Francisco en Costa Rica



Yo iba a los parques

Yo iba a los parques a dibujar: al Central, al Morazán, al de La Merced. El parque vivía su propio ritmo; muy temprano aparecía habitado por los que pernoctaban allí y se desayunaban con el canto de los pájaros. Más tarde comenzaban a llegar las niñeras o los niños con sus madres, y el parque sonreía y se llenaba de voces. A veces estaba desierto y se animaba esporádicamente por los grupos de escolares que pasaban parloteando, mientras en el cielo cruzaban bandadas verdes de pericos haciendo un escándalo similar. En la tarde se recogía en sí mismo y so veían gentes mirando el atardecer o solamente sintiéndolo.

Iba al parque para estar solo y no a conversar, pero a veces me sucedía lo contrario; conocí a un viejo maestro pensionado que llegaba todas las mañanas.

Don Crisanto no figura en ninguna antología de ninguna cosa, pero tuvo preocupaciones filosóficas y literarias, y el pito de la locomotora que iba para el Atlántico, despertaba sus recuerdos con su aullido.

Don Crisanto era una de las pocas personas que se ocupaban del diablo.

—El diablo —le dije una vez— es un personaje pintoresco que le ha dado color a la literatura.

—El diablo —me contestó él— se introdujo en el poético aburrimiento del Paraíso, para abrir los ojos de los primeros padres a las maravillas de la carne de la que estaban hechos. Para que reconocieran la presencia del espíritu que se manifiesta en la tensión y la angustia.

Al traspasar Adán y Eva el umbral del Paraíso comenzaron a envejecer, y sus minutos hechos de dolor se disolvían en el cauce de la eternidad. En la danza de la muerte, coloca Holbein por primera vez el reloj de arena en el grabado en donde ellos comienzan a habitar la tierra.

Dios creó el diablo para convencerse de su propia potencia. No se logra saber lo que uno puede, mientras no se tiene un enemigo.

Mire usted a ese anciano que pasa, es un prestamista; pero ignora que él es el diablo. En cambio, hay otros que lo son, lo saben y quieren serlo. En mis treinta años de maestro he llegado a la certidumbre de que hay gentes a quienes todo lo que aprenden sólo les sirve para ser malos; toman muy en serio que conocer es pecar y que por medio del pecado se llega al conocimiento. Yo veía a mis pequeños alumnos, y adivinaba a los pocos meses, quiénes, al crecer, iban a matar a su hermano Abel. También me interesa el diablo del folklore y de la literatura, porque no deja de ser interesante averiguar cómo lo ven unos o se lo imaginan los otros.

Entonces —pregunté a don Crisanto— ¿Cree usted que el diablo existe tal como lo pintan?

—Conocer las descripciones del diablo— me contestó don Crisanto— ayuda a verlo. Para mí siempre es cojo; cojea como si arrastrara una cadena perpetua atada a uno de los tobillos. En cierta ocasión me encontré con alguien que hubiera podido ser el diablo.

En el pueblo donde era director de la escuela iba con frecuencia a un puente donde permanecía ratos largos. Uno de esos días en que el agua del río arrastraba una luz rojiza, rompí la quietud de la tarde lanzando una piedra en el río. Cayó rodeándose de círculos y al aquietarse la superficie, el agua volvió a reflejar mi rostro. Todavía temblaba en el agua mi retrato cuando vi en el río otra cara junto a la mía con un sombrero y una barba afilada. En el agua, sus ojos eran dos huecos de sombra. Al volverme para mirar aquel rostro directamente, el desconocido me saludó. Parecía no tener edad; observé su esqueleto alto levantarse de la baranda con elegancia de aparición; su vestido negro tenía la pátina de los trajes muy usados, pero era resplandeciente de puro gastado, y su piel tostada lucía el tono del cobre con que la tarde pintaba en aquel momento las cosas.

—El señor se divierte lanzando piedras en el río —me dijo— con una sonrisa que quería ser amable, pero que goteaba veneno por las comisuras de los labios.

—Sí —contesté— he vuelto a la infancia y eso me agrada.

—Debe ser un placer volver a la infancia, pero yo nací grande, me dijo el hombre de sombrero negro.

Guardé silencio. No me pareció bien que mi interlocutor empezara su conversación con aquella broma. El cogió un guijarro del camino y lo lanzó en el agua; éste penetró la carne del río produciendo un chasquido y ningún círculo anunció su desaparición en el fondo.

—Usted —le dije— aunque nunca ha sido niño, tiene una técnica muy particular para evadir las leyes físicas y ... la poesía.

—No me cuesta evadir la poesía —me contestó— porque sin niñez, usted bien lo sabe, no existe la poesía. Respecto a la Física, me tiene sin cuidado, y no se preocupe por demostrarme sus leyes, porque las conozco tan bien como ellas me conocen a mí.

—Bien, señor alquimista —me atreví a decirle— los fenómenos físicos fatalmente se cumplen, y el lanzar guijarros que no producen círculos concéntricos, es un simple truco.

—¡Vaya un descreimiento! —exclamó el desco¬nocido.

Le pregunté por su nombre, y me dijo:

—Me llamo Sebastián a secas —e inmediata¬mente— soy del país a donde llego, pero si usted tiene interés y paciencia, podría darle más de mil nombres diferentes.

—Sería muy largo, me bastaría con media docena, dije para prolongar aquella chanza.

—En Grecia me llamaba Zeus, Bel o Marduk en Babilonia, Genghis Khan en China, y en Europa Belcebú, Satán y Mefistófeles.

—Entonces, ¿se empeña en ser el diablo?

—Exactamente, pero no insisto en ninguna cosa; simplemente trato de satisfacer su curiosidad, muy natural por cierto.

—Me alegra haberlo conocido —le dije— y aunque me gusta estar en los puentes, ha llegado la hora de despedirme.

—Pero aquel hombre estaba empeñado en prolongar la conversación.

—Dudo —me dijo con vivacidad— que usted ame más los puentes que yo. Seguramente usted sabe que existen muchos puentes hechos por el diablo y que llevan mi nombre. Así como en la Edad Media los monjes pontinos se dedicaban a eso, yo también en genial competencia de ingeniería, construí puentes audaces en los lugares más peligrosos. Además, me gustan los espectáculos que allí se suceden; en Hokaido me divertí largamente mirando suicidarse a los amantes en una época en que esta forma del amor desesperado estuvo de moda en el Japón. Fue un poeta del país el responsable —Félix culpa— exaltó la primavera, lo gratis de la muerte, la belleza del paisaje, y la poesía del agua de la cual usted tanto disfruta.

—Sentí un vértigo leve con las palabras de aquel charlatán, y me separé de la baranda del puente.

—Su conversación es muy instructiva —le dije— pero tengo una invitación a comer.

—En ese caso, lo acompañaré hasta el pueblo —dijo— y se fue caminando a mi lado.

El pueblo estaba lleno de ladridos de perros y de estrellas y del oro rectangular de las ventanas y las puertas, y se escuchaban algunas radios desgañitadas que manchan con su escándalo la serenidad de la noche.

El diablo, o el que presumía serlo, rompió el silencio para decirme:

—Usted hace muy bien en caminar en silencio, oyendo la voz de este lugarejo en esta hora en que la vida nocturna comienza en la cama. Sé que usted escucha las letanías de los sapos y el silbido de! viento que al pasar entre los árboles suena como el mar.

Debiera respetar esa mística emoción por la naturaleza donde usted se halla sumergido, pero no resisto mi locuacidad, es uno de mis más graves defectos. Usted conoce este pueblo cuya somnolencia quiebra el alba con sus campanas. Existe aquí una vida nocturna más letal y tediosa que la música de los grillos y el vuelo de las luciérnagas. Si penetra usted por aquella puerta oirá el sonido mate de los palos de billar sobre las bolas de marfil, las verá deslizarse sobre el tapete verde hasta besar con un golpe seco y breve las otras, mientras alrededor de la mesa, entre el humo, los campesinos con sus palos observan embobados. En la misma pulpería, el maestro de escuela bebe aguardiente con el alcalde y dos personas más que se han acercado a saludarlos. Dentro de algunos instantes se van a exaltar al discutir, para luego ponerse unánimemente de acuerdo, y se amarán con e! amor de los borrachos para finalizar en una contienda que obligará a cerrar la pulpería. Hoy hay cine, que también los embrutece. Las familias conversan en la puerta con sus vecinos, hablan de las enfermedades de los viejos, las mujeres y los niños, y hasta el amor es triste; usted habrá observado a las mujeres desnutridas condenadas a una eterna preñez.

Sólo con una vida interior muy rica puede usted Soportar el ritmo de este acontecer pueblerino, y, además, no sé dónde podrá cenar, y aburrirse menos que comiendo solo.

A pesar de sus dotes, me tenía molesto la chachara de aquel hombre. Iba a contestarle, pero no lo encontré: se había hecho sombra.

No cambié de parque como acostumbraba. Con mi cuaderno para dibujar, buscaba a don Crisanto, quería saber más sobre aquel diálogo que había sostenido con el diablo. Lo hallé sentado viendo hacia San José desde donde se divisa la Iglesia de La Soledad, y, para volver al asunto, le dije:

—Veo, don Crisanto, que usted mira en la montaña el lugar en que se encontró con el diablo.

—No, exactamente, pero pensaba en usted y en mi cuento de ayer.

—Sólo deseo saber más —insistí.

—No puedo decirle más de lo que sé —como hacen los charlatanes— repuso don Crisanto. Sin embargo, hay algo en mi vida en donde el diablo también ha intervenido.

La mujer que uno va a amar seguramente está en las antípodas, pero hay otras más cerca. Ella vivía frente a la escuela, y entre su familia brillaba con luz propia. Era un milagro biológico. Sus hermanos se dieron cuenta de que yo prefería hablar con ella: la madre rezaba y cosía; el padre paseaba por el zaguán a grandes zancadas, llegaba a la puerta, veía el cielo, y se devolvía para interrumpir nuestros besos.

Acababa de conocer el amor. Cuando no estaba con Silvia, escribía versos, entre más sinceros, más malos, y los repetía en el viento, como una confesión que yo le hacía a la naturaleza indiferente.

Los senos de Silvia eran una marea rítmica y poderosa que se volcaba sobre mi pecho. La luna me acercaba a ella y ponía en ese amor toda ¡a pasión de mis diecinueve años. Hoy se tiene otras ideas sobre el amor. Ni aún se le llama así, se le está destruyendo y también la idea del pecado se borró. Todo eso equivale a derribar a hachazos el árbol del bien y del mal. Sigo siendo un provinciano; en un principio creí que en las ciudades estaba el diablo, pero he comprobado que, como Dios, está en todas partes.

Me iba a casar con Silvia; se lo había dicho a sus hermanos, para que ellos se lo dijeran a sus padres; se lo había dicho al viento, para que el viento se lo dijera a Dios, pero vino el diablo, que era la sombra del alcalde, estoy seguro de eso. Se arrastraba clavada en sus tobillos, se pegaba a las paredes de cal enlunada, era una capa untosa y negra bajo la cual se confundían el alcalde y Silvia.

Pensé matar al alcalde. Silvia estaba muerta para mí. Yo bebía en la cantina del pueblo donde bajo las lámparas el diablo se me aparecía como una sombra chinesca. Le tiré mi vaso, como Lutero su tinta, para que se riera más. Pensé luego, y descubrí en la burla de las miradas que el hombre estaba amasado con diablo.

Salí a caballo en la noche para otra población, y para otra escuela —nunca pude escapar de mi destino pedagógico—. El diablo iba conmigo, se lanzaba a los árboles para mecerse en sus ramas, se tiraba en el suelo como una capa negra para asustar mi caballo, se metía en los cementerios de los pueblos, y resurgía en las esquinas solitarias de las aldeas dormidas.

Pero después de todo, me dijo don Crisanto, todo es verdad hasta cierto punto. Creo que he sido víctima de mi propia exaltación, del alcohol de las pulperías, del dolor de mi primera frustración, y el diablo ya no sirve ni para asustar a los niños.

 

Cuando don Crisanto hubo terminado la historia de su huida, me preguntó si yo alguna vez había tenido que ver con el diablo.

—Nunca —le dije— está en los recuerdos de mi infancia, su presencia es tan fuerte como la de mis padres, pero entonces no distinguía muy bien entre el sueño y la vigilia, entre los días claros engastados en mis noches, y los otros, los que eran día en el día y estaban igualmente saturados de terrores.

Sí poseo una clara conciencia de mi huida sistemática de la realidad. En la escuela, de pronto desaparecía el tablero negro con números, y era reemplazado por el cielo de la ventana; me transformaba en un escultor de nubes; centauros que combatían en el azul, mujeres con cabelleras de mármol, y veleros, porque toda nube es un barco en el cielo del océano.

Me refugié eri la noche para huir del diurno positivismo de los días con su lógica implacable. Reanudaba mis sueños en la letal oscuridad, sobre la almohada limpia que olía a sol. Escondido en la sombra, en una tumba sin flores y sin tierra, vivía la vida atroz y paradisíaca de los vuelos en paisajes con luz de madrugada, donde todo era caos como en los primeros días del génesis. En los sueños conocí el vértigo; después lo he hallado sobre los puentes, en los volcanes, sobre los andamies y lo he experimentado en los ojos de las mujeres.

Voy a los cines a sumergirme en la multitud de rostros, y perder allí el sentido de mi nombre.

Huyo de las ciudades para ir a los pueblos con montañas y caminar por las plazas dormidas en el mediodía. Busco la tierra oscura que tiene forma de vientre y está arada y cae el ángelus en una lluvia de campanas. Paso frente a los cementerios agrestes, frente a las pulperías, cerca de las casas donde sala la luz a sentarse en los umbrales y hay calor humano en las voces. Cruzo sin entrar, estoy fuera de las casas; me alimento de migajas de claridad y de algún eco. Soy un prófugo acosado por mí y por los demás. Me casé, probablemente porque estaba huyendo y quería reposar sobre unos senos palpitantes, y continúo escapándome perseguido por una jauría invisible, pero no menos real.

Viajaré, porque me deslumbra el brillo de lo lejano, y no puedo quedarme encerrado en nada, ni en iglesias, ni en universidades, ni en filosofías, y tampoco en el amor. Pasaré de un país a otro, de una a otra ciudad, iré de hotel en hotel, como un perro hambriento que lleva a Dios en el corazón.

Recorro un camino que conduce a todas partes, quintaesencia de lo senderos que no se detienen, y siguen circulando bajo mis pasos. Salgo para entrar a las cantinas en donde duerme el aguardiente con su leche de ópalos, y el sabor del hierro caliente sumergido en el agua.

Me evadí por el camino del alcohol para encontrarme con gentes que huían de sus esposas, de sus jefes, de sus obligaciones, de sus compromisos, de sus enfermedades y de su obsesión, y de ellos mismos que eran también todo eso. El camino del alcohol me llevó a los lugares en donde sólo se pasa, en donde no somos admitidos. El alcohol es un pasaporte para bajar a un mundo semejante al de los sueños. El día todo lo cambia: "El sol infunde pudor, arrepentimiento; nadie puede pecar teniendo a la luz como testigo" —decía en el siglo IV Aurelio Prudencio.

Llegué en la noche a viviendas con pianos y mujeres que lloran, a sótanos con lámparas, a lugares donde los hombres se insultan. Aquellos sitios no existen durante el día; tampoco los he buscado bajo el sol. En la luz de la mañana los barrios de posadas y cánticos pertenecen a una ciudad perdida; es un sueño con charlatanes perversos, con ladrones pintorescos, con prostitutas pintarrajeadas reclinándose en sofás baratos, como odaliscas de Matisse, y de niños con hambre.

Allí conversé con viejas de senos exhaustos y ancianos de párpados delgados y sangre en las comisuras de los labios, con mujeres gordas y jóvenes y de buen humor que se acuestan maternalmente con los huéspedes.

Escapando tropecé con la idea de la muerte para continuar mi evasión, pero no en espíritu impalpable. Aspiro a ser polvo, sólo así se descansa; el que pisan los que vienen, el que esparce la brisa por los campos o el que asciende por el aire. Polvo inerte, "mas polvo enamorado" y aún así en ceniza y viento seguiré huyendo.

Don Crisanto se quedó observándome, como si me viera por primera vez y dijo:

—A mí me pasa lo mismo, y se volvió a mirar las montañas.


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