Francisco en Costa Rica



En el Liceo

En el liceo corríamos por los patios y los corredores como "salvajes". Así nos llamaban algunos profesores, denominación que aceptábamos con beneplácito. El director era entonces don Fidel Tristán. Caminaba lentamente; sin embargo, aparecía en todos los lugares. Por ejemplo, se presentó un día en medio del fragor de una lucha en la cual el elemento era el agua. Embriagados por el combate, no reparamos en la figura de don Fidel que había surgido en el momento en que el motín de cristal estaba en lo mejor. Unos huyeron, otros nos quedamos paralizados. Don Fidel no hizo ninguna alusión a nuestra reyerta, y simplemente nos reconvino porque dejábamos los tubos abiertos.

Don Fidel no hacía discursos; decía cosas simples como "lo que vale la pena de hacer, hay que hacerlo bien hecho." Esto lo repetía en diferentes oportunidades martillando con tenacidad sobre nuestra indiferencia. Estas palabras que entonces me sonaban vacías, fueron filtrándose en mí y me formaron. Años más tarde me descubrí haciendo las cosas como hubiera querido don Fidel que se hicieran.

Nos reunía en el patio del Liceo todas las mañanas para que hiciéramos ejercicios de respiración, varías décadas antes que la disciplina yoga se pusiera en moda. Desgraciadamente coincidió esta gimnasia respiratoria con mi iniciación en el fumado, cuando le robaba a mi abuela los cigarrillos que ella misma hacía y perfumaba con vainilla. Estaban guardados en una gaveta; sobre la cómoda el león de San Jerónimo me veía con ojos inquietantes en el proceso de la substracción, mientras el santo llagado miraba al cielo con sus ojos de vidrio en el globo de cristal que lo aprisionaba, y defendía. Entonces fumaba más de lo que respiraba, como me sucede ahora que escribo. Sin embargo, durante los ejercicios en el patio, respirar era una voluptuosidad, era un preludio del oxígeno de las vacaciones.

Nunca se hizo para mí tanta luz sobre la luz como en aquellas explicaciones lógicas y certeras que acompañaba con sus propios dibujos. Hubo momentos en que la Física se transformaba en poesía en el capítulo de la óptica. Probablemente él amaba la poesía con secreto pudor, la hacía nacer sin proponérselo, con sólo desnudar los fenómenos y presentar la esencia diáfana de los hechos. A través de sus lecciones reafirmé mi vocación por la pintura.

Don Fidel era mi vecino; le veía ir o venir a pie desde el Liceo y atravesar la calle en dirección de su casa con el torso muy recto y las manos cogidas por de tras. Era alto, tenía anchos los hombros y el rostro sonrosado. Una vez que venía yo en su misma dirección, me detuvo. Temblé al menos en mi interior, mi conciencia no estaba tranquila, y en esos breves momentos, pasó por mi mente con velocidad una ráfaga de pensamientos intranquilizadores: ¿me habría visto copiando durante algún examen; empujando a alguno de mis compañeros en el zaguán de una casa vecina, o habría sabido las ocasiones en que había cambiado el colegio por los ríos? ¡Pero no! Don Fidel no se refirió a esto. Simplemente me invitó a su casa.

Don Fidel hablaba poco, economizaba el estímulo, pero, lo hacía llegar siempre en el momento oportuno. Parecía que no veía muchas cosas ni reparaba en uno, pero bajo aquella aparente indiferencia había un corazón cálido para interesarse por sus alumnos.

En los recuerdos de infancia del escritor y naturalista inglés Guillermo Enrique Hudson, menciona éste a un pastor protestante que vivía en las pampas y era poseedor de una admirable colección de pájaros. Hudson iba a visitarlo con su familia y aquel niño que más adelante iba a escribir el libro más completo sobre los pájaros de la Argentina, pasaba horas extasiado en la contemplación de las aves. Nunca el pastor protestante le dirigió la palabra y parecía no advertir su presencia. Pero cuando se fue del país para regresar a Inglaterra, le dejó al niño Hudson su preciosa colección de pájaros. Cuando leí esto, pensé inmediatamente en don Fidel Tristán, quien guardaba detrás de su fisonomía severa un gran fondo de ternura, y sabía perdonarme una serie de cosas porque yo dibujaba.

Entré a la casa del director de mi colegio; su cuarto de trabajo se asemejaba al estudio de un pintor, con su caballete, su colección de objetos indígenas, sus pinturas, sus fotografías de volcanes, sus libros y sus papeles en donde acumulaba notas, observaciones y estudios. Toda la capacidad de trabajo del antiguo director del Museo Nacional estaba volcada en aquellos escritos de los que casi nada se conoce. Don Fidel se movía dentro de su cuarto de trabajo; sus ojos claros, pequeños e inteligentes chispeaban detrás de los cristales de sus anteojos, enseñándome algunos de sus cuadros. Recuerdo el nombre de uno de ellos, La hora del cuyeo. Era la forma indirecta en que un naturalista se refería al atardecer, y meses más tarde, por las montañas de Dota, en aquellos instantes en que no se sabe si es de día o de noche, el caballo al avanzar, hacía saltar del suelo un pájaro que lanzaba un grito onomatopéyico. Encontré entonces el sentido del nombre de su cuadro y del cuadro mismo. En aquella edad creía que los sabios no eran románticos, pero don Fidel amaba la naturaleza más allá de la objetividad de su imperativo científico; la amaba, acariciando con los pinceles el trémulo paso de la luz que interpretaba aplicando una técnica realista.

En el primer año del Liceo hallé la alegría de escaparme del colegio. El cielo, el aire, los gritos estaban racionados en aquel edificio de piedra, pero fuera, al traspasar el arrabal, se acababan las inhibiciones, íbamos en grupos porque escaparse solo es triste: necesitábamos el contagio de la evasión en conjunto y lanzábamos gritos de júbilo cuando la masa gris de la arquitectura del colegio desaparecía detrás de los árboles, y la montaña se ofrecía desnuda en sus azules.

Siempre tenía razones para huir; si no había estudiado la lección, si había llegado tarde, si el día estaba lleno de sol o dulcemente gris, todo era suficiente motivo para cambiar el aula por los potreros y los ríos. Continuábamos la tradición de Magón, como me di cuenta más tarde, tradición que probablemente murió con nosotros que no conocimos las elegantes piscinas.

El cielo que se contemplaba a través de la ventana enrejada del aula, se entregaba ahora entero, volcándose sobre el río y viajando con sus nubes. Al hundirme en el agua, sentía que iba sumergiéndome en el cielo. Aquellos baños de azul y de espuma entre piedras y remansos oscuros me compensaban ampliamente de las malas calificaciones. Durante el regreso me sentía culpable, aunque me consolaba pensando que ésta sería. La última vez. Pero a la semana siguiente, cuando recordaba el rostro de algunos de mis profesores y sus lecciones, prefería volver a gritar bajo los árboles, meterme en las cuevas de los murciélagos y herir el tronco de los plátanos para beber su savia aplicando mis Inbios sedientos a su herida. Robar frutas era el deporte complementario del baño, y sus peligros, el incentivo más fuerte. Las frutas, pensaba entonces, se hicieron para los muchachos como también las malas notas. Estaba convencido de la afinidad entre nosotros y los árboles; ellos nos entendían y nos esperaban, cargados de viento, de cantos y de fruta, y se estremecían en callada alegría cuando subíamos a despojarlos de su carga perfumada, aunque a veces desgajábamos sus ramas. Subíamos a ellos para acércanos al cielo y saltar entre el follaje. Las ramas se doblaban y nos depositaban blandamente en el césped. No fue ninguna sorpresa cuando don Ramiro Aguilar nos explicó que el hombre venía del mono. Yo comprendía aquel atavismo cuando estaba en los árboles, y estaba allí seguramente por eso. Además, ¿qué falta me hacía la cola prensil? Hubiera saltado con aquella suavidad elástica de los monos que parecían obedecer al ritmo oculto que fluye por sus miembros. Lamentaba ser víctima de aquella evolución tan vanagloriada. También me hubiera gustado ser caballo, para repicar mis cascos por los potreros, dormir bajo las estrellas y competir con el viento; o venado de patas finas, hocico húmedo y ojos de mujer, aunque muriera herido a la orilla del agua mezclando mi sangre con la de la tarde. Pero estaba destinado a ser hombre.

Para mí el paraíso estaba en el campo y en los ríos, y el infierno en las lecciones de matemáticas y castellano. No deseaba el paraíso celestial cuyo precio es no mentir y amar al prójimo, pero no a su mujer. Me bastó crecer para darme cuenta de que es ilícito amar a la mujer del prójimo. Así fui enamorándome de mis vecinas sonrosadas que cantaban en las iglesias, y celebré su belleza con sonetos que echaba g la canasta de la basura a medida que las sustituía. Todo pasaba en mi imaginación y mis pecados eran platónicos.

Deseba volver al paraíso terrenal para repetir el ciclo de Adán. Porque después de cierto tiempo, surgiría Eva entre los árboles, una Eva sin dueño, como los animales salvajes; además, sin madre, hermanos ni marido; una Eva encontrada en el jardín, que sería la puerta por medio de la cual saldría otra vez al mundo a envejecer, tener hijos para enviarlos al Liceo de Costa Rica.

Había hallado en los ríos, los árboles y los pájaros Una gran cantidad de paraíso. Envidiaba el vuelo de las aves y en las noches, durante el sueño, me remontaba en los aires a extrañas regiones de colores tétricos y aguas inmensas. Cuando me gozaba en mi poder, sonaba la voz del despertador seguida de la de mis familiares, mientras caía herido por sus voces sin alas y sin vuelo, para volver a otra realidad: la del colegio.

Cuando el profesor de Ciencias Naturales nos mostró en una lámina el Ave del Paraíso, me pareció una verdad a medias, el nombre era demasiado exclusivo. Todas las aves son del paraíso, y si alguna por su belleza alcanzaba a ser el prototipo, era el colibrí:

Joya alada, voz pintada,
lira de pluma animada,
y ramillete cantor.

Este pájaro es un milagro viviente de los que no agotan su belleza con el disfrute repetido de su aparición, sino que la acrecientan. Hoy, lejos del mundo mágico de mi infancia, sigo pensando que este helicóptero veloz, este "átomo volador", es un ave que emigró del paraíso con el pájaro carpintero que tiene el pecho en llamas, con los vegetales tucanes de tristeza ridícula y conmovedora, con el búho por cuyos quietos ojos mira Minerva, y los humildes gorriones que se alimentan de perlas de agua. Tengo predilección por el arte precolombino de Costa Rica al encerrar en las formas de sus pájaros de barro, el sonido de la selva; pero el colibrí de los orfebres indígenas, es un ave estilizada por e! arte que vive entre una flora seca de metal resplandeciente. Prefiero la joya viva que nace en el crisol de la naturaleza.

Cuando vi los cuadros de los primitivos y los libros iluminados de la Edad Media, verifiqué lo que en mí era una convicción poética: las flores, y las flores animadas de los pájaros, habitaban el paraíso de los pintores que seguían siendo niños.


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