Francisco y los caminos



TAOS - 4


Para llevar los cachorros al garaje en donde dormían, había que trasladar el plato en alto; los animales iban detrás de mí enredándose en mis piernas, adelantándose y devolviéndose, hasta que una vez puesto el plato dentro del garaje, devoraban con tanta velocidad, que apenas me daban tiempo de cerrar las puertas. Varias veces equivoqué el cereal con vitaminas y le di al gato el de los perros y viceversa, lo que no pareció alterar en absoluto su metabolismo.

Una de aquellas noches en que iba a nevar y hacía un frío penetrante, atravesé el patio con el alimento codiciado, lo deposité en el suelo del garaje y cerré la puerta. Aquella precipitación fue fatal: mi saco se enganchó de un clavo y en, la oscuridad se oyó uno de los más lúgubres crujidos: tenía una L en la espalda. Para comprender el drama de mi saco, es necesario advertir que era mi único vestido presentable para ir a las fiestas.

Al volver Mrs. Degen encontró que ni los animales ni yo estábamos flacos. Cuando tuve que ir a fiestas o estar presente en las que se daban en la casa, empezó el verdadero sufrimiento ocasionado por la rotura de mi saco. Actuaba siempre de frente como una medalla sin reverso, como la luna que da a la tierra una sola cara iluminada, como si tuviera nada más que dos dimensiones. Jamás daba la espalda como los cortesanos de otros siglos o como los tiranos del Caribe aunque usen guardaespaldas. Felizmente sucedió lo que necesariamente tenía que pasar, y las señoras descubrieron la rotura de mi traje, que consideraron reciente y manos bondadosas pusieron tanta ternura en remendar, que ni las heridas en mi propia carne, desinfectadas y vendadas por hermanas de la caridad, me dieron tanto bienestar moral como la curación de la terrible herida de mi traje gris.

Le debo a Miss Paulina Harper el conocimiento de diversas gentes y lugares; con ella salía a pintar acuarelas y fue quien me invitó a escuchar los conciertos que tenían lugar en la casa de Mr. Dasburg. Subía Mrs. Dasburg a una tarima alta en donde lucía el piano su fúnebre brillantez de catafalco, e interpretaba con pasión y técnica las obras de los grandes maestros. Desgraciadamente la música la entiendo a mi manera, si esto significa entenderla. Escucho con devoción los primeros acordes que destrozan el silencio y lo reemplazan por el color y la arquitectura del sonido, y por otros silencios que ya están incluidos dentro de la música, pero mi resistencia es bastante limitada.

Mrs. Dasburg ostentaba una extraña personalidad. Sus manos se volvían más bellas en el teclado, eran el instrumento vivo que despertaba las notas breves y fugitivas, o el que las retenía serenas o trémulas el tiempo indispensable. Oyendo a Mrs. Dasburg pensé en lo acertado de la comparación entre la arquitectura y la música, en donde esta última se volvía en su desarrollo sonoro, sustancia matemática de tiempo detenido y estructurado.

En aquellas noches de Nuevo México, para mí en quien lo plástico tiene mayor alcance que lo musical, seguramente era más lo que veía que lo que escuchaba. Mrs. Dasburg al situarse en el piano acrecentaba su natural imperio y adquiría una irradiación magnética al lado de la música que nacía de sus manos. En tal grado estaba poseída de su interpretación que caía en un lúcido trance próximo a la locura, y al olvidarse de sí misma se presentaba tal como era. Encontraba en Mrs. Dasburg la alegoría real de la música, su más cabal personificación, y ésta, que por esencia es imponderable, se me hacía tangible en la figura de la artista. Sus movimientos al ejecutar encontraban su forma espontánea al surgir de la intensidad de su emoción y del dominio de su técnica.

Como todos, la felicitaba al salir. Una noche estando ya en la puerta a medio despedirnos, le manifesté mi entusiasmo por su interpretación de Bach. Mrs. Dasburg cordialmente nos invitó a pasar de nuevo para ejecutar otra vez la obra. Nunca me había parecido Bach tan solemne: era como si la música fuera creando una arquitectura de altas bóvedas, en la que ella misma, habitándolas, albergara su propia resonancia.

Todavía en los conciertos, evocada por la música, surge la figura alta de Mrs. Dasburg con sus hermosos brazos y su altiva mirada.

En uno de los tes que daba en su casa Miss Pauline Harper, le contaba que después de mi llegada a Nueva York, en los días en que todavía no había entrado el horrible calor del verano, me fui con mi cartapacio de dibujos y grabados donde Alfred Stieglitz en "The American Place".

Salió él a abrirme la puerta con su sobretodo pues¬to y después de leer la carta de presentación que traía, me dijo:

—Si yo tuviera que ver todas las pinturas que me traen, no tendría tiempo ni para eso; pero por venir usted de parte de Miss Brett y la señora de Lawrence, me ocuparé de sus obras.

A los tres días, como habíamos convenido, volví por mi cartapacio. Stieglitz salió con su mismo paso y su mismo sobretodo, y una vez que me hizo pasar, me dio algunas opiniones sobre mis dibujos y comenzó a lamentarse.

—Ahora durante la guerra ya nada es nada; el arte pasa a un lugar secundario. Yo estoy aquí cada vez más solo. Exhibo unos pocos pintores, pero que valen mucho.

Y me mostró algunos óleos de John Marín; uno era el mar con pájaros en la playa, cuadro hecho en blancos, que me gustó más que las acuarelas que había visto de él y por las que era conocido.

—Pero en realidad lo que tengo aquí son las pinturas de mi esposa, Georgia O'Keeffe. Le reprochan —me dijo Stieglitz, mostrándome uno de sus cuadros— que pinta flores más grandes que el tamaño natural. Ella contesta que lo hace por la mismo razón que el mar siendo tan grande, cabe en una tela de cincuenta por treinta pulgadas.

Stieglitz se volvió a quejar de la soledad del frío y de la indiferencia y tuve casi que consolarlo; por supuesto no podía hacer nada por mí. Tuve la impresión que el anciano ilustre pasaba por una crisis y estaba desconcertado.

—Sin embargo, no hay nada mejor que una vida difícil —me dijo al despedirse.

La segunda vez que pasé por Taos conocí muchas gentes y pinté. Vi cuadros de.D. H. Lawrence que habían formado parte de su exposición en Londres, y que la policía —contaba Miss Brett con indignicaón— había cerrado por inmoral.

Estuve con Miss Harper donde Mr. Imhof a ver sus litografías de indios. Asistimos a una fiesta en casa de John Hunter con motivo de la llegada del gobernador de Santa Fe, y visitamos su estudio, que quedaba a un kilómetro de su casa. Era un espacio en que cabíamos todos sin dificultad y se encontraban, entre otras cosas, un retablo, una lámpara del siglo XII y santos antiguos de Nuevo México. John Hunter era un pintor de retratos dentro de la tradición elegante de Van Dyck; así me explico que con ese estilo y aquel estudio, las gentes pagaran encantadas por posar.

Estuvimos también donde Bárbara Lathan, pintora que había hecho admirables ilustraciones de cuentos infantiles. Poco después conocí a su marido Howard Cook, una mañana en que Taos amaneció cubierto de nieve y salí a andar, deslumbrado por aquel elemento desconocido que antes sólo había visto brillar en las altas montañas de la América del Sur.

En el Thanksgiving Day, cenamos donde unas ancianas de Nueva Inglaterra que sabían hacer una comida típica y deliciosa. El pintor Víctor Higgins, quien se había casado y divorciado de varias millonarias, cultivaba una úlcera que dejó olvidada esa noche en que estuvo hablando de algunas gentes que habían pasado por Taos. Del pintor ruso que llegó desde lejos a caballo y lo metió en una habitación de la Harwood Foundation en donde vivía con él. Cuando iba a pintar al aire libre, sostenía con el cuadro una conversación muy animada.

"Cuadrito, decía, estás muy triste, te hace falta aquí un toque de rojo. Cuadrito, creo que estás huérfano de azul, aquí lo tienes. Cuadrito, creo que ya no pides nada; eso quiere decir que hemos terminado".

Víctor Higgins pintaba acuarelas grandes, fuertes y sobrias que le gustaban al ruso, quien llegaba a veces a visitarlo y le decía:

—He visto humo en su chimenea y supuse que estaba aquí. Por eso he venido.

Víctor Higgins le ofrecía whisky, vino, cognac, gin, etc., pero al ruso se le hacía un problema que le ofrecieran tantas bebidas diferentes y exclamaba:

—¡Por qué habrá tantas cosas en este mundo para complicarle a uno la vida! Tráigame de todo.

Al ruso le gustaba ver en la mesa el paisaje de las botellas con sus formas, sus colores y sus variadas etiquetas, y les atribuía a cada uno de los licores virtudes particulares, dentro del común denominador de la embriaguez, aunque invariablemente tomaba cognac.

Habían pasado muchas gentes extrañas por aquel pueblo de Taos, y algunas desfilaron durante aquella cena cordial, evocadas por el pintor Víctor Higgins.

Al salir, la nieve cubría los automóviles. Esta fue mi última noche en Taos.


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