Francisco y los
caminos
HARLEM - 1
En Riversside
y desde mi ventana se veía el Hudson con sus
vaporcitos anclados. En frente, la iglesia de Riverside.
El Hudson a veces era celeste y parecía
un río de seda por su brillo suave, pero jamás
tuve serenidad para dedicarme a la contemplación
estética. La "pensión" era
demasiado elevada para mi presupuesto, y cada día
que pasaba era más amargo que los otros, parecía
que estaba robándome un paisaje que no podía
pagar. Es increíble cómo una anciana
bondadosa por el hecho de debérsele algunos
días de alquiler puede transformarse en una
arpía.
Riverside es bello en las noches
y hasta en los domingos; en el parque me sentaba a
ver los niños tomar agua en los surtidores
y a los pájaros bañarse como en una
antigua pintura china.
"La iglesia de Riverside tiene
el carillón más grande del mundo",
leí en un anuncio del subway; pero aquella
música no llegaba a impresionarme. Recordaba
las iglesias coloniales de Guatemala y Nicaragua con
su única campana sobre el silencio indígena,
y el carillón me parecía una música
de juguete al lado de las campanas de los pueblos
de Costa Rica, cuando lloran en los entierros de los
campesinos. |
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Pero vivía
en Nueva York, viajaba en los buses al lado de las
mujeres más bellas que tenían para mí
la novedad del cabello bruñido y los ojos del
color de las piedras preciosas, lo cual hacía
que me bajara antes o después de la dirección
necesaria. A ellas dediqué aquellas largas
andadas, con las que pagué su contemplación
en los buses. Me parecía el colmo de la democracia
que mujeres dignas de una nueva mitología,
pagaran su tiquete de diez centavos como cualquier
mortal.
Estaba viviendo en Harlem, en un cuarto de dos por
tres metros, con un espejo leproso donde al asomarme,
como en la turbia agua de un pozo envenenado, creía
ver un fantasma. ¡Ese era yo! Hasta el espejo
se negaba a devolver mi fisonomía con el contorno
y el volumen exactos. La cama sórdida en que
dormía, me daba siempre la impresión
de que allí había muerto alguien recientemente
asesinado.
El paisaje de mi ventana era un pedazo de cielo gris
de Nueva York y la ropa policroma de los negros eternamente
secándose. Un poeta de Costa Rica había
escrito:
"Con la ventana los arquitectos
se volvieron pintores, hay casas en que la ventana
es el único cuadro colgado en la pared".
Yo tenía muchos cuadros, era
lo único en que abundaba; sin embargo, ninguno
tenía el acento dramático, que necesitaba
mi cuarto, como el cuadro de mi ventana. |
Una mañana amaneció lloviendo, pasaron
seis horas y siempre aquella lluvia llorando sobre
las paredes sucias, altísimas. No me había
desayunado, pero no podía salir a empapar
mi vestido aplanchado de visitar las galerías
y las personas importantes, y fue entonces que me
nació la idea de comprar para el futuro vino
y galletas, para desayunarme en los días
de lluvia. Dios sabe que no me gusta el vino en
el alba, pero aquel desayuno en los días
lluviosos de Nueva York, hacía más
blanda la suciedad desolada de mi cuarto y reconfortaba
mi estómago hastiado de comer en los bares.
Donde estaba más solo no era en mi cuarto,
sino en las calles. ¡Qué agradable
sentir que alguien tropezara conmigo! Sobre todo
una mujer, y además joven. Decía un
"Beg your pardon" con infinita ternura,
aunque naturalmente sin identificarse siquiera con
la más leve mirada.
En esta soledad, en medio de varios millones de
habitantes pude hablar al fin con alguien, con una
negra; ya sabía que era necesario invitar
inmediatamente, era la posibilidad de conversar
algunos minutos con un ser humano. Fuimos a Lexington
Ave., donde bebimos whisky entre el ruido de una
radio que luchaba por hacerse oír, y el intermitente
trepidar del elevador. Edna usaba un vestido barroco
y me hablaba como si me hubiera conocido desde la
infancia. Luego me in¬vitó a visitarla.
Estábamos en el verano, ella se quedó
medio desnuda y con la desenvoltura de una persona
que estuviera sola, se puso a jugar un solitario,
extendiendo en la cama los naipes. En los naipes
está todo, las espadas, los oros y los corazones;
la guerra, el amor y el dinero; lo clásico,
lo eterno, lo esencial.
El cuarto de Edna tenía seis metros de largo,
cuatro ventanas, y una de las paredes la formaba
un gran espejo donde se reflejaba la puerta. Parece
que Edna todo lo sabía, la historia local
y mi pensamiento.
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-—¡Oh! —dijo—, los habitantes
de Nueva York eran gentes muy ricas; en las otras
habitaciones hay también espejos como éste.
Y se ponía de pie, sumergiendo el blanco
y negro de su piel, de sus ojos y sus dientes en
aquella plata patinada por la amarilla luz de las
bujías.
Nunca he visitado las iglesias ni adorado tanto
los diversos dioses como en Nueva York. En la iglesia
ortodoxa rusa podía escuchar siempre las
canciones religiosas, que dichas en un idioma para
mí exótico, tenían una resonancia
particular al dejar libre mi imaginación
para traducir su sentido. Había un Cristo
gigantesco pintado e iconos, cada uno con su lamparita,
donde los fieles rezaban de pie. En la puerta cíe
la iglesia los hombres besaban la mano de las mujeres
para saludarlas y era una de mis distracciones favoritas
presenciar los entierros. En Costa Rica, va uno
cuando muere en un coche con caballos empenachados
o en los hombros de los parientes; aquí se
va al cementerio en el mismo vehículo con
el que andaba en vida, el automóvil.
Los hombres se estilizaban por el dolor, la palidez
y el reflejo de los cristales de los anteojos era
limpio y puro como una lágrima. Sólo
el Pope conservaba purpúrea la piel.
Visité las iglesias de Getsemaní
y el Calvario y otras que no recuerdo, escuchando
los cantos espirituales de los negros, pero mi iglesia
predilecta era una casucha de Madison Ave., donde
no llegaba mucha gente; tal vez por eso me sentía
muy acompañado, pues mi presencia se notaba
enseguida. Una negra gorda con dos niños,
un negro que golpeaba los platillos y otra negra
que tocaba el piano, el predicador y yo, éramos
los actores y el público; aquellos amigos
negros no perdían el entusiasmo, actuaban
desesperadamente. Un negro bizco —detalle
que parecía sumirlo en un extático
alelamiento— era el de los platillos; la pandereta
que agitaba el predicador, y el piano que golpeaba
la negra, hacían un ruido endiablado; parecía
que fuera un ejército de devotos: se multiplicaban
en su fervor, y la voz y los cobres y el piano formaban
una discordancia llena de encanto.
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Cantaban luego los
"soul stirrings song." El cielo de los negros
estaba allí más o menos abocetado. Para
la vida de los negros, el cielo era blanco, o mejor
dicho era negro; ni alquileres, ni policías,
ninguno de aquéllos, sus enemigos naturales.
El predicador usaba un traje mugriento y una camisa
blanquísima finamente arrugada y en la mímica
violenta se le torcía la corbata y le brillaba
la hebilla de la faja por entre el chaleco. Aquella
mañana habló de muchas cosas; de que
la palabra de Dios era una lámpara para caminar
por el mundo, y explicaba que era como llevar una
luz en cada zapato y caminaba de cuclillas siguiendo
un camino imaginario.
Habló naturalmente del demonio. Había
que recibirlo a patadas cuando llegara, y el predicador
gritaba peleando con el aire y cuando había
calculado que el diablo estaba knock-out —que
coincidía con su cansancio físico—
se sonreía con su ojos blancos, feliz con la
misma felicidad con que Dios y los ángeles
negros contemplaban la derrota del demonio. Luego
venían las confesiones y los consiguientes
gemidos, los cuales dejé de oír, pues
era indigno quedarme sin tomar parte en aquel acontecimiento.
Estaba yo en la fiebre mística
y fui a la biblioteca pública a leer la vida
de San Francisco de Asís escrita por San Buenaventura,
la que leyó el Giotto para pintar los frescos
de la vida del santo; todavía recuerdo aquello
de "no la discreción que enseña
la carne, sino aquélla, la que Cristo nos enseñó
con su sagrada vida, ejemplo de todas las perfecciones." |
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Era
en aquellos días en que leía a San Buenaventura
que salí un domingo en la mañana muy
temprano, siguiendo hacia abajo, siempre por Madison
Ave., cuando vi a una negra que tiraba a la calle
su cartera y también sus zapatos, todo hecho
con la misma «sinceridad que en la iglesia de
Getsemaní. Dos negras contemplaban la escena
muy de cerca. El policía la cogió por
los brazos para sujetarla. Cuando me acerqué
no me quedó ninguna duda de que la negra era
Edna, la única persona entre seis millones
de habitantes, que había paseado conmigo y
me había invitado a su cuarto, y entonces yo,
lector de la vida de San Francisco, me acerqué
al policía para decirle que Edna era una "very
nice Lady" y recogí los zapatos tirados
en la calle. Así comencé mi primera
práctica de humildad y de amor.
Después no volví a ver más a
Edna; sin embargo, el último día, antes
de dejar Harlem, cuando buscaba una carta, en el momento
de entrar, apareció ella y me dijo que había
estado enferma en el hospital frente al parque. Parecía
muy alegre, iba a mudarse de casa por allí
cerca y me pidió mi retrato para mandarlo a
ampliar y tenerlo en su cuarto.
Tal vez esté yo todavía en Harlem en
un suntuoso marco de mal gusto y Edna, la negra de
Carolina del Sur, que deletreaba mi nombre bajo mi
única ventana, me dedicará de vez en
cuando una de aquellas miradas de animal acosado.
Había que buscar una pensión barata
y heme aquí preguntando por un "single
room", en un barrio donde se habla español,
mi idioma nativo, y donde visité los antros
más oscuros y vi las gentes más deterioradas. |
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