Francisco y los caminos



BUENOS AIRES - 4


Puse al lado de la taza mi papel y me preparé para hacer algunos apuntes. El ruido se levantaba a veces estridente y volvía a caer como una ola para levantarse de nuevo; los espejos manchados duplicaban las escenas en un estilo confuso, y algunos hombres se ponían de pie y caminaban con un vaso en la mano.

Apenas había empezado a dibujar cuando se sentó a mi lado una mujer empeñada en enseñarme a bailar tango; conocía todos los estilos y con ella podría revivir toda la historia de esa danza.

Le contesté:

—No me interesa particularmente aprender a bailar y no tengo capacidad para seguir el ritmo de la música.

Como si yo no hubiera dicho nada, me dio una tarjeta con su dirección para sus "clases privadas". También se ofreció a enseñarme algunas danzas brasileñas: había vivido seis años en Río.

Planeaba en aquellos días regresar por el Brasil; había visto en las dársenas los marineros de los barcos que venían de aquel país y los había escuchado hablando su idioma; había contemplado los cuadros que Foujita había expuesto en Buenos Aires, y los hechos en el Brasil alcanzaban un colorido que no aparecía en los que trajo de París, como si el contacto con aquella tierra ardiente le hubiera comunicado a su paleta un acento cromático al que no estaba acostumbrada su retina. Aquella mujer tenía una manera tan tierna y tan falsa de contar las cosas, e intercalaba frases en brasileño cargadas de musicalidad, al relatarme algunas experiencias que la habían impresionado y que recordaba con fruición en aquel momento, en que se hallaba con alguien que la oía con vivo interés.

No llegué a ir al Brasil, pero años después, en Nuevo México, invitaba a una estudiante de Albuquerque que sabía portugués y le pagaba las coca-colas y los pasteles para que me complaciera recitando, en aquel idioma, los dos únicos poemas que se sabía.

Aquella noche me costó más que si hubiera ido a dormir al mejor hotel de Buenos Aires. Regresé al cuarto de mi pensión de Tacuarí, casi en la madrugada. Allí me esperaban ansiosas las chinches que vivían de mi sangre. Al despertarme, vi un animal en forma de ciempiés, pero translúcido, que se arrastraba con celeridad; no pude matarlo y desapareció detrás de la mesa. Me pareció que aquel animal urbano no estaba en ninguna zoología, sino en mi imaginación, pero también me resultaba peligroso que las cosas imaginarias pudieran cristalizar hasta el grado de verlas, y resolví dejar aquel lugar ante el temor de volverme loco. Salí de mi cuarto en donde no podía permanecer un minuto más, y para reflexionar me senté en el parque; el ruido del ferrocarril y los tranvías eran la sinfonía de la ciudad, aquel vértigo me impedía hilar mi pensamiento; fue un descanso dejarme atolondrar por la voz múltiple de la ciudad incesante.

Salí huyendo de Buenos Aires en donde hallé amistad y comprensión, pero estaba hastiado de la penuria, los ladrones, las chinches y las casas de pensión. Al despedirme en el parque, amorosamente repasé los nombres de los amigos que dejaba. En las niñas que jugaban con sus aros vi otra vez los dibujos que me había mostrado Nora Borges de Torre, y en el niño que hacía rebotar su bola azul, el último cuadro que Soldi tenía en su caballete.

Viajé en tren por la llamada "Diagonal de hierro" que atraviesa desde el Río de La Plata hasta el Perú en el Pacífico. Con el pensamiento puesto en Buenos Aires, escalé Los Andes inmensos; en las últimas regiones argentinas aparecieron cactos verticales que ostentaban en lo alto una flor roja geométrica, y empecé a ver arquitectura colonial, indios y llamas.

Coincidió este viaje con la guerra entre Bolivia y Paraguay que acababa de iniciarse, y al cruzar la frontera para entrar en Villazón, las autoridades empezaron a hacer problemas, y tuve que quedarme en aquel pueblo fronterizo en donde pasaba un tren cada semana.

Miré la locomotora con sus carros recorrer aquella planicie desértica para detenerse todavía en otra estación, diciéndome adiós irónicamente con su humo negro.

Cualquiera que viniera de la Argentina y no fuera boliviano se le consideraba sospechoso. Reanudé mi vida de pensiones, y me instalé en el único hotel en donde almorzaba con los oficiales del ejército, quienes me lanzaban miradas hostiles seguros de mi misión de espionaje. Levantando la voz para ser oídos, hablaban entre sí de la severidad con que serían tratados los que se atrevieran a intervenir en los asuntos del país. Esta aversión injusta que no dejaba de molestarme, se compensaba porque por primera vez desde hacía mucho tiempo disfruté de lujo de espacio, en aquella casa de adobes en donde una niña india todas las mañanas rompía el hielo que se formaba en la superficie del agua del pozo, y hacía danzar sus trenzas al subir el balde con el agua. En Villazón tampoco había problemas de vivienda.

La población era indígena totalmente y los únicos con quienes podía hablar en castellano eran los oficiales, que no me dirigían la palabra o lo hacían indirectamente, de tal manera que no podía contestar, y dos turcos que sostenían sus pantalones con cinturones indígenas de lana de colores, y cuyo sórdido oficio consistía en cambiar dinero y administrar un burdel, eran incapaces de dirigirle la palabra a un sospechoso.

Los soldados venían de La Paz, después de pasar una noche y dos días en el tren; los oía entonar en las noches del altiplano canciones en aymara con un ritmo doliente, luego se marchaban para una ciudad semitropical llamada Tarija, para después de dos o tres días arribar al Chaco —lo que se disputaba—, tierras que quedaban a veces bajo el nivel del mar.

Calculaba que en épocas de paz, Villazón no pasaría de trescientos habitantes.

El lugar era precioso si a uno le interesaban los indios. El mercado estaba situado en lo que podría considerarse la plaza, en donde grupos indígenas vendían sus productos, se escuchaba el aymara y la policromía de los vestidos autóctonos era admirable al destacarse sobre el gris uniforme del suelo; pero me estaba prohibido dibujar, y por eso trataba de ver con la mayor intensidad para llevarme en mis ojos todas aquellas cosas, "o en el corazón", como dijo un pintor chino, que debería también ser un poeta.

El cementerio estaba a un kilómetro, no había una sola planta, ni espinosa: apenas un recinto circundado por una tapia baja de barro y las humildes cruces del las tumbas hechas a veces con ramas de árboles; la inmensa mayoría sin nombres.

Empecé a sentir el mal de altura, para el que los indios recomiendan la coca. Me llené los bolsillos de la suéter con aquellas hojas secas que masticaba a todas horas, aunque el efecto era muy lento porque no me atreví a romperme las encías con pedazos de fuego vegetal, (la llipta), como acostumbraban los indios para que la absorción fuera más rápida.

Efectivamente, tuve la sensación de sentirme mejor y me dediqué a pasear por aquel desierto en donde el infinito acechaba por todos los horizontes.

El cementerio era mi paseo preferido; si en algún lugar estaría uno perfectamente muerto y olvidado —pensaba ante las cruces— sería en aquellas alturas desoladas. En las tardes pasaban los rebaños de las llamas tintineando las campanitas de bronce que llevaban al cuello, y se perdían en la lejanía, junto al indio que las acompañaba.

Hablé con un indígena que vivía en Villazón, pero cuya familia estaba en la Quiaca, al otro lado de la frontera, en la parte argentina; no sabía a qué país pertenecía exactamente y atravesaba casi todos los días el límite fronterizo, no por el puente en donde estaban los soldados, sino por el río. No manifestaba ningún entusiasmo por la guerra, y calculaba que ganándola o perdiéndola, continuaría percibiendo los mismos quince centavos que apenas le alcanzaban para la sopa de papas y la coca.

Pasé el puente y tomé vino en la Argentina, donde un griego que tenía el retrato de Venizelos pegado en la pared de su negocio. Trataba de regresar temprano para evitarme dificultades con los soldados del puente que tomaban demasiado en serio su autoridad.

Creo que estaba preso en aquel lugar; sin embargo aceptaban mis paseos, y las dos semanas que viví en el altiplano las distribuía —para matizar mi aburrimiento— entre Villazón y la Quiaca.

Salía algunas noches; los que jugaban en los billares me miraban con malos ojos y había prostitutas indígenas gigantescas, prostitutas de frontera que llamaban a los hombres con ademanes grotescos.

Al fin logré hablar con el cónsul, y pude tomar el tren que me condujo a La Paz. En los carros del ferrocarril iba Foujita en un coche cama.

Me acordaba de Gabriela Mistral, quien decía que "en la América del Sur se viajaba como un príncipe o como un mendigo: no había término medio"; probablemente era un reflejo del estado social. Viajé sobre las bancas de madera envuelto en una cobija, masticando las últimas hojas de coca. En otros carros venían los soldados que volvían del frente, cuyos quejidos escuchaba durante el trayecto. Ninguno tenía heridas de armas blancas o de fuego, regresaban tuberculosos o con las piernas hinchadas por los mosquitos. Algunos señores repartían dinero entre los enfermos.

Llegué a La Paz; el aire fino de la altura permitía una gran acuidad de visión y todas las cosas se veían delineadas y precisas a pesar de la distancia. Un indio con una bandera gritaba "Viva Bolivia". Y pensé que aquellas gentes habituadas a cuatro mil metros de altura o más, no podían combatir con éxito en las zonas insalubres del Chaco, en donde la naturaleza les resultaba su peor enemigo.

Me encontré con un indio que caminaba al lado de un policía; me dijo que iba para la guerra, y me vendió una muñeca que representaba a un bailarín de una danza indígena. Fui a los mercados y compré en una venta detrás de la Catedral un tejido antiguo de Bolivia que al principio me pareció más sucio que viejo.

La Paz era un lugar extraordinario, tenía el estilo de mis sueños, y la población en su gran mayoría india, desbordaba la riqueza de su color en las costumbres, en los vestidos y en los instrumentos musicales. Su policromía realzaba las fisonomías vigorosas esculpidas por el aliento telúrico de su tierra agrietada; sus rostros estaban tostados por el viento de las alturas y quemados por una pena ancestral, oculta detrás de su imposibilidad.

Quise quedarme algún tiempo para pintar, pero en los tranvías, mientras contemplaba el Illimani con su nieve, se me quedaban viendo fijamente unas gentes, y después de algunos minutos me invitaban a ir a la policía, les llevaba mis dibujos y mis recortes de periódico, pero al tomar nuevamente el tranvía, se me aparecían otra vez los mismos arquetipos se quedaban viéndome de igual manera y otra vez a la policía a enseñarles lo mismo. Por eso dejé La Paz, pasé por Tiahuanaco y atravesé el lago Titicaca para llegar al Perú. Las lanchas de totora de los indios doradas por el so! del amanecer surcaban el azul, y los muelles indígenas de Puno eran una fiesta de color que el lago multiplicaba.


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