Francisco y los caminos



TAOS - 3


El guaro de contrabando actuó sobre Enrique como un nepente durante aquellos dieciocho meses de pobreza, de música y de sinceridad didáctica, por los cuales muchas cosas le serán perdonadas.

En aquel pueblo verde de caminos de cobre que parecían un Gauguin, caminé con Enrique por los potreros con piedras de cementerios indígenas, al lado de las quebradas en donde los niños se bañaban mientras sus madres lavaban las ropas. La tarde disolvía sus tintes en el agua, y cuando las gentes se marchaban, un silencio precursor de la noche se iba apoderando de todo, para dar paso a la letanía de los sapos.

En una de aquellas noches lluviosas que me recordaban un verso de Max Jiménez "Como lluvia de pueblo tengo el alma", nuestras almas mejoraron al apurar algunas copas de aquel licor de contrabando que abrasa la garganta. En esa ocasión, bajo la persistencia de las campanas y la lluvia, le dije a Enrique:

—Cuando mueras, debes presentarte al Cielo con tu violín. Así entrarás sin ninguna dificultad. Para eso es necesario que no lo pierdas de vista en el baúl de tu abuela colonial, cerca del patio con limoneros y jazmines.

Veo tu recibimiento, te contemplo escalando nubes y encontrándote con los niños que jugaban con el sol de plata que hay en el fondo de las pozas, a quienes enseñarás para ángeles músicos, y les darás lecciones nuevamente, en el aula diurna de la luz eterna, sin tener que vender tu sueldo antes de fin de mes. Y acuérdate de mí que no tengo un violincito seco y sonoro que es el "Sésamo ábrete" de las puertas del Paraíso.

No volví a saber de Ortiz Vargas, noble y generoso poeta colombiano. Padecíamos de lo mismo: una crónica ausencia de dinero y un constante entusiasmo por las mujeres y por el arte. Al paso de las muchachas de la Universidad de Nuevo México, mi amigo echaba mano de los versos de Darío para expresar su condición diciendo, "Con el cabello gris me acerco a los rosales del jardín".

Conservo el dibujo que hice en su casa; es un retrato en que Ortiz Vargas, alto y anguloso, me observa con ojos inteligentes, tras los límpidos élitros de sus anteojos, descansando desgarbadamente sus manos largas de escribir versos, mientras su gato saltaba sobre el sillón para posar también añadiendo una nota baudedelairiana.

Después de vivir de un lado a otro, dando en los Estados Unidos conferencias sobre literatura castellana, compró una viña en Nuevo México en donde residía. Le pregunté si el vino que sacaba era para la exportación o lo vendía allí mismo y me contestó:

—De ninguna manera, todo es para el consumo particular y el de mis amigos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Entre los pabellones de la Universidad, había césped, admirablemente cuidado que mantenía su verde entonación todo el año, y en los árboles saltaban los pájaros dejando oír su canto en las mañanas, cuando los estudiantes se dirigían a escuchar las lecciones. Contagiados por el goce de aquella alegría matinal, hablábamos del gusto por la limpieza, tan característico de Norteamérica, y del ponderado eclecticismo con que habían conseguido conciliar el mensaje romántico de la naturaleza con la asepsia, cuando Ortiz Vargas se encontró con una ex discípula para terminar haciende una cita con ella y pidiéndole al mismo tiempo una amiga para mí.

La ex discípula me preguntó de qué color me gustaban las mujeres, si rubias o morenas. El poeta colombiano que notó mi sorpresa y mi embarazo, acudió raudo en mi auxilio.

—A pesar de que mi amigo se dedica a la pintura, no le importa un color determinado siempre que sean jóvenes y bonitas.

Y citó unos versos en inglés que no pude entender.

El sábado, día de la cita, me junté con Ortiz Vargas. La naturaleza parecía colaborar con nosotros. Apareció en el horizonte nuestra celestina en forma de una luna gorda y brillante. No podía poner atención a las palabras del poeta por estar pensando cómo sería mi compañera; pronto se resolvería el misterio, me decía, al menos en su primera fase, porque las mujeres siempre son un enigma. Así se lo comuniqué a mi amigo, quien me dijo compasivamente:

—Vamos a beber, todas esas preocupaciones sobran, nunca llegan.

Para ser más convincente me contó algunas historias de su años en Boston que explicaban los fundamentos de su escepticismo.

—Pero he oído decir que en Boston son muy puritanos.

—¿Nunca ha estado alli? —me preguntó Ortiz Vargas.

—Fui hace poco, aunque por breve tiempo, y además no entré en contacto con nadie. Estuve a ver las obras que encierra el Museo de Arte y a mi regreso me senté a esperar el ómnibus de la Greyhownd que me conduciría a Nueva York. ¿Usted sabe lo que son esas Sargas esperas en que uno se levanta, se sienta, camina, fuma? En la estación había unas pocas gentes incoloras y unos niños que chillaban.

Me llamaron la atención dos ancianas, probablemente dos señoritas, parecían salidas de un cuadro de Grant Wood, hasta por el diseño fastidioso y sin imaginación de sus telas, hechas de puntitos, cuadrados, círculos. Las damas a que me refiero conservaron su misma actitud durante más de una hora. Probablemente eran hermanas, tenían anteojos y una seriedad de momia.

De pronto entró un borracho, se movía, hablaba, contaba chistes y se reía, con lo cual las señoritas viejas empezaron a ponerse nerviosas. En seguida apareció una mujer que introdujo en aquel cementerio de concreto la plenitud de sus formas femeninas. El borracho entabló conversación con la muchacha que se sonreía y contestaba con vivacidad, le obsequió chocolates, y sus risas poblaron el silencio congelado que pesaba sobre mí desde mi llegada. En aquel lugar tétrico había entrado de un momento a otro la vida, cosa que las viejas señoritas de Boston no perdonaron, porque se pusieron de pie al mismo tiempo con uñé energía que no esperaba a aquella edad, y fulguraron las chispas de acero de sus ojos detrás del aro de los lentes, y con voz desafinada por la indignación anunciaron que iban en busca de la policía. En Boston . . .

—Allí vienen —me interrumpió Ortiz Vargas.

No eran.

Cada vez que se abría la puerta de cristal del bar, fijaba mi mirada con ansiedad, y cuando eran mujeres las que entraban, creía ver en cada uno de ellas a la que teóricamente me correspondía. Conservaba suavizado por el alcohol el desasosiego de mi esperanza, pero el tiempo pasaba y nos íbamos quedando solos: la puerta de cristal ya no se abría para que alguien entrara.

Llegó el momento en que fuimos los únicos supervivientes. Me sentía como uno de aquellos hombres de los bares que pintó Hopper, y tuvimos que continuar nuestra filosofía, nuestros versos y nuestras lamentaciones fuera, ante la mirada homicida del dueño, que comenzó habiéndonos con los ojos.

La luna se había levantado detrás de los sanatorios y estaba ahora muy alta, pero ya el frío del otoño no nos estorbaba, y los gestos de Ortiz Vargas se amplificaban y se volvían fantásticos al proyectarse en la sombra de las aceras, en donde también éramos en la calle los únicos habitantes.

Después de este fracaso, el olvido que permite renovar las experiencias, nos condujo con optimismo a una fiesta que tenía lugar en la tarde en un Sorority Club.

Nos recibieron las muchachas con sus largos vestidos y una cortesía que hubiera creído la habían estado perfeccionando durante generaciones, para desplegarla en aquellos momentos.

Reconocía a una de las estudiantes por haberme sido presentada antes en Santa Fe durante mi exposición. Manifestó sorpresa y encanto en el interior de sus ojos celestes, y dijo:

—Quiero volverlo a ver para conversar largamente con usted.

Le di el número de mi teléfono e inmediatamente empecé a maquinar una cena con ella, y mientras me deleitaba en su sonrisa, iba calculando los dólares que guardaba como un tesoro dentro de "Los pintores del Renacimiento Italiano" de Berenson.

Al despedirnos me repitió nuevamente que me llamaría.

A la mañana siguiente, en vez de ir a la Universidad me quedé en la casa para esperar su llamada, porque las gentes de la pensión salían y nadie podía contestar el tléfono.

Dejé de ser estudiante de pintura para convertirme en el más veloz de los telefonistas. La señora de la casa se maravillaba de mi diligencia en apuntar toda clase de recados. Mi corazón sonaba más fuerte que el timbre del teléfono cada vez que subía las escalas como un loco. Cierto que sufría cuando los señores no estaban, pero mi congoja llegaba a su clímax, cuando estando presentes permanecían en la sala y no se daban prisa por atender el teléfono. Resultaba muy raro, en estos casos, irrumpir en la sala, pero de todas maneras llegué a hacerlo alegando que esperaba una llamada desde larga distancia.

Me convencí después de dos semanas que la niña del Sorority Club me había dicho sólo una amable frase de cortesía, aunque la hubiera subrayado con la emoción de sus dos ojos celestes.

Para no echar de menos mis semanas de ausencia en la Universidad, me consolé con la idea de que en la vida se aprenden cosas esenciales que la Universidad no está en capacidad de enseñar.

En un pueblo tan pequeño con indios y artistas se presume que todos son muy importantes y que las cosas que suceden sobre todo entre hombres y mujeres se agrandan. Como la vida transcurre con parsimonia se sale a tomar café y a saber acerca de los otros. En las tardes iba a veces al hotel que estaba frente a la plaza de Taos, donde tomaba café con la dueña, Mrs. Nula Caravas, y algunas otras gentes que se acercaban. Mrs .Caravas era griega y vestía a veces trajes orientales o vestidos contemporáneos que recordaban cuadros de Manet. Varios artistas la habían pintado, entre ellos Mrs. Mabel Degen, quien vivía en una casa de adobes con una torre, al lado de Hardwood Foundation. Yo era entonces su huésped, hacía dos semanas que estaba en su casa, que había sido morada de los penitentes. Éramos sólo dos habitantes en aquella casa inmensa, fuera del gato y dos perros. Mrs. Degen tenía un dibujo que le hizo Modigliani, en su juventud, en un café de París.

En una ocasión en que volvía del hotel, le dije a Mrs. Degen:

—En Taos todo es el chisme; ya ni se habla de pintura.

—Así es —me contestó ella—. Viven pendientes de los chismes y es lo único que les importa; pero —agregó—, dígame, ¿cuál es el último que le contaron?

—Tal vez no sea nuevo para usted —le dije—. Se trata de que algunos opinan que el actual marido de la escritora Mabel Dodge Lujan, que casó con un indio de apellido Lujan, como el de mi esposa, y que conduce un Cadillac, ostentando sus largas trenzas, es una figura enigmática, donde se funden el misterio y la sabiduría de la raza. Otros sostienen en cambio que nada hay detrás de esa máscara y que es un indio perezoso y sin importancia.

Vivíamos en esa época de té en té y de party en party. Cuando Mrs. Degen tenía invitados, mientras terminaba su toilette, yo le abría la puerta a los que llegaban, les quitaba los abrigos a las damas y me encargaba de atender a las gentes hasta donde me lo permitían las limitaciones de mi inglés.

Cuando Mrs. Degen tuvo que hacer un viaje de seis días, me quedé solo en la casa. La única recomendación que me hizo fue darle de comer a los dos perritos y al gato, y me explicó detalladamente sus costumbres. Como eran incompatibles, no podían cenar juntos. Los dos perritos necesariamente tenían que permanecer fuera, a fin de que el gato se alimentara sin ser perturbado. Este no simpatizaba con la alegría estruendosa ni la voracidad de aquellos cachorros que entraban haciendo un gran escándalo, y que cuando llegaban antes de tiempo, lo obligaban a abandonar su cereal, que caía inmediatamente en poder de los otros animales. Aquel gato era como educado en Oxford. En Costa Rica, los gatos de mi infancia eran ladrones de cocinas y andaban por los tejados con la cara rota, pero éste de que les hablo poseía una gran dignidad y a la hora de comer se instalaba en una quietud cerca del Nirvana y sacaba la lengua lentamente con gran estilo. Una vez que el gato había comido, entornaba los ojos para encerrarse en su mundo y no ver la entrada de los dos perritos, cuya alegre extraversión le parecía seguramente de mal gusto. El gato desaparecía entonces como ser viviente y se convertía en una escultura egipcia ante los perritos, que no reparaban en su presencia y lo consideraban como un objeto en forma de gato.


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