Francisco y los
caminos
BUENOS AIRES - 2
Muchos
abren los ojos en las mañanas y les nace con
facilidad la plegaria en palabras o actitudes. Mis
ojos se abrían entonces para acordarme de la
dueña de la pensión, implacable símbolo
de todas mis angustias. Si hubiera coleccionado estas
fisonomías, tendría un álbum
muy completo de todas las variaciones de la dureza,
que puede alcanzar el rostro de una mujer. Sin embargo,
en esta colección existiría un ser angelical
vestido de negro, unas manos jóvenes de viuda
que lloraba en el pañuelo en que lloran las
reinas de los cuentos infantiles. Por ese ser único,
aparece hoy en la antología de mi angustia,
entre rostros goyescos, el retrato de un poema verdadero.
Nunca he podido abandonar del todo mi timidez, y la
sentí más aún en aquella ciudad
tumultuosa que necesitaba abordar dé alguna
manera, y volví hacia el arte mi gran introspección
a la que confié mis pesares, dejando fuera
aquel material abrumador de ignominia que me negaba
a aceptar como ingrediente del universo.
¿Por qué tocaba yo
la puerta de la pensión como si fuera un mendigo?
Una de estas veces pasaron varios minutos sin que
nadie abriera; el niño del ascensor—
a quien le daba las estampillas de Costa Rica de mis
cartas— consideró que debía ayudarme,
y le dio de golpes a la puerta con pies y manos, y
cuando después de aquel escándalo salió
personalmente la señora, el niño la
increpó con una ira magnífica nacida
de su sentido innato de la justicia, especificando
que el señor hacía rato esperaba. Yo
era el señor por supuesto, no vestía
del todo mal, pero como de costumbre, existía
algún atraso en mis pagos. Traté de
excusarme y balbucee algunas palabras poco inteligibles
para no herir tampoco la cordialidad de aquel niño.
La señora simplemente dejó a un lado
su habitual tristeza de virgen de retablo, y sacó
una sonrisa desconocida que limpió mi corazón
de preocupaciones. |
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En aquella
casa se comía. La Argentina "coronada
de frutos y ganados" como la Roma del poeta latino,
no se había hecho sentir en las otras pensiones
en donde estuve. Ahora el aceite de olivo era un rocío
abundante sobre las lechugas y daban deseos de dar
gracias a Dios después de las comidas.
A veces entraba por las ventanas
una luz que se vertía directamente desde el
cielo, y que al posarse sobre mis herramientas de
grabar, exaltaba la gloria cotidiana del día.
Acariciaba encendiendo los pedazos de quebracho pulimentado
donde la incisión iba a dejar constancia de
los cargadores del puerto y los cafés nocturnos.
Además, el balcón en aquellas circunstancias,
no era una invitación constante a saltar en
el abismo: era una quilla sobre un océano límpido,
el océano de las nubes y de los azules profundos
festoneando los rascacielos. El humo que lanzaba al
fumar, era una contribución de azul íntimo
que salía de mi pecho entre los dientes contraídos
sobre la madera de la pipa.
Solía interrumpir mi trabajo
una mucama, pero su entrada era un paréntesis
de descanso, como salir al balcón acostado
sobre la niebla. Era lo suficientemente graciosa para
sentirme complacido de seguir sus movimientos. Me
era grato el sonido de sus pasos, y su voz cantando
fragmentos de tangos. Por lo níveo de su uniforme
era como la visita diaria de una paloma o un ciervo,
que me hacía levantar los ojos de la madera
herida por las gubias.
De vez en cuando veía transitar a la señora
de la pensión, con su viudez, sus manos del
Greco y su pañuelo como aquéllos en
que lloraban las reinas de los libros de cuentos.
Escribía en aquellos días para "La
Nación" algo sobre el Greco, y la mayor
parte de lo que se me ocurrió, había
brotado de la pintura viva de aquel Greco legítimo
que había encontrado oculto en pleno Buenos
Aires. Todo lo que era verdad en el estilo del pintor,
todo lo que era llama blanca y negro profundo, perfume
de color y carne quemándose en las telas inmortales,
era también en ella cristianísima brasa
en su ojos; hasta el encaje que circundaba su muñeca
en el sobrio luto de su vestido, estaba hecho de un
material de blancuras más allá de la
cal y de los lirios. |
La veía entrar
a la cocina, conversar con las criadas y leer. En
aquellas miradas rápidas sorprendía
retazos de su vida y fragmentos de cuadros suficientes
para reconstruir la historia de su carácter;
iba descubriéndola enmarcada en las ventanas
o las puertas, aureolada por el cielo cernido sobre
la terraza.
Cuando le avisé que iba a
dejar la pensión, la señora habló
largo rato conmigo; en realidad era esta nuestra primera
conversación. Un calor humano recorría
sus palabras y volvió a aparecer otra vez la
iluminada sonrisa de la tragedia de la puerta.
Su marido era de Salta; habían vivido felices
en Buenos Aires dos años. Insistió que
no era necesario que me marchara, sabía que
los que trabajan en el arte tienen que esperarse a
que sus obras se vendan, y que la lucha en una ciudad
grande, significa sacrificios y largas esperas. Su
insistencia nerviosa estaba cargada de un noble contenido.
Supuse que necesitaba mi compañía
para su soledad. ¡Es tan fácil adivinar
esto si se está solo! Para hacerle compañía,
bastaba pasar y saludarla, saber que a veces permanecía
encerrado en mi habitación, y era suficiente
que le preguntara por el "colectivo" o tranvía
que debía tomar.
La mañana siguiente aquella
señora puso en mis manos una miniatura que
le había hecho en su juventud en Salta un pintor
francés, y me dijo que no por el retrato mismo
sino por el arte con que estaba hecha, yo la apreciaría
mejor que ella. Aparecía la señora entonces,
como una niña con un pájaro en la muñeca
y la larga cinta de la cintura de su vestido, como
en una virgen del Perugino, ondulaba llenando el óvalo
en que se desarrollaba la pintura.
Pensé que aquella mujer había
abandonado el rococó provinciano de su adolescencia,
y que la vida, obligándola a cambiar de estilo,
la había ceñido con un luto severo sobre
el que se destacaban admirablemente engastados sus
treinta años. |
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La miniatura
y su juventud eran bellas, pero en este momento, estilizada
por las vicisitudes y sumergida en un pasado que no
terminaba de pasar, al lado de la puerta y a través
de lo que entonces era su alma, la hallaba más
pictórica; su palidez acendrada, era mejor
que el marfil sin metáfora de la miniatura;
detrás encontré escrito, "A mi
pensionista el pintor Amighetti."
Años más tarde en México,
cuando las cosas se repetían de una manera
muy diferente y la devoción de antes se matizaba
de ironía, hice un retrato a la acuarela de
la dueña de la pensión y coloqué
la siguiente dedicatoria: "A mi bella acreedora
la señora Santander".
No sé hasta qué punto
los lugares en que he ¡do a dar obedecían
necesariamente a la limitación de mis fondos;
seguramente había también un desasosiego
de estar en contacto con la vida en bruto y sufrirla
en carne propia como experiencia insustituible. "Voici
mon sang que Je n'ai pas verse." Repetía
esos versos de Varlaine por las calles; los solitarios
y los locos hablan solos, unos para desenvolver su
neurosis, otros para aplacarla. "Voici mes mains
qui n'ont pas travaillé". Mis manos sí
habían trabajado, pasando innumerables páginas
de libros, empuñando pinceles y herramientas
de grabar, pero calculaba que era necesario hundirlas
en ciertos cauces de dolor a fin de penetrar el secreto
de los demás hombres.
Caminé de noche por Buenos
Aires y vi gentes que dormían en Leandro Alien
envueltas en periódicos, y niños que
tenían una mirada de hombre porque nacieron
sin infancia, y habían aprendido antes de tiempo
lo que la carne sólo alcanza a comprender crucificada
por los años; mujeres que regresaban de los
bares en la madrugada, en el "mismo tranvía
en que los obreros se trasladaban para iniciar su
trabajo. Contrastaba el maquillaje marchito de las
mujeres, con las caras sonrosadas de los hombres.
Mi infancia, como la de cualquiera,
posee un silabario de dolor; pero me faltaban páginas
y capítulos esenciales; había tiempo
de deletrearlas en el abecedario de las estrellas,
en la geometría de los millares de ventanas
iluminadas de la gran ciudad palpitando en aquellos
rectangulares corazones de oro, y llegué también
a comprender otras cosas al dibujarlas o escribirlas
más tarde. Con todas ellas elaboro este ex-libris
del libro único de mi propia vida, en que una
x de incógnita cruza sus dos huesos sobre la
calvicie de una calavera, cuyos ojos, dos manchas
de tinta china, constituyen su nocturna mirada sin
luceros en el fondo. |
En este Buenos Aires
múltiple, vi en El Tigre, jardines particulares
con estatuas en donde finas ingle-sitas tomaban té
al lado de las flores.
Recorrí muchos parques. Eran
inagotables y preciosos. Estuve en los más
conocidos y en los inéditos, cuya existencia
—la de los últimos— parece estar
dentro del límite de los sueños de la
vigilia, porque quise volver a ellos y no pude encontrarlos,
no aparecían en los planos de la ciudad, y
cuando preguntaba, nadie los conocía.
Me encontré una vez un parque
pequeño con grandes árboles viejos;
era un monasterio de árboles monjes con la
corteza como túnica talar. Allí la tarde
era más silenciosa que en ninguna otra parte,
el cobre alumbrado del poniente los destacaba con
sus barbas de bejucos y sus manos, raíces arborescentes,
sustentaban báculos más retorcidos que
sus cuerpos. El cobre del cielo al retirarse, dejaba
el jardín más abandonado que nunca,
aunque todavía, sobre aquel suelo poco transitado,
se quedaban rezagados algunos destellos que, volvían
rosada la arena de las callejuelas que no conducían
a ninguna parte.
En casi todos los parques que visité,
todas las cosas, por sólo el hecho de situarse
entre árboles, hablaban un lenguaje distinto,
próximo a la poesía.
Los parques fueron mis hospitales,
mi taller, mi sala de espera; fueron mis salones de
fumar y el clima en donde mi esperanza alcanzaba la
fuerza necesaria para empujarme a vivir. En los parques
anónimos y en los espectaculares, pero con
rincones íntimos, como Palermo, miraba los
domingos a Cupido herir el corazón de las mucamas,
y contemplaba a los vejetes toser en fila, en las
bancas, mientras los niños con globos de colores
corrían al lado de los perros que dinamizaban
el ritmo de su movimientos sobre el pedestal del césped.
Fueron también mi taller y mi sala de espera
para entrar, no sé dónde (tal vez a
las habitaciones oscuras con el piso carcomido). Al
despertar en la mañana frente a la tela que
nos espera, con todo y los dibujos preliminares, las
ideas elaboradas, las teorías y las experiencias,
sabemos que nos lanzamos a una aventura en la que
siempre tenemos que echar mano del oficio, como si
fuera la primera vez. |
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No importaba
que la luz no entrara por el norte, pero sí
que los que me rodeaban deambularan en silencio. Así
fue al principio; parecían seres inexistentes
los que se proyectaban aquellos primeros días
de mi nueva pensión, en donde hombres y mujeres
vivían aparentemente sin hacer nada. Más
tarde, resultaron ser contrabandistas, prostitutas
y ladrones, junto a la familia que manejaba la pensión,
cuya virtud consistía en ignorarlo todo, sabiéndolo
mejor que nadie. Cada uno cumplía con su oficio
de la mejor manera, circundados por su propia gravedad
y lejos de la policía.
En la noche, y todas las noches,
en el cuarto vecino al mío, hacían su
aparición sobre la mesa las barajas, las luces
de la habitación adoptaban un cabrilleo lujurioso
de fiesta espléndida y prohibida, salían
todos los ceniceros de la casa, y los hombres se quitaban
los sacos quedando en mangas de camisa como para un
duelo, y comenzaba para mí una larga velada.
Al principio, no pudiendo conciliar el sueño
me asomaba y seguía el juego, más bien
a los jugadores; veía la luz posarse sobre
la calvicie del padre de familia, derramándose
sobre su camisa, deteniéndose en las muñecas,
gozándose en la blancura de las cartas de naipe;
las figuras se componían solas para un cuadro
que nunca pinté y que ahora intento reconstruir
con el grabado que ilustra esta escena.
Cansado de lo mismo, volvía a mi cuarto en
donde me quedaba leyendo hasta dormirme. Ninguna pesadilla
se agarra tanto en la oscuridad, como el continuo
sobresalto de despertarse. A medida que la noche avanzaba
y los ruidos de la calle disminuían, las lámparas
iban adquiriendo una luminosidad extraña y
desvelada, estallaban de pronto las maldiciones entre
aquellos endemoniados, y varias veces, padre e hijo,
rodaron por el suelo jadeando en un abrazo no precisamente
de amor, cayendo entre los corazones rojos y negros,
las espadas, los caballos y las reinas de los naipes,
entre colillas de cigarros y mesas volcadas. Terminé
por no levantarme a ver qué pasaba. Al principio,
mi imaginación veloz, creía ver cráneos
partidos y sangre en plena luz. Me acostumbré
a quedarme en la cama, pero no pude volver a levantarme
temprano, los colores se endurecían en la paleta
y salir de aquella casa en el día era una liberación.
Los dos contrabandistas iban al puerto
a esperar los barcos que venían del Brasil;
así me explicaron sus ausencias de la pensión
y del café de la esquina; fuera de esto vivían
sin hacer nada, se tiraban en la cama medio desnudos,
exhibiendo su contrahecha anatomía mientras
leían periódicos y revistas, tomaban
una docena de express al día y en las noches
que no iban a los muelles, aparecían junto
a las barajas; tenían aspectos de profesores
retirados que vivían con la conciencia tranquila
después de largos años de trabajo. |
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