Francisco y los caminos



TAOS - 1


Qué hace usted aquí? —me dijo una señora que oía por medio de un aparato incrustado con las turquesas características de Nuevo México. Iba a empezar a explicarle que estudiaba en la Universidad, que los cuadros eran míos, y que por el momento no se me había ocurrido cambiar de lugar. Pero, levantando la voz, continuó diciendo:

—Aquí en Albuquerque pierde usted el tiempo, vaya a Taos, allí hay pintores, indios y vivió Mr. Lawrence.

Al cerrarse la Universidad, se clausuró también mi exhibición de pintura, todo quedó más desolado que de costumbre y decidí trasladarme al pueblo de Taos.

Siempre me pareció que Albuquerque tenía demasiados sanatorios para su tamaño: el Bautista, el Evangelista, el del Gobierno y otros. Además, era muy natural que le explicaran a uno después del té que el señor o la señora, o los dos, estaban viviendo allí por razones de salud. Descubrí al fin que Albuquerque era un inmenso sanatorio en un clima seco y desértico, y que con el éxodo de los estudiantes durante las vacaciones, se iba transformando en un Cementerio.

La hermana de Richard Sands había venido de Boston a estudiar arte en la Universidad y se encontraba ahora recluida en un sanatorio. No bastaba la altura y el clima; si perdía peso y el cansancio la acosaba, había necesidad de reposo, pero el reposo físico resulta un tormento cuando la imaginación está activa y elabora sus sueños y se escapa para volver a la prisión de lo real, taladrando introspectivamente los más ocultos reductos del ser y obligándola a confesar la dolorosa condición de su enfermedad. La esperanza cada vez más lejana, era apenas como el recuerdo de una fe perdida.

Era joven y se sentía bella, no bastaba para eso consultar el espejo; se lo decían las miradas y las palabras de las gentes que veía o con quienes conversaba, le hablaban de su juventud los pájaros sobre las ramas delicadas en que se posaban sus canciones.

El cuerpo de Joyce, estilizado por la fiebre diaria, era trabajado por la tisis como un escultor que quisiera reducir el bloque al mínimo y me recordaba el goticismo expresionista de Lehmbruck. Perder peso es evaporarse cuando se ama la tierra, con el viento en los cabellos, con el frío en los huesos, con el sol amigo de los convalecientes. Su vida era en aquellos momentos una eterna convalecencia.

Richard Sands iba a ser ingeniero; entonces se necesitaban muchos para la guerra. Cuando Joyce tuvo que abandonar la Universidad para recluirse en el sanatorio, su hermano la visitaba periódicamente llevándole flores, frutas, libros y revistas. El era fuerte y atlético y, probablemente, había monopolizado toda la salud de la familia. Lo conocí en la "School of Fine Arts" de Nuevo México, cuando llegaba a buscar a su hermana.

Un sábado en que íbamos Sands y yo al Hotel Al-varado, me invitó a que lo acompañara al sanatorio; llevaba las manos ocupadas con los regalos de siempre. Me fue fácil conversar con Joyce: hablamos de los profesores de la Universidad, de mi país, de la guerra. Ella tenía abierta su caja de acuarelas y el paisaje de su ventana: el parque, volvía a aparecer en sus pinturas visto de arriba para abajo, cubierto de nieve, o en la primavera, o en el otoño, completamente solitario o transitado por manchas de colores que a veces se situaban en las bancas o en e! césped; eran las gentes que vivían en libertad. Ese era el paisaje de su nostalgia que repetía en sus acuarelas en todas las variaciones y que correspondía a sus "estados de alma".

En una de las ventanas, al lado de los pinceles había frascos de colores con etiquetas: sus medicamentos eran también pictóricos.

Repetí aquellas visitas, llevándole flores o revistas como su hermano, y amé su juventud enclaustrada. La dibujé en la mecedora con sus manos afiladas y sus ojos puestos en ninguna parte, y abandoné todos aquellos dibujos porque eran de ella, así como he abandonado tantas cosas que hubiera querido conservar, pero me di cuenta que ya no me pertenecían.

A veces salía a tomar el sol cerca de un arbolito que cambiaba el color de su follaje con las estaciones hasta quedar en el invierno desnudo de hojas, dibujándose su esqueleto vegetal contra el cielo. Era un árbol de sanatorio que padecía de la misma languidez con que Joyce dejaba caer sus manos fatigadas sobre las revistas entreabiertas.

Cuando volví a Albuquerque después de algunos meses de ausencia, Joyce no estaba. Visité el parque situado de detrás del que fue su sanatorio; era un parque de cobre rojo en el otoño, y allí iba a buscar mi verdadera soledad bajo los árboles; mi único acompañante era a veces el jardinero que con su rastrillo removía sonoros caudales de hojas secas; nadie venía e presenciar aquella hecatombe de metales en que se metamorfoseaba lo que antes fuera follaje estremecido.

Era extraño que en el otoño el parque estuviera solitario y el amor no hiciera su aparición. También en Centroamérica los romances de los campesinos tienen lugar con frecuencia en habitaciones típicas, húmedas y oscuras, cuando afuera la naturaleza, generalmente cálida, se convierte en un poema de cocuyos en las noches de los potreros y los cafetales.

Realicé al fin mi viaje a Taos. El lugar me era familiar por la pintura, era vasto e inabarcable y volví a hallar en aquellas tierras la sensación cósmica de las pinturas chinas de las altas montañas, y el surrealismo de las casas de adobe, en ruinas, repitiéndose a lo largo de las rutas.

Taos atrae inmediatamente: el pueblo viejo de los indios, los estudios de los pintores, los "Ranchos", la mezcla de razas, lenguas y costumbres, la historia que se toca, porque en algunas partes ha quedado detenida, y aquellas cosas cotidianas que nos hablan en voz baja, como la pequeña barbería de la plaza o la venta de "hamburgers", en donde un hombre de fisonomía de facineroso trabajaba junto a una hija angelical hecha como para ilustrar que "lo contrario nace de lo contrario".

Todos hemos pintado la iglesia de los "Ranchos" de Taos: estudiantes que vienen de Albuquerque, pintores surrealistas y dulces académicos. Georgia O'Keeffe la popularizó vista por el ábside; sin embargo la iglesia es superior a toda pintura e igual a sí misma, lo que quiere decir, que será mejor siempre como arquitectura que traspasada a la tela. Fui a verla con prejuicios por ser una meta del turismo, pero me quedé deslumbrado, no por el fulgor de sus materiales de construcción, sino por la suntuosa energía de su expresión interna.

Aquí la pobreza no es humildad sino alarde; los franciscanos la levantaron como una fortaleza; carece de ornamentos, está desnuda, el viento puede acariciarla por todos lados y el adobe se curva y se abomba dentro de una melodía y plenitud que se detiene en el momento justo antes de estallar. Es una iglesia de estameña; algunos pintores la visten de oro usando el mismo pincel del poniente, pero así pierde parte de su fuerza. De polvo gris es más lírica; no admite el oro ni por metáfora.

Esta podría ser una de las razones de vivir en Taos. Me dije, después de girar alrededor de la iglesia, como si se tratara de la estatua de una mujer. En ese momento nació mi curiosidad por averiguar por qué vivían en Taos tantos artistas.

—Por el paisaje —me decían, mientras lanzaban su mirada por la ventana para darle énfasis a sus palabras.

—Por el viejo pueblo de los indios —decían otros.

Algunos vivían allí, porque amaban la soledad que persiste aún con el turismo, y querían alcanzarla después de una vida de lucha para conquistar un nombre, y nada mejor que el aislamiento cuando se ha tenido una vida intensa.

Es el silencio una agua quieta en donde se refleja con nitidez la imagen de nuestros pensamientos más hondos, y para un artista que se ha encontrado, es la soledad el clima en donde cristaliza la sinceridad de sus últimas conclusiones.

"Vivo en Taos, me dijo una pintora, porque aquí la luz es sagrada". Sin embargo, la razón vital no coincidía a veces con la pintura. Supongo que a Benrimo le gustaba vivir allí por su casa de adobe admirablemente situada, y por montar en su caballo negro con el que parecía una aparición surrealista, como se lo dije al encontrármelo en el camino. Otros estaban en Taos para escuchar el ruido de los carros de los indios, por la tuberculosis, por un fracaso sentimental o por el azar que lanzó a sus antepasados al desierto, en donde levantaron sus viviendas de barro y troncos de árboles en épocas de violencia.

Contaba entre mis amigas de Taos con numerosas ancianas, aunque algunas no se habían declarado como tales y todavía pensaban en los jóvenes, en vez de dedicarse a la filosofía y a pensar en la muerte. Aquel día había estado con la pintora del aparatito para oir, Miss Dorothy Brett, quien había sido secretaria del novelista D. H. Lawrence. Me mostró sus cuadros con arcángeles indios que tenían las alas incrustadas con pequeñas turquesas; me enseñó sus retratos de Stokowsky; en algunos aparecían solamente sus manos en las diversas actitudes de dirigir. Luego me invitó a almorzar.

—Dejé la literatura —dijo—. Eso de usar tinta y pluma es sucio y feo; en cambio en el oficio de pintor todo es atrayente: telas tensas y blancas, pinceles del pelo de animales exóticos, espátulas relucientes, paletas de nogal, aluminio y porcelana, papeles de todas las texturas y todos los tonos, materiales e instrumentos todos preciosos; sólo falta ser artista, pero no hay que sufrir por eso. Considérese usted tan bueno como Picasso o Diego Rivera y estará tranquilo.

—Pero usted se mueve dentro de ancianas —añadió—. Vamos ahora a buscar la compañía de unas muchachas.

Instintivamente, por cortesía, iba a comenzar a decir que me encantaba la compañía de las señoras de edad avanzada, pero mi inglés balbuciente me salvó.

Llegamos a un "rancho" en donde nos abrió el portón una joven en pantalones, de una magnífica salud, que por su limpia belleza podía competir con las mujeres de los anuncios de tónicos para el cabello, dentífricos, jabones y perfumes que en las farmacias, en mi adolescencia, constituían mi fascinación. Una vez dentro salió su hermana igualmente atractiva y nos instalamos en una grata penumbra. Nos contó que su madre se moría de cáncer y no había nada que hacer y los dolores aumentaban. La muchacha de los pantalones azules tomó su guitarra y cantó melancólicos fados y enérgicas canciones de Asturias no menos tristes. Vivió en el Portugal, y nos contaba que Salazar había prohibido esas canciones porque inducían al suicidio y arrebataban la alegría que su país necesitaba. Quería renovar matando lo que estaba en el pasado de su sangre. Me acordé de Manolo Cuadra, poeta de Nicaragua que se conmovía con los tangos y decía "es tan bello que dan ganas de suicidarse". Sentía algo parecido aquella tarde, pero la música de la guitarra y de la voz operó en mí una catarsis liberadora.

Aquellas melodías ardientes y viriles, y la canción temblando y gimiendo y gritando en la penumbra, entre los muebles tallados de Nuevo México, no disonaban con lo que estaba pasando; la madre que moría en silencio encontraba su voz en la voz de las hijas que cantaban con un dolor español aquella pena contemporánea, que se sentía en los muebles y en todos los rincones de la habitación. Yo había escuchado las guitarras de mi patria cerca de las hamacas cuando cantaban un amor que sentía sin comprender, y las guitarras de las pulperías en los pueblos anochecidos, latir gravemente entre el ladrido de los perros, al lado del polvo enfundado de la carretera, y volvía a tropezar ahora con aquella misma emoción, aunque profundizada por el fondo de mis experiencias. Las guitarras de Costa Rica eran acariciadas por manos toscas de campesinos, pero aquella de Nuevo México, en las manos firmes y exquisitas de la muchacha de los pantalones azules, era una versión plástica de los ángeles músicos de los fresquistas italianos, traducida al lenguaje del Sur de los Estados Unidos.

Conocí a John en Taos, y unas semanas más tarde me encontré con él en Santa Fe. Allí, bajo los árboles de la plaza, me presentó a su bella esposa y a] su suegra. Continué mi paseo solitario; el domingo estaba radiante y un brisa ufana movía los árboles del parque.


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