Francisco en Costa Rica




Conocí a Lillian Edwards

Conocí a Lillian Edwards, cuando salía con mis compañeros en la noche a deambular por la ciudad; no podíamos ir a los cines, y tratábamos de encontrar alguna forma de divertirnos. Por ejemplo, había un relojero que trabajaba todas las noches en una casa Vieja frente a una gran ventana que daba a la calle. Fue un gran descubrimiento; mi amigo y yo nos situábamos allí para observarlo con la lente que sostenía en el Ojo, rodeado de extraños aparatos y viejos relojes en donde el tiempo estaba detenido. Admirábamos a aquel hombre orientándose dentro del caos de ruedas dentadas, resortes y pequeñas piezas iluminadas por una lámpara clara que resplandecía en su calvicie santificada por el trabajo.

Probablemente el relojero —y esto lo pienso ahora— sentía agrado en que lo contempláramos. Empezamos a ser amigos; a veces dirigía su mirada sin lente hasta nosotros que nos sentíamos traspasados por aquel ojo. Íbamos con regularidad; no podíamos acostarnos sin hacerle una rápida visita. Estoy seguro que él nos esperaba y hubiera lamentado nuestra ausencia. Tal vez presentía en nosotros la vocación de los que ponen en marcha los relojes, los grandes relojes de solemnes péndulos de bronce que dicen la hora fatal como en los cuentos de Poe, o los diminu¬tos relojes cuyo latido carcome el silencio y también nos acercan a la muerte. En una de esas visitas habituales hechas a través del cristal de la ventana, nos reíamos cuando con su ojo de cíclope nos atravesó. El hombre se puso de pie enfurecido. Descubrimos entonces otro matiz cruel de nuestras diversiones. El hombre se levantó colérico y nos persiguió con sus años encima.

Lo vi la última vez cuando mi compañero tropezó en su carrera con el policía. En 1920 vestían de azul y eran campesinos puros y analfabetos. El policía lo recibió sujetándolo por los brazos. En aquella época nuestros padres nos pegaban para demostrarnos su amor; el relojero hizo las veces de padre con Ramón y lo golpeó con saña. En la distancia contemplaba jadeante el dramático epílogo de la amistad con el relojero.

Iba con Ramón a la Iglesia metodista cuando se iluminaba con luces y cánticos. Llegábamos a reír de la tontería de las cosas serias: todo despertaba en nosotros la risa; la llevábamos dentro como los diablos que llevan cascabeles en la cola, y nos movíamos en la puerta desplazando en la luz nuestras siluetas móviles. Al fin nos invitaron a entrar y nos pusieron en las manos unos libros de pasta dura y roja para que cantáramos. Al fondo se vía el Pastor vestido de negro; era alto y fuerte como un leñador y parecía tallado en quebracho rojo. Me extrañó que las palabras que descargaba con sus puños, estuvieran exentas del dolor y la tristeza que configuraban los sermones de los sacerdotes que desde el pulpito hacían llorar a mi madre. Jesús era para él una fuente de optimismo que trascendía en sus palabras, en sus gestos, y en la sonrisa que cruzaba su cara. Allá en el fondo, la hija del Pastor, Lillian Edwards, levantaba la invisible música que se llevaba nuestras canciones. Para explicarme la finura de su belleza pensé en sus huesos tallados en marfil. La imagen de Lillian Edwards desterró mi risa y puso en mi corazón de adolescente una alegría triste. Con mis ojos dibujaba su perfil como si fuera un lápiz, un lápiz que fluía recreando aquello que la luz ardiente disolvía. El amor profano se iba volviendo sagrado e identificaba en aquel recinto sin imágenes a Lillian Edwards con la virgen dorada de las catedrales; a ella se dirigían mis plegarias, no las de los cantos monótonos y mecánicos, sino los que pronunciaba mi corazón en el secreto de mi sangre.

Mis amigas más tarde fueron generalmente melómanas eruditas en sonidos. Julieta, por ejemplo, me invitó para que la escuchara cantar. Me mostró los, programas de sus recitales en Santiago, en Montevideo y también en Buenos Aires, en donde estábamos. Llegué arrastrado por su insistencia aunque le había dicho que amaba la música, pero que padecía de una innata incapacidad para juzgarla y que, por lo tanto, mi criterio carecía de valor. No me creyó o supuso que mis palabras nacían de una exagerada modestia, Le dije esa tarde que me gustaban los spirituals y como habíamos estado hablando del folklore, la madre de Julieta sirvió en vasos ambarinos un licor del Norte. Después de probarlo desaparecieron mis preocupaciones y hasta creí saber algo de música; opiné con propiedad sobre cosas absurdas y me dejé desliza,-en aquel río de canciones: lieds, barcarolas y cantos hebreos de la Edad Media. En los intervalos bebía el licor ambarino y me sentía obligado a hacer algunos comentarios. Aquellas canciones me llevaron a otros mundos inclusive al mundo de Lillian Edwards. Recuerdo que entonces me limpiaba con regularidad los zapatos y me peinaba cuidadosamente; mi madre se daba cuenta de que el amor había aparecido en alguna parte.

Ramón me abandonó y me quedé solo mirando a Lillian Edwards. Fui invitado a las reuniones dominicales en donde la vi de cerca, conocí su voz, descubrí el color de sus miradas al colocarlas sobre las mías y su risa que estaba en sus ojos como en la Gioconda. Lillian Edwards como la cantante que tenía enfrente era también la Gioconda. Yo interrumpía mis evocaciones para decirle a Julieta algo estimulante y volvía a sumergirme en mi pasado. La timidez me había hecho sufrir en mi adolescencia y no me abandonaba. Si antes hubiera conocido este licor argentino, todo hubiera sido diferente, pensaba, mientras Julieta con su mirada oscura se volvía majestuosa di lado de su propia voz. El Pastor fue trasladado a Meridian, Mississippi. Transcribo aquí un poema que tiempo atrás le escribí:

Hoy recuerdo los versos que te hacía, Lilliam Edwards.
Te fuiste un día, con tu violín y tus cabellos
y tu figura dorada
para el Sur de los Estados Unidos.
Yo te escribía muchas cartas que iban por los vapores
remontando aquel río
cuyas riberas están florecidas por el canto de los negros.
Yo comencé a quererte cuando salía de la infancia
y tocabas el órgano,
mientras tu padre, un Pastor metodista
nos hablaba de Dios.
Yo te recuerdo, Lillian Edwards,
porque de todas las tempestades
no conservo una carta, ni un retrato,
sino tu claro recuerdo que el tiempo ha dibujado
con el oro marchito de todos los ponientes.
Eres una mujer que casi no ha existido,
y no hubo entre nosotros el contacto de un beso.
Por eso, Lillian Edwards, eres eternamente joven,
y no envejeces nunca, como las obras de arte.
Yo sé que te he perdido, pero estás en el viento,
en el grito de las locomotoras y el dolor de los trenes
y en todas las canciones de amor que sigo oyendo.

Yo le escribía y ella me contestaba con cartas donde aludía a las reuniones dominicales. Deseaba irme para Meridian, Mississippi y evocaba la figura blonda do Lillian Edwards disuelta en la luz de las mañanas do los domingos, cuando todo era de oro y las horas celestes y olorosas a aguas y a flores.


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