Francisco en Costa Rica



No puedo explicarme

No puedo explicarme mi entrada al Seminario siendo todavía un niño. Allí iban los malos para que los sacerdotes los educaran pegándoles según el criterio correccional de la época. A los niños, los asustaban con el Coco para que se peinaran, se limpiaran los zapatos e hicieran sus tareas, y cuando el Coco había cumplido su misión en la etapa correspondiente, se les amenazaba con meterlos al Seminario. Unos pocos entraban precisamente por buenos, eran los que seguirían después la carrera eclesiástica; yo pertenecía a los buenos porque era demasiado pequeño para no serlo.

Recibí nociones de la historia de Costa Rica con don Pasión. No era sacerdote, sino un anciano laico que vestía como un gamonal venido a menos. No creo que hubiera leído mayor cosa. Contaba con acento campesino unas historias que le habían sucedido a él y a otras gentes, casi lo mismo que hago yo en este libro. Me gustaría volver a escucharlas ahora, por ser la historia trasmitida oralmente y recreada por la imaginación.

Este viejo maestro padecía de la misma psicosis del profesorado al mantener la disciplina a base de golpes y de gritos salvajes, y en esto mostraba una extraordinaria vitalidad. En una de las lecciones, la regla que don Pasión tenía siempre en la mano pasó vibrando por el aire, rozó mi camisa y estalló sobre mi pupitre. Me enviaron a un rincón del aula donde tuve que permanecer hincado.

Desde allí y en aquella posición seguía aprendiendo, observaba el mapa de Costa Rica sobre el pizarrón oscuro y escuchaba la historia de los filibusteros. Veía el humo de los incendios y las armas negras que empuñaban los campesinos dirigidos por sus jefes vestidos con las casacas rojas que había visto en el Museo. Hincado sobre el áspero suelo de cemento contemplaba el azul encarcelado por barrotes de hierro, donde a veces pasaba como una bala una golondrina.

Hincado en el otro extremo de aula, mi compañero, un estudiante gordo de ojos tranquilos, se comía las uñas. Cada vez que oíamos el ruido de la regla de don Pasión sobre las espaldas de nuestros condiscípulos, nos hacíamos señas y nos reíamos. Así comenzó nuestra amistad al compartir el mismo castigo, al que ponía fin la campana de bronce liberadora con su sentido ambivalente, porque el mismo son metálico se cargaba de una significación distinta al anunciar la entrada o la salida.

Teníamos clasificados a los sacerdotes según la potencia de su cólera y su constitución atlética. Schmidt encabezaba la lista: daba lecciones de matemáticas en los años superiores, pero todos lo conocíamos porque vendía los textos de Bruño. En los recreos continuábamos aquella docencia de golpes, trenzándonos en dinámicas peleas con la aprobación de los "padres" que disfrutaban entonces como espectadores.

En el refectorio nos leían las vidas de los santos durante las comidas. Casi todos nos aburríamos al descubrir que la santidad dé aquellos hombres consistía en realizar de buen grado todo lo que nosotros hacíamos bajo el terror de las amenazas.

Eran tan insulsas aquellas vidas de santos que medio escuchábamos, sumergidos en el colorido de nuestras diabluras en potencia, que no podíamos simpatizar con quienes se daban latigazos en su celda, se levantaban antes que el sol y las alondras y hacían oración a todas horas. Además, era poco lo que oíamos; aunque el silencio era exigido, nosotros aumentábamos el ruido de los cubiertos haciéndolos chocar contra los platos. Gozábamos con aquella música inventada que era nuestra única manera de hablar, hasta que el sacerdote repartía algunos golpes que hacían enmudecer los cubiertos.

Oyendo el latín de los cánticos aprendí a leer las vidrieras de colores; eran páginas dé cristal arrancadas de un libro iluminado. Aprendí a gozar de la luz cuando se enciende y quema las figuras como sucede con la llama del infierno que quema sin consumir, o con los fulgores del Paraíso que traspasan las luces de las almas. Veía en el muro de la capilla una superficie que se volvía más sensible en las vidrieras, allí donde la piedra se hacía membrana córnea, y se transformaba en un ojo que comunicaba, no lo que se veía al otro lado de los muros, sino lo que sucedía en el mundo supraterrestre.

Me volteaba hacia el altar cuando sonaba el órgano y se oían las campanitas de plata que agitaban los monaguillos rojos que eran mis compañeros de castigo. Después retornaba a mis vitrales para seguir la alquimia inagotable de la luz. Sabía que detrás, en uno de los lados, quedaba la calle; del otro, un patio positivo y geométrico; pero las ventanas de colores empotradas en el cielo, se abrían a otros mundos.

Todas las tardes íbamos a la capilla a rezar el rosario. Entrábamos iluminados apenas por la penumbra de la tarde, y nos sentábamos a ver al monaguillo que empezaba a encender las velas una por una hasta que el altar florecía multiplicando sus pétalos, eliminando la tristeza del crepúsculo vespertino y sustituyéndola por un recogimiento distinto.

En los vitrales adivinaba la presencia de la noche, porque las vidrieras de colores se apagaban y se dormían para quedar muertas y resucitar al día siguiente con el aleluya del alba.

Era la hora en que habían terminado de comer en mi casa, cuando se conversaba y mis hermanos jugaban antes de acostarse. Me acordaba de estas cosas cuando el altar con sus velas era un oro que temblaba con tenues hojas de luz estremecidas por una brisa inexplicable.

El monaguillo agitaba el incensario en un inmenso semicírculo; a veces sonaban las cadenas que lo sujetaban y aparecían las brasas. Yo pensaba en los pecados, en los terribles pecados que no había cometido, pero que necesitaba cometer si quería ascender e la condición de adulto. La capilla era una cripta Iluminada, y los cánticos, el miserere de mis culpas que lloraban por anticipado mi perdición. Fuera estaban las gentes que iban a los cines, las muchachas con cintura y pechos pequeñitos como copas. Dentro, nosotros, despeinados y con las manos sucias, veíamos relucir el cáliz del altar, un Cristo herido sufriendo en la penumbra y santos recién pintados que miraban con ojos bobalicones, y que seguramente eran los mismos santos cuyas vidas escuchábamos en el refectorio. Fuera sonaba la noche con bocinas, se oían pasos, rumores; dentro, nosotros repetíamos a coro el rosario levantando nuestras voces todavía candorosas.

¿Por qué estaba yo en aquella catacumba, si no quería ser mártir? Quería correr, jugar "ladrones y serenos" a la luz de los focos eléctricos junto a las pulperías iluminadas, y aunque me gustaba el olor del incienso y su humo, estaba intoxicado de su perfume místico y hubiera preferido alimentar mis pulmones con el aire estrellado de la noche.


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