Francisco y los caminos



HARLEM - 2


Al regresar, me encontré con un predicador situado en la calle, hablaba en español, pero en su boca la cerrada y viril lengua con que proferí las palabras esenciales desde mi infancia, era un mosaico estrafalario y fofo. Sin embargo, no le faltaba pasión, al contrario, le sobraba. Dibujó en el suelo con tiza blanca una línea quebrada y escribió,

 

Comenzó una perorata histérica para demostrar que tenemos alma y que esta vida no se terminaba cuando uno moría asesinado en su cuarto o destripado por una bomba de apagar incendios. Quería salvarnos el alma a toda costa. Se agarraba la cabeza, estiraba los brazos, gritaba y pateaba, pero dudo mucho que aquel público compuesto de una gitana, un borracho y una negrita, supieran exactamente de qué se trataba.

Los pecados deberían ser sucios y desagradables en aquel barrio congestionado. ¡Oh!, pero en Riverside, los pecados, sobre todo los de la carne, allí tendrían lugar detrás de las persianas sonrosadas por las lámparas.

Al fin salí de Harlem, de aquel eterno black-outo. No más cantos espirituales. No más pleitos los sábados. Cuando más necesitaba del sueño para olvidar dónde estaba, despertaba sobresaltado ante un tal Henry, quien llegaba siempre borracho, después de la media noche, a golpear la puerta de al lado gritando: "Soy yo, Henry." Nunca conocí a Henry. Tampoco a la mujer que abría la puerta. La noche anterior un negro había matado por tres dólares.

Cuando bajaba en el bus por Madison Ave., empezaba aquél a poblarse de negros, que iban desplazando poco a poco a las mujeres blancas, lo que demostraba que me iba acercando a mi refugio.

Para no estar en mi cuarto, iba al parque. Negros y más negros. ¿A dónde había venido yo, a Nueva York o al África? El Harlem deslumbrante que anunciaban en Broadway era una ficción; en ese Harlem todo era resplandeciente; allí los negros no peleaban por cosas sin importancia y las negras borrachas no caminaban llorando sobre las aceras. Sin embargo, el parque se volvía radiante en la mañana, cuando las maestras llegaban con sus niños negros, y cundo las negritas saltaban cantando sobre la cuerda o se lanzaban locamente en los columpios contra el azul.

Muchos saben lo que significa comer en los bares economizando centavos. El apetito, esa voluptuosidad que cultivan las gentes con aperitivos y paseos bajo los árboles, resulta un huésped incómodo. Para poder admirar las obras maestras del Metropolitano es necesario que el hambre, esa "sensación dolorosa que parece tener su asiento en el estómago", como la definía el tratado de Fisiología del Liceo de Costa Rica, no nos estorbe con su insistencia abrumadora.

Visité muchos bares, todos idénticos y el más pequeño descuido me colocaba al borde de la bancarrota. En Nueva York —decían los guías de turismo— hay restoranes escandinavos, rumanos, italianos, franceses, rusos, chinos, mexicanos, españoles y turcos. Lejanos restoranes iluminados, donde las mujeres bellas beben licores exóticos y oyen una música delicada que nace de los violines apasionados.

¡Qué importancia tiene el oro cuando no se le tiene y también cuando se le tiene! ¿Por qué no hablar del oro? ¿No se asesinan a veces los pueblos por vivir mejor? ¿No se lanzan las gentes desde los pisos altos o se tiran en el subway cuando los carros aúllan en las tinieblas de los túneles?

No hay más Dios que el oro, gritaba en silencio. Blasfemia inútil en el poniente colgado de los rascacielos. Será por eso, que en los altares católicos se derrama con profusión barroca y los antiguos incas representaban a la divinidad en un disco del amarillo metal, pensaba a! pasar por la Librería Brentano, en la Quinta Avenida.

El dinero produce la felicidad automática, el amor automático y también los "automáticos" donde voy a comer. Pero tengo los parques. Soy dueño de todos los parques de Nueva York, cosa tan absurda como decir: soy dueño de todas las montañas de la tierra. Sin embargo, puedo sentarme a oír los surtidores que siempre repiten lo que uno piensa, o al lado de las estatuas de bronce de los proceres recorrer con la mirada las aristas más puras de los rascacielos. Pero en el verano resulta a veces imposible conseguir un asiento; humanidades aburridas, casi todas de viejas con perros, llenan las bancas. Empecé a saber lo que significaba la palabra "crowded", que tanto oía pronunciar. Los parques yo no tienen poesía, cuando la gente se disputa los asientos y todos leen el periódico. Nadie sueña en esta ciudad; debe ser el instinto de conservación.

 

 

 

 

Volvía a caminar por las calles y a detenerme frente a las vitrinas fascinado. Yo era un comprador en potencia, un comprador platónico, cuando pensé en la lámpara de Aladino. ¿Por qué no encontrar esta lámpara patinada entre los viejos bronces amontonados, en alguna tienda oriental de la Quinta Avenida? El que la tuviera, debería ser un viejo avaro de mirar despiadado que vendería aquel tesoro por miserables centavos. Pero si la lámpara es todopoderosa no valdría la pena, me volvería tan desgraciado como aquel rey Midas que no podía evitar que todo lo que tocaba se le convirtiera en oro. Ojala la lámpara esté un poco descompuesta y el genio a veces no funcione, y me diga:

—I am sorry.

Pero esto no está a mi alcance, porque de lo contrario no resistiría la tentación de mandarlo a estrangular a mi antigua casera de Riverside, y a todos los dueños de galerías de arte. Pero en cambio, haría una fiesta en Harlem, daría limosnas fantásticas a aquellas iglesias de Getsemaní y el Calvario, y hasta me convertiría en un Mesías, porque mis amigos negros identificarían el milagro con la divinidad.

Pero volviendo a la realidad, siempre sin dejar la lámpara, me limitaré a lo que guardan para mí las vitrinas. A pesar del poder de mi lámpara, no quiero tantas cosas, me abrumarían; le pediré al genio, que posiblemente sea algún negro de Harlem con poderes mágicos, que me traiga el ¡cono de Santa Olga que se encuentra en un lugar de Madison Ave., no recuerdo el número, pero los genios todo lo saben. Le pediré también la pipa de $ 17.89 de la calle 47, que esperaba comprar cuando llegara mi pequeño "triunfo burgués"; un brazalete persa para enviar de regalo a Costa Rica y además unos dibujos coloreados de Pascin que había visto en la Wehle Gallery. Después, cogería la lámpara y la vendería por unos centavos en alguna tienda oscura que nunca podría volver a encontrar, paraser lógico y reverente con el destino.

No duraba mucho tiempo mi embobamiento frente a las vitrinas; había que continuar en busca de alojamiento; no quería dormir en aquellos hoteles de Greenwich Village, donde cobran $0.50 por noche y parecían palacios sucios habitados por mendigos; tampoco quería dormir en los parques como mi amigo Bolinger, a quien conocí en Washington Square. Poseía un reloj, un vestido impecable y como experimenté luego habitándolos, tenía por hoteles predilectos: el parque de la Biblioteca Nacional, el de Washington Square, el Central Park y las estaciones de Greyhound cuando llovía o hacía frío.

Tomé un breve descanso y por primera vez entré a comer decidido a no sumar ni multiplicar. El atardecer, invadiendo los interiores, atemperaba el tono de las voces y el destello de los cubiertos repetía algo confuso, pero íntimo, del hogar lejano. La vida en Nueva York era para mí, que no había penetrado el calor humano y entrañable de la ciudad, un poco abstracta; como la pintura del Museo de "Non Objetive Art", cuando los pintores y críticos la explican y la anuncian como el "arte del mañana", con un calor que contrasta con la helada pasión de su geometría.


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