Francisco en Costa Rica



No volví a

No volví a ver más a don Crisanto, porque salí para Buenos Aires a deambular por las calles y a sentarme en los parques. En aquellos días había estado leyendo Atisbos, publicado en 1924. Era el primer libro de Eduardo Uribe. Conocía de vista al autor, pero ignoraba que iba a ser mi amigo en la capital bonaerense en donde me di cuenta de su pesimismo desesperado. Lo vi la última vez en Belgrano R. Allí fuimos vecinos. Me lo encontraba a veces esperando el tren que habría de conducirlo al centro de la ciudad. Ganaba su vida haciendo traducciones de obras literarias, que vertía del inglés al español. Esta segunda vez que nos encontramos en Buenos Aires, lo hallé más solitario y silencioso; estaba enfermo, y una de las manifestaciones de su dolencia consistía en la pérdida del equilibrio que a veces lo hacía tambalearse como un ebrio.

Uribe guardaba siempre una gran reserva, aun para la dirección de su residencia. Vivía entonces en la pensión de una princesa rusa. No era como las bellas princesas de los cuentos, o tal vez lo había sido. Era una mujer de edad madura, gorda y pequeña, que alisaba su cabello, mitad rubio y mitad canoso, sobre sienes de resplandeciente blancura, y vestía de negro con una gran sencillez, casi con pobreza.

Creo que a Uribe le gustaba vivir donde la princesa. Lo visité una noche fría. Por dentro, su habitación era de hielo. Las paredes estaban rodeadas por tablas que hacían las veces de mesa, y sobre ellas se alineaba, a intervalos regulares, una serie de libros inéditos, probablemente una docena. No había nada en las paredes, ni cuadros, ni fotografías, ni calendarios: sólo los muros grises, casi negros. La luz del único bombillo no alcanzaba a esclarecer la habitación, pero bastaba para revelar su desnudez. Observaba los libros en fila, lo único que podía mirarse. Uribe me evitó la pregunta.

—Son —me dijo— mis novelas. Es muy fácil escribir: basta llenar seis páginas diarias para tener al cabo de trescientos sesenta y cinco días cinco obras voluminosas. Como le he contado, estoy enfermo, el médico me exige acostarme recto y boca arriba sobre este lecho duro. Estoy aprendiendo a ser cadáver.

Con aquella luz, la conversación era como un sueño. No tuvimos oportunidad de hablar de los personajes de sus novelas archivados en las páginas de sus libros, ni de las situaciones, ni de la técnica novelística, pero pude darme cuenta por cosas que dijo: en su soledad, renovada cada noche, podía conversar con aquellos muñecos que había creado, y que al infundirles vida, se independizaban del autor y hasta lo combatían y por eso era interesante discutir con ellos.

Los diálogos de los personajes de sus novelas, eran las conversaciones que Eduardo Uribe sostenía consigo, y que su alma compleja necesitaba proyectar en otros seres que eran él mismo.

Yo escribía entonces algunas cosas que más bien podrían denominarse biografía o memorias, biografía de un desconocido que se llamaba Francisco, porque las biografías se crean, lo que no puede inventarse es la vida que las nutre.

—En lo poco que he escrito —le decía a Uribe— que no es ni cuento ni novela, he creado personajes para poder escribir cuando ellos hablan y actúan en mi lugar, sin las limitaciones que me ciñen y así también poder decir, como usted, mis cosas íntimas. Me identifico con mis personajes, generalmente seres vivos, que cambian liberándose, y después no puedo separar lo cierto de lo inventado. Es lo que me hubiera sucedido si las cosas truncas, se completaran viviéndolas. Es como si me desdoblara, y dormido me viera caminar hacia la realización de mi destino en las páginas de mi libro.

Uribe murió destrozado por el tren que pasaba por Belgrano R. Desde Costa Rica he pensado con frecuencia en las páginas que escribió Eduardo Uribe en la desolación de su cuarto, en la pensión de la princesa rusa, ahora que mis años, hechos capítulos de un libro que ilustra la tiniebla de la xilografía, guarda los fragmentos de la existencia a veces trágica de los seres que conocí por los caminos.


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