Francisco y los caminos



BUENOS AIRES - 1


No conocía ciudades grandes, Buenos Aires era la primera En algunas esquinas el tránsito alcanzaba proporciones de sonora catástrofe con sus tranvías desbocados. En Costa Rica eran pequeños e iban chirriando hacia el poniente, en mi ciudad rodeada de montañas.

En aquella pampa pavimentada, las calles se vestían de pronto con un silencio de domingo, y en la ternura de los arbolitos alineados en las veredas, en el cóndor de los almacenes —hechos como el dibujo de un niño que se complaciera en usar la regla— iba reconociendo la ciudad de los poemas de Jorge Luis Borges.

Cuando San José era una capital de sesenta mil habitantes, bastaba llamar desde lejos para detener el tranvía, y aun los trenes, sin que mediaran por eso accidentes ferroviarios. Tuve una amiga que tenía ese poder; figura angélica que corriendo con el brazo levantado detenía la locomotora que se dejaba vencer entre resoplidos por la fuerza de su feminidad, como el unicornio de los gobelinos.

En aquel puerto a orillas del río, las mujeres que lomaban el ómnibus corrían y se empujaban, hombres o mujeres. Todos eran enemigos en aquel momento. En los primeros días, ante la novedad del espectáculo, contemplé en las mujeres sus adorables formas en acción y me deslumbraron los destellos de sus ojos.

Grabado Francisco Amighetti
Grabado Francisco Amighetti

Era fácil explicarse su insospechable agresividad y los mil motivos de su prisa, pero más allá o más acá de la lógica se levantaba un sentimiento, probablemente estético, que me obligaba a rechazar esa cotidiana lucha en la que luego participé con parecida ferocidad.

Nueve pensiones en un año, ese fue el recorrido de mi estancia en Buenos Aires, en donde me convertí en un nómada urbano.

A mi llegada a la ciudad, el chofer del taxi, después de consultar mi indumentaria se detuvo en Leandro Alien, cerca de Puerto Nuevo. Entré a un hotel de gradas de mármol y cuartos sórdidos que parecían deshabitados. Cerca se encontraba la Plaza de los Ingleses en donde dibujé a los inmigrantes sentados en las bancas, demacrándose al sol, ceñidos por el hambre, dejando pasar las horas extáticos. Por la frecuentación a distancia y ayudado por un cuento de Mallea, se me fueron apareciendo rodeados de una muralla invisible, pero más difícil de franquear que las construidas en los recintos en que se encierra a los hombres. Leí en sus rostros que se trataba de gentes rechazadas por la ciudad a los confines de los parques, que deambulaban sin entrar en ella, mientras veían brillar el sol en los rascacielos y pasar los coches relucientes, símbolos de la tierra prometida, que estando en ella, no se sabe por qué los rechazaba, y ellos en la sala de espera de los parques, a la intemperie, aguantaban pasar los días con un estoicismo desesperado.

Penetré su tragedia en su mutismo. No soy un pintor especializado en el drama: los dibujé porque mi línea podía recorrer sus pómulos y posarse en las órbitas, girar sobre ellas ahondándolas y seguir el ritmo de los pliegues de sus trajes envejecidos evidentemente en aquel estatismo de la espera, y en los que había llovido una mugre impalpable.

El dueño del restaurante en que vivía, era un italiano que cuando supo que yo era pintor, desplegó su cordialidad e insistió en ver algunos de mis cuadros. Subí entonces por las sucias gradas de mármol desgastadas por el uso y bajé con la cabeza de un indio de Bolivia con su chuyu polícromo en la cabeza, los ojos pequeños detrás de los pómulos y la boca amarga. No íbamos a conversar naturalmente sobre la técnica y la estética; le conté que lo había pintado en La Paz. Estaba el indio muy quieto, sentado en mi cuarto, cuando oí a la señora de la pensión que comenzó a insultarlo; empezó por decirle "indio ladrón", pero cuando se dio cuenta que me estaba posando, me dio excusas, para volverlo a insultar nuevamente al explicarme en su presencia que siempre robaban y que tuviera cuidado con los pinceles. Me parecía gracioso y absurdo imaginarme el truco que emplearía aquel aymara para quitarme los pinceles de la mano; lo natural sería que escodiera bajo su poncho, todas aquellas chucherías de cristal que brillaban con el candor de lo barato sobre la mesa de la habitación.

El italiano mejoró el trato y la comida, lo que no bastó para retenerme. Aquellas escalas aceitosas de verdadero mármol reunían, además de la suciedad física, el hálito de los prostíbulos, y mi habitación abundaba en letreros procaces de puño y letra de los escritores y dibujantes anónimos, que habían respirado aquel aire espeso y habían conocido el polvo fino y letal que se acumula en el verano.

Llegué a otra pensión donde todo era nuevo y donde se desarrollaba una verdadera cruzada contra el polvo. Pero mi habitación, ya bastante pequeña, se fue encogiendo hasta tornarse inhabitable debido a que se aclimataban en mi cuarto toda clase de gentes. No me pertenecía sino en una mínima parte; escarbaban mis dibujos para enseñárselos los unos a los otros, ejercían la crítica de arte y me invitaban a conocer la ciudad nocturna bajo la epilepsia de los anuncios luminosos.

—Tengo la culpa de todo esto, me decía; y recordaba a Confucio: "Un caballero chino nunca le echa la culpa a los demás". Había utilizado de modelo a los inquilinos y ellos decidieron no abandonarme, se conmovían por mi desamparo y la lejanía de mi patria, y probablemente me compadecían por haber nacido en un país del que nunca habían oído hablar y que costaba encontrar en el Atlas Geográfico en donde apenas se veía.

He buscado la soledad por todas partes, la he amado como si en el fondo de su gran silencio me pudiera encontrar a mí mismo, aunque a veces tropecé con un tipo de soledad en donde sólo existía la desesperación. Lo que necesitaba en aquellos momentos era que los vecinos de mi cuarto no entraran a sentarse sobre mi cama y que las dos hijas de la señora de la pensión —que con su manos tenían las vidrieras resplandecientes y pulimentaban los espejos en que ellas aparecían y desaparecían— no giraran tanto en mi derredor. No eran desagradables, al contrario, aunque sin ideas ni cultura, bastaban sus grandes ojos oscuros y la escultura móvil de sus cuerpos esbeltos, para que mi soledad buscada perdiera su importancia. Sin embargo "todo está bien si no está mal" como decía un amigo pretendiendo citar a Aristóteles. Sus constantes incursiones y la avalancha de los pensionistas, me obligaron a desocupar aquella habitación.

Salí de la ciudad y me fui vivir a Lanus, calculando que la distancia redundaría en favor de la paz que necesitaba. Esta vez todo iba a resultarme bien; pero encontré que había que compartir el balcón a la calle con un joven italiano que me mostró las fotografías de su familia y las de sus dos novias, la de Bolonia y la de Buenos Aires.

Hablaba con entusiasmo en un lenguaje mitad italiano y mitad porteño, mientras aplanchaba sus trajes.

Ese era el lugar que calculaba transformar en estudio.

Enfrente se miraban los trenes que iban y venían pasando por Lanus a otros lugares. Al principio —como siempre— aun los inconvenientes tenían el encanto de la novedad. Me gustaba el constante sonido de la campana, el humo negro contra el cielo de seda, o el humo como una nube más brillante absorbiendo la luz sobre el telón de la ciudad gris donde los últimos edificios se evaporaban en la lejanía. Los ferrocarriles con su rumor fueron al comienzo mi canción de cuna, pero después se convirtieron en la semilla de mi insomnio. El estrépito sacudía mi cerebro y estremecía toda la habitación.

El italiano detenía sus palabras cada vez que pasaban los trenes —cada cinco minutos— y se quedaba viendo la locomotora con un furor concentrado, que desaparecía súbitamente para dar paso a su pensamiento interrumpido; y de nuevo volvía a pasar el tren sumergiéndonos en la confusión, y otra vez se sucedía el rencor del italiano hacia la última locomotora que pasaba. Terminamos por reímos de lo que nos sucedía; de todas maneras no podíamos librarnos de las interrupciones, y en nuestro caso se trataba de seres humanizados de metal caliente con llamas en los talones y un corazón de campana en fuga. Ahora, lejos de Lanus y detrás del tiempo, evocar estos momentos es levantar una persiana sobre el paisaje de aquellos días. Me es grato añorar las calles de Lanus con sus cafés, sus vendedores y sus trenes raudos trepidando en mi recuerdo.

Mi vida en Buenos Aires fue la historia de las pensiones en donde estuve, y donde necesariamente entraba en contacto con las gentes. Volví a encontrar una habitación con ventana a la calle; desde allí, mis retinas captaron la geometría de la ciudad y asomado en ella dibujé a los obreros que arreglaban los adoquines de las calles, pero el tránsito era también ensordecedor.

Estaba acostumbrado al silencio de provincia de mi pequeña ciudad donde, el alba nace en el pico de los pájaros, y las carretas con bueyes eran la voz de las madrugadas. El amanecer, en aquella esquina era un sobresalto que me lanzaba fuera de la cama.

En esos segundos que median entre el sueño y la vigilia, cuando no tenemos consciencia de nuestra edad, ni del lugar en que estamos esperaba oír pronunciar mi nombre y despertar cerca del patio de mi casa con geranios y pájaros y escuchar una voz cantarín a mezclarse con el sonido del cristal al prepararme el desayuno.

Era necesario convencerse de que estaba en otra parte; las hojas del calendario al caer no eran un día menos, eran un día más, y los guarismos se acumulaban sobre unas horribles cuentas de papel amarillo que aparecían con tenacidad sobre la mesa. Era necesario visitar redacciones de revistas, y otros lugares en donde parecía hallarse el dinero que necesitaba.

No era un sueño: cuando estaba aún en la cama, pasaba un vendedor anunciando su mercadería —nunca supe cuál era— con un grito tan lastimero que interpretaba cabalmente mi dolor de despertar, y mi ansiedad en el momento de levantarme.

Cuando contemplé después La Aurora que Miguel Ángel hizo en la Capilla de los Mediéis, hallé el mismo dolor de despertar, y las vivencias pasadas me pusieron en condición de comprender que el alba significaba para el artista el nacimiento al dolor, y por contraste supe también el sentido que encerraba La Noche de Miguel Ángel. No siempre predominó en mi vida aquella concepción pesimista del florentino, y en esta misma ciudad, conocí el alba de los parques que silencia el otoño engastada en un frío de plata, mientras la esperanza acumulada en el pecho, me hacía sentir la palpitación de la savia de los árboles detrás de su corteza envejecida.


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