Francisco en Costa Rica



Fue también por aquellos días

Fue también por aquellos días cuando con una cuchilla comencé a hacer grabados en madera, todo para ilustrar mis propios poemas que don Joaquín García Monge publicada en el Repertorio Americano. Amaba la madera. En mi infancia tallé el café para hacer flechas; parecía que el esqueleto del arbusto estuviera hecho de un material pálido y consistente que se vestía con la blanda corteza de su carne. Los trompos de mi infancia que compraba en las pulperías estaban hechos de una madera blanca y barata y los pintaban con líneas azules, pero había otros pequeños y pesados de maderas duras como el guayacán, el ron-ron o el cocobolo que carecían de pintura, porque iban vestidos con el lustre de su madera pulimentada, y lanzaban reflejos al girar en el suelo o sobre la palma de la mano.

Los tableros de madera de las mesas en que hacía las tareas de la escuela, me hacían abandonar mis estudios y soñar siguiendo la hidrografía de sus vetas infinitas. Recorrí aquellas líneas sinuosas como corrientes detenidas que aún dentro de su estatismo seguían circulando. Tuve pedazos de madera de guayacán y de cocobolo encendido que pulí y se volvieron materiales preciosos al intensificar el acento de su color y resplandecer su dureza que descubría especialmente por el tacto. Semejaba una madera fósil engrasada provista de una capa vítrea bajo la cual las vetas volvían a recordar la materia orgánica.

Más tarde, cuando grabé la madera, volví a entrar en contacto con esta materia de la selva que hoy tratan de sustituir con productos sintéticos. Algunos fragmentos dejaban salir su aroma al ser heridos y llegué a la erudición de los bosques acumulando pedazos de café pálido, de naranjo amarillo, del nazareno teñido con su propia púrpura, del manú castaño, de la azafranada mora, del ron-ron pesado y rojizo, del guapinol, del carey y de tantas otras maderas que sigo descubriendo. Todas ellas aceptan con la lealtad de su dureza las incisiones del acero.

Todavía sigo acariciando los trozos do madera que a veces no grabo, y con la mano froto la superficie y contemplo el destello que la luz les arranca; los dejo a veces sin tallar, porque ninguno de mis grabados supera la belleza y el misterio de sus texturas.

Hubiera querido ser escultor para alimentar mis formas con el tronco de los árboles y las canteras minerales que buscan expresión. No simpatizo con los materiales nuevos, aunque me gusta el metal castigado por el ácido y los golpes. No sé si, en el fondo, este amor por la estatuaria obedece más bien a razones poéticas, y pienso que gran parte de ¡a poesía que exhala la escultura está en la materia que el tiempo empezó a tallar, que el mar arroja y los ríos esculpen para entregarla ya hecha y sin firma como las grandes obras anónimas. A veces la dan sólo abocetada, y es la imaginación del escultor, ávido de comprender la materia, quien encuentra la obra empezada desde siglos, y la salva del olvido para continuar viviendo en las formas que la naturaleza dejó sin terminar.

Me di cuenta de esto al contemplar las esculturas de Juan Manuel Sánchez, donde la obra sigue siendo rama de árbol y tronco. El costado del Cristo herido está hecho con la colaboración de un pájaro carpintero. Sánchez y Francisco Zúñiga descubrían en aquellos años lo indígena, las esculturas empezaron a hablarles; y ellos estuvieron en capacidad de escuchar lo que éstas venían diciendo desde el fondo de los siglos.

Juan Manuel convierte la materia en forma, como dice Aristóteles que hace el artista, al mismo tiempo que aprovecha las piedras pulimentadas por el agua o la violencia de las rocas erosionadas. Su amor a estos materiales puros que se encuentran en las montañas y los ríos, la piedra y la madera, le viene a Sánchez de su ancestro indígena; así lo reconocía él mientras me mostraba sus esculturas y arrancaba al mismo tiempo pedacitos de piedra que se comía:

—Soy un litófago y voy a vivir poco.

Sin embargo, la piedra debe ser un magnífico alimento, porque han transcurrido treinta años después de eso.

Su sangre indígena y su sensibilidad lo han llevado a coleccionar objetos de arte precolombino y a arrancar al barro de las ocarinas el sonido del viento y de los pájaros. Pero también tiene un violín europeo donde solía llorar sus amores imposibles.

Conocí a Sánchez cuando recorría a pies tres kilómetros para mirar la ventana iluminada de Rosarillo. Más tarde lo acompañé a ver la "doncella de Sión", una israelita que vendía broches, collares y brazaletes en una bisutería situada cerca de un teatro del arrabal. Juan Manuel observaba los ojos claros de la vendedora, al mismo tiempo que el vidrio de color de las joyas, como si estuviera comparándolos, y deslizaba con recato frases amables. Pero su confesión de amor elocuente y sin palabras, era el acto de comprar baratijas que no necesitaba. Regresamos bajo la lluvia; Juan Manuel iba abstraído soñando con la joven israelita rodeada de objetos coruscantes, pero eso no le impidió dar un salto al pasar frente a una casa que estaban derrumbando. Se volvió para observar los pedazos de ladrillo que caían desde lo alto, y haciendo un prudente viraje, exclamó:

—¡Si al menos muriera uno aplastado por un capitel corintio!

Cerca de la casa Juan Rafael Chacón y Francisco Zúñiga se encontraban detenidos por la lluvia. Ensimismados miraban el agua empozada de la calle, en la misma actitud que los zopilotes alineados en los techos del frente.

Juan Manuel sugirió "guarecernos" en la pulpería: según él "tomar guaro". Las luces se encendían a las cinco de la tarde: eran unos bombillos tristes velados por el agua; el interior de la taquilla era reconfortante; se oían las voces de los obreros que tomaban el aperitivo, y se veían los licores alineados en los estantes.

Juan Manuel se acercó al mostrador, y con la generosidad que lo caracteriza, dijo:

"Sírvanse todo lo que gusten". Luego, en un aparte, agregó sotto voce, "eso sí, siempre dentro de la mayor economía".

 

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