa, y así como la dialéctica sirve para ocultarla, en este caso eran los argumentos una de las formas de manifestarse. De lo contrario usted estaría presentando una muerte pagana de la época de Pericies, y su Intención es mostrar una muerte convertida al cristianismo.

—No tenía esa intención, pero si así es, se debe a sus sutilezas. En todo caso el arzobispo tuvo un entierro suntuoso, con cánticos, antorchas y todas las ceremonias de rigor, como lo relato en otro de mis cuentos. El hubiera preferido salir de este mundo sin ser notado, pero tenía que obedecer a la tradición eclesiástica.

—Es verdad —le dije a John—. Cuando uno muere el cuerpo pertenece a los vivos que generalmente se salen con la suya. Siempre he deseado tener un entierro verdadero que corresponda a mi propia vida. ¿Qué es un entierro, sino una fanática procesión de locos que pasa entre el tránsito de los automóviles, los vendedores de periódicos y las prostitutas? Sería muy grato tener un amigo músico, de los que poseen un instrumento reconquistado varias veces de la casa de empeño, de los músicos que toman alcohol de puro desdichados, para que se quejara por el camino con un son monótono. No quiero reposar junto a los prestamistas y políticos. Quiero descansar en el cementerio de Escazú, el viejo cementerio situado bajo una inmensa montaña, y donde el albañil que me prepara los muros para pintar al fresco, repasaría mi nombre cada dos de noviembre con bermellón y celeste, los colores con que los campesinos ornamentan sus carretas de bueyes y que son los colores del cielo y de las tapias de mi patria. Allí reposaré entre el aroma de los trapiches. Espero que hasta el cementerio no lleguen las casas de los nuevos ricos, ni las mejoras municipales sustituyendo el adobe, la cal y la piedra por el cemento.

—Aunque escribo historias —dijo John— en que con frecuencia la muerte es uno de mis protagonistas, sin embargo no me interesa la manera en que voy a ser enterrado, ni dónde.

Estábamos de espalda a la plaza, que, vista en el espejo, cobraba un significado distinto. Todo era allí más irreal. Tal vez con los espejos pase lo mismo en todas partes, pero aquél parecía un cristal mágico, como si todo sucediera mucho más lejos y con un gran silencio, haciéndome evocar ciudades, hombres y cosas indistintas.

De pronto percibió John a su esposa y a su suegra desfilar por el espejo y apuró el resto de su vaso con intención de despedirse, pero recapacitó luego y me dijo:

—Tenemos tiempo. Siempre dan varias vueltas a la plaza.

John comenzó a hablarme entonces no de su literatura sino de su vida, porque sus experiencias recientes no estaban elaboradas para entrar dentro del material de sus cuentos, y John probablemente bajo el influjo de los últimos vasos que acababa de beber, comenzó a confesarse conmigo. Tal vez había sido éste el objeto subconsciente de su invitación; pensé en uno de esos apartes que siempre está uno en capacidad de hacer cuando escucha a otra persona.

—A pesar de los atractivos de Helena y de que sólo han transcurrido tres meses de mi casamiento con ella, —me decía—, he descubierto que existen otras mujeres.

Yo, que había descubierto eso diez años antes, traté de explicarle que él no era ningún monstruo y que se trataba de una revelación muy natural.

—A mí me ha pasado lo mismo —le dije—; y aún más —agregué inventando para consolarlo—: mi interés por la mujer se acrecentó después del matrimonio.

Pero en el monólogo sin palabras, que paralelamente se desarrollaba en mí durante esta conversación, calculé que sería más conveniente no utilizarme como ejemplo si no recurrir a la literatura. Le hablé de Somba, el rey negro, el protagonista de algunos de los cuentos que Frobenius recogió en el África.

—Somba, cuando descubrió el licor de arroz fermentando y luego a la mujer exclamó: ¿Y por qué no me habían dicho antes que existían esas cosas?

—No hay que lamentarse del tiempo perdido —agregué tomando en serio mi papel de confesor—; una cierta pureza y la ignorancia convienen; luego habrá tiempo de todo, como dice el Eclesiastés.

Ante mis citas un tanto barrocas que remataban en la Biblia, John comenzó a ponerse de acuerdo conmigo y tuve la sensación que ahora era él quien quería demostrarme que yo no estaba equivocado.

Recuerdo que seguimos hablando de lo mismo, pero sí estábamos acordes en que el amor era un misterio erizado de enigmas, que llegaba avasallador y, como la muerte, inadvertido; podía presentarse cuando salíamos de la infancia o cuando teníamos el cabello nielado como nuestro común amigo Ortiz Vargas.

—Llega en todas las estaciones del alma —le decía a John.

Y él, que quería explicárselo todo, incurría en la vital contradicción de continuar defendiendo el misterio de Eros. Encontraba que el psicoanálisis podría esclarecer el misterio de su suegra, pero afirmaba con énfasis:

—No quiero que ilumine completamente el del amor, ni lo puede, ni lo debe.

Iba a continuar su conversación, pero se acordó de su esposa, de la que en esencia no se había separado. Ahora pensó en ella de una manera distinta, como entidad jurídica que en aquellos momentos caminaba al lado de su madre y que juntas representaban una fuerza.

No confiando en el espejo que reducía el ángulo de su visión, volvió la cabeza para observar la plaza y se despidió nerviosamente, prometiendo buscarme en el hotel.

Lo miré alejarse por el aire azul del espejo y me tocó verlo perderse y aparecer más tarde en compañía de su familia.

Permanecí todavía algún tiempo más en el bar.

Mientras conversaba con John, había estado pensando que se parecía a alguien que yo había conocido muy bien, y descubrí después de algunos minutos que se asemejaba a Enrique, uno de mis amigos de Costa Rica. Aunque John era alto, atlético y rubio y el costarricense pequeño y moreno, algo había en el resplandor de la sonrisa de los dos que los hermanaba, posiblemente también en algunos de sus gestos.

El espejo se quedó casi desierto; las gentes que habían salido de misa y los que se encontraban dispersos en el parque, habían desaparecido. Era la hora del almuerzo. El espejo recogía la imagen de una familia de indios que comían sentados en el césped.

Me acordaba de Enrique; tendría unos treinta años, la última vez que lo encontré, con su bigote duro y recortado; era un eterno estudiante de Derecho en intermitentes intentos de terminar su carrera. Cuando Enrique reía, se alejaba de él completamente la gravedad del futuro lector de expedientes, y en sus ojos claros brotaba una llama pura de infancia, como si la sencillez de su corazón se hiciera transparente a través de la máscara de seriedad profesional, a la que se iba acostumbrando para el momento supremo de llegar a ser juez.

Lo había conocido muy joven, cuando en la escuela de un pueblo perdido en las montañas era maestro de música, y de pie, con un violincito barato y retorcido, pero de una manera encendida, llevaba el compás con el mismo entusiasmo de un director de orquesta famoso, mientras los niños levantaban sus voces claras en canciones ingenuas, cuyos fragmentos todavía son uno de mis más caros recuerdos. Detrás de él, la pizarra negra tenía números escritos, y detrás de ésta y más allá de las ventanas, la plaza verde del pueblo lucía con los árboles y la iglesia como la pintura de un niño.

Era la época en que más que nunca padecían hambre los maestros de Costa Rica. Hoy todavía se llama "maestros especiales" a los que enseñan dibujo, música y trabajos manuales, pero creo que su especialidad consistía entonces en que eran los peor pagados, a pesar de los discursos de fin de año en que los jefes de enseñanza hablaban de la "importancia del Arte".

Fue en aquella época cuando Enrique ponía todo su esfuerzo y devoción, en unir el llanto de niño del violín, al coro campesino que transformaba las maderas de la escuela rural, —que tres años antes fueron bosques con rumores—, en una santa carpintería.

Algunos de los padres de los niños suplían homeopáticamente las deficiencias del Estado llevándole regalos al maestro, y envueltas en hojas de plátano le traían, con cierta periodicidad, botellas de guaro de contrabando, burlando al Estado que tiene el monopolio de la fabricación de aguardiente. El alcohol de aquellos campesinos era destilado por ellos mismos entre peñascos y riachuelos que lloraban sin ser oídos en los parajes más poéticos y solitarios.


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