Francisco en Costa Rica



Para ir a la escuela

Para ir a la escuela, escogía el camino más directo y, si había peligro de llegar tarde, aplicaba lo que había aprendido y que todos sabemos: "la línea más corta entre dos puntos es la recta". Al regreso encontraba que este principio era el más aburrido, que lo importante era conocer el mundo y no llegar nunca, si fuera posible. Por eso escogía caminos diferentes. Sin embargo, tenía una ruta de mi preferencia: una cuesta pronunciada cuyo declive evitaba la monotonía y desde donde miraba fluir otras pendientes con casas de madera y techos de lámina de zinc que desembocaban en el arrabal, y, a su vez, se perdían en la montaña.

En aquella cuesta un aserradero anunciaba su ruido a la distancia. Veía desde el portón la sierra circular dentada renovar su brillo con el movimiento, y los troncos entrar en sus fauces para convertirse en sonoras tablas. Ya me había atrevido a traspasar el portón y sentarme en los troncos que remataban en punta con su gran ojo de cetáceo prehistórico. Escalaba los rosados montículos de aserrín y luego, sentado allí, iba levantando el polvo de madera para hacerlo llover desde mi mano. Amaba aquel limpio material de desecho.

Allí hacía las tareas sentado sobre los troncos, los pies metidos en el aserrín, mientras oía la sierra triturar el silencio, al que me imaginaba semejante a ese polvillo impalpable que volvía a unirse otra vez, cuando la sierra se detenía definitivamente envolviéndose en su propio destello como un planeta muerto.

Al proseguir mi camino, pasaba por otra calle de cuesta menos empinada y con una pared a todo lo largo de la cuadra. Ese muro era para mí el símbolo de la desolación. A veces pasaba cerca de la pared con una piedra en la mano para alterar su indiferencia rayándola; como niño y primitivo sentía el "horror al vacío" de aquella superficie desesperante. Otras veces caminaba por la acera de enfrente ocupada por tugurios. Las casas tenían una puerta y una sola ventana, eran de madera gastada unas, y, otras, de un adobe encalado hacía mucho tiempo. Eran los refugios de las putas. Yo tenía prejuicios contra ellas y pasaba por allí rápidamente. Sin embargo, aquellas casas me atraían; hubiera querido saber lo que pasaba dentro, y con la mayor discreción metía mis ojos por puertas y ventanas.

Al aproximarse la noche, aparecían en la misma calle los borrachos en una pulpería diminuta más pequeña que ellos; sus sombras no cabían y por eso se echaban sobre la mancha rectangular de oro amarillo que alfombraba la acera. Los borrachos gesticulaban, lanzaban gritos, y parecía que iban a pelear, y a veces peleaban; entonces desde alguna esquina acudía un gendarme vestido de azul que tocaba un pito, a cuyo sonido característico llegaban, no sólo otros policías, sino también los curiosos.

El conflicto lejos de apaciguarse cobraba mayor fuerza con la llegada de los gendarmes y con la presencia del público. Los ebrios luchaban con los guardias que se veían obligados a reducirlos con esposas y a llevarlos por las calles batallando con ellos y al mismo tiempo sosteniéndolos. ¡Qué difícil era para un policía ganarse la vida en 1926! Los jóvenes de familias conocidas, a veces les pegaban, y, cuando iban a la cárcel, lograban salir inmediatamente porque su padre era familia del Ministro de Seguridad, o de otro ministro que, a su vez, era amigo de éste. Pero cuando la gente humilde peleaba entre sí, como les gusta a los demagogos, indefectiblemente iba a parar a la cárcel.

Con el cambio de presidente, los policías regresaban a sus pueblos minados por las enfermedades venéreas, a tratar de incorporarse otra vez al ritmo agrícola de las cogidas de café, de la siembra del maíz o de la caña, o a enyugar los bueyes para llevar sus carretas por los caminos pedregosos que atraviesan la montaña.

Cuando los gendarmes se llevaban a los ebrios, el público se ponía de parte de los borrachos y silbaba a la policía y le gritaba denuestos. Como muchos de los que se embriagaban vivían en el mismo barrio en donde estaba la pulpería, con frecuencia los familiares participaban en la contienda. Vi a una anciana de negro, débil y pequeña que lloraba detrás de su hijo, un hombre fuerte arrastrado por la policía. Al llegar, relataba en mi casa lo que había visto; mi madre me reprendía diciendo que ese era un espectáculo inmoral que los niños no debían presenciar. Yo sufría mirando los motines de la pulpería, y escuchaba el sonido de mi corazón; sin embargo, una sádica curiosidad más fuerte que el dolor me retenía frente a aquellos espectáculos.

 

La calle resultaba sórdida a cualquier hora del día: por un lado la pared infinita y por el otro las casas con olor a moho. Pero al llegar la noche, en las habitaciones débilmente alumbradas, se encendían algunas lámparas verdes, o rojas, que a mí me parecían de un gusto fantástico.

Eran casi las seis de la tarde, la hora en que mi abuela afanosamente me buscaba en el potrero o en la vecindad, y se servía la comida. Yo pensaba en eso al caminar por la calle de las putas. Pasar por esa hilera de ventanas alineadas a la misma altura, era como recorrer una exposición pictórica: unas mujeres se embadurnaban de blanco la cara y se pintaban de rojo los pómulos y se hacían una línea negra alrededor de los ojos, si bien esto venía desde la bella Nefertiti. Las prostitutas se valían de estos recursos que las hicieron precursoras del maquillaje moderno que emplean hoy las mujeres virtuosas. Sin embargo, su analfabetismo se delataba en la manera absurda de realzar sus caras aplastadas con el expresionismo de las máscaras.

Algunas tenían la piel oscura y parecían de Guanacaste, casi todas se apoyaban en el alféizar de la ventana; era la posición más cómoda para esperar y exhibir al mismo tiempo el preludio de sus senos, sobre todo para las personas grandes que pasaban a mayor altura que yo. Algunas se situaban en la puerta para mostrar otras protuberancias que también se cotizaban.

No era la primera vez que pasaba a aquella hora, caminaba con el bulto, traía los dedos manchados de tinta y las rodillas heridas. Tal vez por eso iba un poco abstraído cuando me llamó una de estas mujeres; me preguntó mi nombre, mi edad y la escuela en que estudiaba, y luego me hizo pasar adelante. Entré temblando y me senté en la silla que ella misma me indicó y que además era la única. Casi enseguida me levanté para irme. Ella me dijo que podía volver cuando quisiera y me besó para despedirse. Sentí que un perfume extraño y pegajoso se volcaba sobre mí. La mujer era voluminosa y la tela de su vestido muy delgada, entonces me pareció vieja, ahora sé que era joven. Todo se separaba y se fundía en un abultado ritmo, en aquella mujer gigantesca como las figuras que pintó Picasso en la época neoclásica. Al mismo tiempo observé el hueco de una puerta, oculta a medias por una cortina de tela roja que parecía hecha del mismo material del vestido de la mujer. Vi en un rincón, sobre una mesita de patas curvas, un pichel con una palangana, y encima, sobre la pared, el retrato de don Ricardo Jiménez, candidato entonces a la presidencia de la República. Salí de aquel tugurio que tenía el suelo hecho de tablas anchas mal ajustadas, y en la prisa olvidé el bulto y me vi obligado a devolverme para recogerlo.

Desde entonces abandoné aquella ruta donde al mediodía sonaba el aserradero como una cigarra en el verano.

 

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