Francisco y los
caminos
BUENOS AIRES - 3
Participaba
también en el juego, un estudiante que robaba
y cuya doble vocación lo hacía trasnochar
siempre; usaba' anteojos negros para velar su mirada
y mantenía una cierta distancia, no fuera que
por osmosis averiguáramos quién era,
cosa que todos sabíamos.
Convivía con nosotros un ladrón
asociado con una mujer, quien —como supe más
tarde— no tenía interés en la
fidelidad de su compañera, aunque demostraba
lo contrario. La había visto recorrer la calle
Florida en las tardes, con aire señorial y
una alimentación insuficiente que al imprimirle
un toque de languidez, la favorecía. Era alta
y bien proporcionada, con los ojos claros y un pelo
castaño de reflejos dorados, y de tanto ensayar
el aire señorial, no lo abandonaba aún
al caminar por e! único corredor de la casa
con su bata de baño azul.
El adolescente de la pensión, era casi un niño,
de esos niños que todo lo saben porque los
obligaron a trabajar en la edad de los sueños,
y fue el que me enteró de quién era
quién. El hombre y la mujer habían sostenido
una conversación sobre si efectivamente los
pintores se morían de hambre o no, o si a veces
no pagaban la habitación; súbitamente
podían llegar a vender sus cuadros a precios
fabulosos, como Quinquella Martin el pintor de la
Boca. Nunca se podía saber exactamente su situación,
porque pasaban sin transiciones de mendigos a gente
rica y viceversa, en el momento más inesperado,
como sucede en las carreras del hipódromo.
Supe también por mi joven amigo de otra de
sus controversias en la cual, él mismo había
participado. Se discutía si la América
Central formaba parte de California, conclusión
a la que al fin llegaron los tres. En todo caso, para
ellos California seguía produciendo oro, y
para el hombre y la mujer, yo debería haber
traído algo de aquel precioso metal; además
recibía numerosas llamadas telefónicas
y me visitaba gente distinguida. Llegaron a la conclusión
de que yo podía ser importante. El ladrón,
que no tenía aspecto feroz, sino una palidez
blanduzca en la cara, me dijo en una ocasión
que su mujer tenía inclinaciones artísticas;
manifesté interés por sus habilidades,
pura cortesía de la que fui víctima.
Su afición al arte se limitaba a colorear unas
fotografías. |
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En una
de mis pasadas por aquel corredor húmedo, fui
invitado a entrar: la señora quería
hacerme una consulta sobre los colores y mostrarme
sus últimas creaciones. La señora alta
con reflejos de metales gastados, siempre señorial
aún sobre su silla coja, coloreaba las fotografías
envuelta en su bata de baño azul; el marido
a los pocos minutos se excusó por tener que
dejarnos. Ella hablaba al mismo tiempo que continuaba
pintando, y al alcanzar los colores con los pinceles,
la bata azul dejaba ver parte de sus senos, deslumbrantes
en su blancura, y que me imaginaba espléndidamente
conformados. Estaba impresionado contemplándola
dentro de la penumbra de aquel cuarto; sentía
que mi respiración se iba volviendo demasiado
ruidosa en aquel silencio donde a veces, el único
sonido era el del pincel al tintinear sobre el borde
del vaso, y me propuse pedirle la próxima vez
que me permitiera pintarla así, trabajando
con su bata azul.
"Qué importa que no seas
sabia, sé bella y triste", repetía
en mi mente el verso de Baudelaire, que mentalmente
variaba al aplicarlo —Qué importa que
no seas sabia, sé bella y tonta—. Pues
aquella simpleza de gastar su tiempo con aquellas
fotos, me fue pareciendo un inefable rasgo de candor.
Al día siguiente era yo quien
preguntaba.
—¿Cómo va el
arte de la iluminación?, mientras ella me mostraba
lo que había hecho, ofreciendo a mis miradas
conjuntamente aquellas mismas blancuras tumultuosas
regidas por una línea delicada de vasijas henchidas.
Pasé varios días de
aquella semana paseando mis ojos entre las fotografías
anodinas y la magnificencia de sus senos. En una ocasión,
cuando menos lo esperaba, la señora abandonó
su bata azul en el respaldo de la silla: me quedé
alelado ante tanta blancura. En la penumbra del cuarto,
su cuerpo parecía despedir una luz, que todo
lo iluminaba, y apoyando su mano sobre la mesa me
dijo:
—Siendo usted pintor, quiero
enseñarle mi cuerpo por si puedo servirle de
modelo. |
Me temblaba la voz,
aunque todavía no había dicho nada,
y también la barbilla, pero no quise mostrarme
como un niño pusilánime y naciendo un
tremendo esfuerzo pude contestar:
—Nunca supuse al verla caminando con su bata
azul, que se escondieran allí tan magníficas
formas.
Creo que no se oyeron mis últimas
palabras, pues el marido abrió la puerta y
comenzó a hacer aspavientos; quería
sacar algo de su bolsillo, cosa que la mujer le impedía.
En aquellos segundos no pensaba en la muerte, tenía
una ardiente curiosidad por averiguar con qué
clase de instrumento iba a terminar mis días,
si pavonado en negros azulosos o niquelado, o si cortante
y triangular, pero por otra parte me resultaba imposible
separar mis ojos de los movimientos de la mujer siempre
desnuda. El hombre al fin pareció convencerse
que lo mejor era no sacar nada del bolsillo y su furor
se volvió contra su mujer, quien tomando la
bata intentó una fuga circular alrededor de
la mesa, sin tropezar antes conmigo que caí
entre sus ropas colocadas en la pared, aspirando plenamente
su propio perfume con penosa delectación.
No supe si fue por el ruido de la
silla al caer, pero llegó el adolescente y
las cosas parecieron calmarse por el momento.
—Quiero hablar con usted enseguida—
me dijo el hombre.
Supuse que afuera y fui a traer el
sombrero, mientras el adolescente entraba con su sobretodo
raído —que perteneció seguramente
a alguien mucho más alto y mejor alimentado
que él— para enterarme con indignación
en la voz y en la mirada, que aquella gente era experta
en provocar esos problemas, y me aconsejó sostenerme
firme; confiaba en mi valor y en mi astucia. |
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Salí
pensando que tenía un problema más;
el del ladrón y su esposa se me volvió
distante; ahora el problema grave estaba en no defraudar
la fe del adolescente y sobre eso se concentró
entonces mi vanidad.
Caminamos juntos el ladrón
y yo, tal vez cinco cuadras. Estaba seguro que la
conversación no iba a empezar en las aceras
y esperaba llegar a alguna parte. En el trayecto observé
los zapatos gastados de mi compañero; pasaron
dos señores hablando alemán, un vendedor
de periódicos; mi amigo Eduardo Uribe caminaba
a grandes pasos, así era desde que lo había
conocido en Costa Rica; recordaba a Jorge Luis Borges
y Xul Solar hablando sobre Shakespeare; le pregunté
a Xul Solar si la tela que tenía en la pared
era de Perú o de Solivia; me contestó
que era de Alemania; me pareció oir la voz
de mi madre llamándome en la tarde, estaba
subido en un árbol y aquello sucedía
en mi infancia, en otra tarde como ésta de
Buenos Aires, donde el gris rojizo se quedaba empozado
en el agua que había caído unos momentos
antes. El tránsito parecía haberse silenciado;
al fin llegamos a un bar. Caminé como sonámbulo.
Había en la dulzura de aquel poniente, algo
más hondo que toda aquella tragedia de opereta
en la que andaba metido. Quería que todo terminara
de una vez, pero me daba cuenta que apenas estaba
en el comienzo. Me reconfortó tocar la madera
sólida de la mesa, sentí un pequeño
descanso; la verdad es que después de tantas
emociones me haría falta tomar algo; además,
hacía frío.
—¿Qué desea usted
tomar? —le pregunté a mi compañero.
—Gin —me contestó.
Pedí lo mismo. Apenas los
vasos habían sido puestos sobre la mesa con
un golpe seco, me dijo aquél a quien empezaba
a considerar mi amigo.
—Pude haberlo matado. (Yo estaba
de acuerdo, pero no dije nada).
Y agregó:
—Sin embargo, de poco me serviría
y sobre todo, me molesta tener que ver con guardias.
—Yo también, dije, por
decir algo, porque mi propio silencio me molestaba.
Ante tal coincidencia repetimos el gin.
—¿Cómo se llama
usted? —me preguntó.
Me sentía molesto y humillado,
pero le di mi nombre y me consideré con cierto
derecho a que me dijera el suyo. En aquella presentación
a posterior!, me di cuenta que pronunciaba su nombre
con agrado.
—Otro gin |
El mozo puso los
vasos sobre la mesa con aquel golpe categórico
que era su estilo.
—Admito— dijo Ocampo— que mi esposa
puedo haberse interesado por usted, pero dudo que
tenga usted el dinero necesario para quedarse con
ella. Ama¬lia tiene sus caprichos como yo los
míos.
—Usted está en lo cierto—
le contesté—. La pobreza es mi más
fiel compañera y ya todo me es igual. Creo
que estábamos muy cerca de la embriaguez, al
menos yo, porque veía la cara del ladrón
con los ojos extraviados y al cantinero y al mozo
y a los parroquianos como si hubieran estado bebiendo
largamente, lo que también hubiera podido ser
verdad.
Pagué yo. Pero al querer levantarme,
Ocampo puso la mano sobre mi brazo y me explicó
que simpatizaba con los artistas.
—Mi oficio es también
un arte de los más difíciles.
—Todo es arte— le contesté—.
La ciencia es arte y hasta el arte también
es arte.
El asintió con mi disparate para continuar
diciéndome que su profesión era de las
más peligrosas, porque cualquier error traía
graves consecuencias, cosa que no sucede con el pintor,
quien puede equivocarse impunemente.
Sin embargo, siguió diciéndome:
—No trato de asustarlo; mi oficio en cambio
ofrece recompensas inmediatas y tangibles, y conozco
mil maneras de obtener dinero, sin trabajar como los
imbéciles. Hoy mismo, si usted quiere colaborar,
dispongo de un rápido y excelente negocio.
Su papel en esta inocente representación consiste
nada más en hablar con la señora del
almacén. Es muy sencillo: lo pondré
al tanto de todo. No me hable en la pensión;
nos veremos en este mismo bar después de la
cena.
—Recuerde el camino—
me dijo con un tono al mismo tiempo cordial y amenazador. |
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Aunque
había cierta sinceridad en lo que le había
dicho a Ocampo de que todo me era igual, "amaba
la vida más allá de toda lógica",
como le decía Iván Karamasoff a uno
de sus hermanos, y decidí abandonar aquella
pensión lo más pronto.
Al llegar, el adolescente estaba
esperándome; le expliqué que todo iba
bien, pero que necesitaba irme enseguida. Quedó
de empacar mis cosas y de esperarme abajo. Salí
huyendo en un taxi, sin saber hacia dónde;
le dije al chofer que caminara: sentía tan
grato el aire, los ruidos de la ciudad me llenaban
de un secreto júbilo, y recordaba adolescente
con su sublime sobretodo raído, con el que
parecía un espantapájaros, y su ceño
violento, el del David de Miguel Ángel.
Aquella huida en taxi me llevó
a otra pensión en que no pasaba nada; me empezaba
a hacer falta que me sucedieran nuevas cosas, aunque
fueran contra mí.
Esta vez no fueron los hombres, sino
las chinches las que hicieron su aparición:
se alimentaban de mí en la oscuridad. Cuando
encendía la luz, diabólicamente por
las paredes en caravana. Y fui llenándome de
partes duras y rojizas en la frente, cerca de la nariz
y las muñecas: me hacían sufrir, no
tanto por la comezón ni porque alcanzaran a
deformarme, sino que sentía rebajada mi condición
humana; eran como un vicio secreto. Aquellas manchas
rojizas me deprimían como los dolores bajos
y las humillaciones viles de todos los días.
Me trasnochaba con la luz encendida para defenderme
de las chinches; me parecía que estaba durmiendo
sin párpados.
En una ocasión, cambié
aquel suplicio por una noche fuera; deambulé
por las calles, tomé asiento en la banca de
un parque y al fin penetré en uno de aquellos
bares de Leandro Alien, situados en los sótanos,
en donde las figuras emergen entre la niebla azul
y espesa del humo de las pipas de los marinos. Aquellos
rostros desconocidos me hablaban de otras regiones;
de paisajes nórdicos y de soles mediterráneos,
del Lejano Oriente y las Antillas, y escuchaba entre
el ruido del cristal de los vasos —cuando la
música se detenía— palabras dichas
en lenguas exóticas. Nunca había visto
en tan breve espacio un cosmopolitismo más
variado. Pedí una taza de café. Una
mujer de Sicilia con un hermoso color rojizo y oscuro
en la piel, irrumpió entre el humo de las mesas,
rauda, en un enérgico baile que era un grito
sensual, y fue inmediatamente arrebatada por un hombre
que salió con ella. |
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