Francisco y los caminos



AREQUIPA - 2


Yo era un turista que, me hacía limpiar los zapa¬tos con la mirada fija en el Misti, cuya nieve brillaba cerca sobre un cielo de porcelana azul, o variaba mi contemplación al paso de las mujeres mestizas que transitaban esculturales con su ojos aindiados e iban camino de las oficinas, las tiendas o las iglesias. Mientras permanecía sin prisa y sin objeto, pasaban las indias con la fiesta de color de sus trajes, y los cargadores con sus cordeles claros como si fueran a ahorcar a sus enemigos, se sentaban tranquilamente a masticar la coca en las gradas de una iglesia. Cuando los llamaban para transportar algo, seguían "chacchando"; eran una especie de atletas vagabundos y harapientos sumidos en el pasado; entraban al presente cundo levantaban sobre sus hombros un armario o un piano.

Aquella tarde, en un parque con la estatua del general Bolognesi, se rompió la quietud con la pelea de dos cargadores; yo era el único espectador. Eran unos gigantes sucios que peleaban a patadas, cada golpe parecía de muerte y resonaba en el silencio. Sin embargo, ellos seguían con la misma vitalidad de la miseria y de la coca propinándose rítmicamente sus puntapiés. Me retenía una curiosidad morbosa de presenciar el desenlace; pero al fin abandoné el lugar escuchando los golpes cada vez más distantes, en aquella tarde mística hecha para la contemplación.

Meses después volví a esta ciudad, y me tocó conocerla a través de mis experiencias. Esta ciudad es un poema cerca de mi vida, y por eso empiezo a escribir sobre ella así:

Existe una ciudad de Los Andes que habita en mis sueños; esa ciudad es Arequipa.

En mi juventud viví un año en ella y escribí algunas páginas claras como si mojara la pluma en su luz hecha de cal y de oro.

Pinté burritos cobijados por la sombra del Misti, vendedoras de flores y maternidades indias con un fondo de llamas balanceando sus cuellos vibrátiles.

Mi "marchand de tableaux", se apellidaba Delgado. Yo dibujaba en los mercados; mi oficio era pintar, escribir y tratar de estar vivo. Respiraba el fino aire del altiplano, lujo gratis que desgraciadamente hacía las veces de aperitivo en ocasiones en que escaseaba la alimentación, que coincidía con el desgaste de los zapatos de Delgado sobre las piedras milenarias de la ciudad en busca de compradores hipotéticos, quienes a veces por milagro, se tornaban existentes, cristalizando en profesores de la Universidad, altos empleados de las compañías inglesas o turistas.

Viajé en ferrocarril por las altas mesetas en donde el tren caminaba con su golpear de hierros sobre un panorama de silencio de nieve, en regiones en donde cada vez era más extraña la voz de los hombres, y cuando la noche me borraba el paisaje de fuera con su persiana negra agujereada de estrellas, el ambiente humano del interior de los carros, cobraba para mí una inmensa realidad: reconocía las caras preincaicas que había contemplado en los "vasos retrato" del museo de Lima. Admiraba la policromía de los ponchos y me deleitaba escuchando el quechua masticado con la coca. Todo aquello me sumía en un gran aislamiento; me sentía otra persona. Para reconocerme necesitaba la voz de mis amigos, las palabras con inflexiones escuchadas desde el fondo de mi infancia y una geometría que tuviera tierna acogida en mis retinas.

Pero acaso importaba disolverme en una naturaleza a la que no estaba acostumbrado, si de pronto aparecían en aquellos desiertos oasis de frescura. Era la existencia del agua que se anunciaba en la vertical del verde intenso de los árboles. Se percibían las casas, que no se diferenciaban mucho de la tierra, porque eran tierra misma o piedra; los materiales del suelo con que también estaba hecha la iglesia; todo parecía de juguete; los cementerios con cruces y los animales en miniatura, identificables desde lejos. A veces surgía una mancha rectangular de un oro mortecino con rojos, azules y naranjas, que traducida era un trigal, en donde cortaban las espigas, sumergiéndose en un mar amarillo, las indias con sus vestidos de colores, cerca de un molino fantasmal en pleno día.

En otras ocasiones, el tren pasaba rozando la población y al detenerse yo observaba tiritando frente al poniente a las mujeres indígenas bailar detrás de la iglesia, con su hijos amarrados a la espalda, mientras la música se retorcía y danzaba con ingénita tristeza. Durante aquellos largos trayectos mi pensamiento se devolvía a veces donde mi vendedor de cuadros que me esperaba con mi nueva cosecha. Pintar para comer, comer para pintar, pintar para comer . . . Estas palabras musitadas repitiéndose, seguían el mismo ritmo del tren renqueando sobre la vía.

Ahora que escribo sobre Arequipa después de tantos años, me parece estar hablando de un sueño. No estoy seguro de reconocer las cosas de que hablo, no porque hayan desaparecido, sino porque soy otro y en mí han muerto también muchas cosas. Nada es estático, todo cambia, pensaba Heráclito; tal vez tenga razón aquel filósofo que Rafael pintó en La Escuela de Atenas, solitario entre el bullicio de los dialécticos, buscando dentro de sí mismo la esencia del ser, fija su mirada en el pavimento que probablemente veía pasar como un río en su idea del perpetuo fluir de todo lo que existe. Mis propios recuerdos deben hacerse transformado tanto, que no alcanzo a retener lo que he vivido y huye; sólo el arte logra conferirle a lo fugaz alguna eternidad. Así escribo hoy sobre lo que creía enterrado y resucita alucinante.

Vuelvo a mirar a Arequipa con sus iglesias penetrando en un aire diáfano habitado por campanas. En la Catedral, bajo el pulpito y formando parte de éste, mi viejo conocido el diablo aparece tallado en la madera. Los predicadores hablan contra él, —usándolo al mismo tiempo de pedestal—, con voces que resuenan en las bóvedas y van a dar hasta la plaza, mientras el aludido, con su siniestra fisonomía que no cambia, parece contradecir a Heráclito. Es indudable que las mutaciones las experimentamos nosotros. Aquel diablo tallado en el mismo material de los santos, alimentó los terrores de mi infancia, cuando los sicólogos no se ocupaban todavía de la educación de los niños. Sigue preocupando a las viejas enlutadas con su rosario en la mano, pero ya no encuentra en mí la resonancia de otros días; seguramente me habré acostumbrado a otras personificaciones del mal, más auténticas, y de un saber contemporáneo, puesto que el diablo debe de haber inventado metamorfosis más peligrosas y sutiles.

Vuelvo a contemplarme, en uno de aquellos días de asueto que yo mismo me daba, dedicado a la contemplación del Misti desde la plaza de Arequipa, diciendo en voz baja fragmentos de poemas, frente a tres viejos tan arcaicos como las iglesias, puntuales en su visita cotidiana y a quienes podría considerar como a los verdaderos habitantes del parque.

Parques de las grandes ciudades
con estatuas de bronce y desocupados,
con galgos y mujeres elegantes,
con niñeras rosadas y policías poco amables.
Parques de las grandes ciudades donde amé y tuve hambre, parques de las provincias muertas donde sólo hay campanas.

Justamente acababa de decirme estos versos que estaban hechos por mí y para mí, cuando se me presentó un fotógrafo de parque: estaba tan desgastado por la miseria y me recordó tanto a los artistas que no venden sus cuadros, y yo que acababa de vender uno, inventé retratarme sentado sobre la banca predilecta en donde incubaba mis sueños. Posaba con la seriedad de un daguerrotipo cuando me encontró Delgado, siempre con mi cartapacio de dibujos bajo el brazo. No acierto a saber si la luz activa de Los Andes o el hipofosfito barato, siguió las teorías de Heráclito con más celeridad de lo esperado, porque Delgado y yo, somos en el álbum de recuerdos dos manchas gemelas sobre un fondo de un amarillo desvaído. Yo que soy sentimental, guardo esa foto como si fuera de Nadar; además, porque las manchas simbólicas me permiten reconstruir a dos personajes unidos por un mismo destino en una dramática simbiosis.

Fue aquel día un espléndido momento dedicado al ocio perfecto. Caminé por las arcadas que rodean la plaza; me detuve sin motivo frente a las vitrinas y más tarde, antes de atravesar la calle, contemplé con ojos nuevos la Iglesia de la Compañía de Jesús con sus piedras violeta y su despliegue barroco. Permanecí en aquella esquina observando cómo los escultores habían ablandado el material pétreo, retorciéndolo y haciendo crecer un follaje con una fauna y unos seres que sólo podían existir en aquel mundo que pertenece al arte. Ante la seca topografía del paisaje, los escultores, por contraste, habían hecho florecer en la piedra otra naturaleza completamente tropical y teológica.

Me perdí por las calles pensando en el barroco; en el silencio podía oír mis pasos y descubrir la sonoridad de la piedra modulada por el sonido de la acequia encajonada y profunda que pasaba al borde de las casas en un permanente abrazo de frescura. Llegué a la conclusión de que Arequipa era una ciudad musical, al advertir en la noche que los ruidos descansan y un solo rumor caudaloso invadía toda la ciudad: el agua que no sabe dormir, el agua sonámbula cuya voz canta mejor bajo la luna, constituía la verdadera música de la noche.

Me empezaba a pesar la soledad y descubrí el placer de compartirla librándome de ella. Al encontrarme con el poeta Julio Mercado, con él penetré en la noche del altiplano poblada de "picanterías" en donde las indias bailaban "huaynos". Mercado, como verdadero poeta, contemplaba con expresión hierática las danzas de su raza, impasible como si la emoción lo transformara en una talla directa, pero la chicha y la música, esa sabia combinación dionisíaca que logra arrancarle palabras a las estatuas, hizo que el poeta recitara largos poemas con numerosas palabras intercaladas en quechua. Sus versos me impresionaron, aunque mi ignorancia de los vocablos indígenas me obligó a usarlo como diccionario para poder entenderlos en todo su alcance.

Aquella noche me despedí del poeta en la madrugada y caminé escuchando el monólogo de mis pasos. En las aceras las sombras de las beatas saltaban en la noche como murciélagos, atraídas por la puerta incandescente de la iglesia. Al asomarme vi que destellaba el metal de los candelabros y las múltiples velas eran, sobre el fondo de oro del retablo, otro retablo encendido donde las pequeñas llamas trémulas tenían el mismo temblor de las manos y de la voz de las ancianas que habían encontrado, esculpida en un bloque de noche, una puerta mística de fuego. Una tarde volví a encontrar la puerta de la iglesia y entré; desde el interior miré extinguirse el día; el oro de' los retablos guardaba el sol, lo apresaba y lo retenía negándose a despedirse de su fulgor.


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