Francisco y los caminos
AREQUIPA - 3
La vida se va quedando
en los lugares por donde nos ha tocado pasar; mis
recuerdos no son otra cosa que intentos por recuperar
el pasado; igual que el retablo anochecido, avaro
de su última brasa, escribo con el material
de mi memoria sobre cosas que callo y sobre cosas
sin importancia. Pero no puedo dejar de volver por
última vez sobre Delgado, para quien escribo
en el fondo estas palabras, las que reúno alrededor
de la ciudad andina de piedra blanca, donde sigo viendo
deambular a mi vendedor de cuadros.
Volví a Arequipa treinta años después,
para enfrentarme a una ciudad en donde se había
quedado una parte de mi juventud, para entrar en contacto
con una experiencia rica en nostalgias.
Sabía que Arequipa había
sufrido dos violentas sacudidas sísmicas, e
iba a encontrar sus huellas en su rostro de piedra.
También yo había pasado por oscuras
tempestades.
En Arequipa el tiempo había
empezado a demoler la vieja ciudad, y algunos edificios
agrietados, como fantasmas arquitectónicos
se sostenían de pie. También en mí
los años habían destruido muchas cosas,
menos ese sueño anclado en mi memoria con nítidos
contornos, la ciudad blanca contra el cielo azul incandescente.
Salí en enero hacia el Perú,
contaba con la imperecedera presencia del Misti que
decora el cielo de Arequipa, y esperaba encontrar
la población mestiza que llegaba a la ciudad
montada en burritos, para volcar su cornupia de cestería
con legumbres, flores y frutas en el mercado en donde
dibujaba yo diariamente.
Como era natural los medios de locomoción habían
cambiado, sólo hallé un burrito perdido
en el tiempo que nada transportaba. No vi llamas,
éstas seguían cruzando los senderos
en regiones más altas y alejadas, en alturas
donde aún el corazón de los motores
sufren el soroche (mal de altura). |
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Quería
ver otra vez las "picanterías" con
sus techos de barro. Allí iba con los pintores,
los poetas y mi vendedor de cuadros. Comíamos
en los amplios patios cubiertos en parte, por la paja
dorada que pintaba Trujillo, y en parte abiertos a
un cielo siempre azul. Bailábamos huaynos al
son de la guitarra, con las "cholas" de
enaguas purpúreas que agitaban en la danza
largas trenzas, bebíamos chicha durante la
comida, y después cuando empezaban las canciones,
anís del mono.El pintor Pantigoso, cantaba
acompañándose con la guitarra, melancólicos
yaravíes.
Pajonal por qué lloras triste,
si tienes, el sol que te besa,
la luna que te abraza,
acaso eres como yo,
solititito y en el mundo,
manan, mamaur ni tatauar,
sin padre ni madre,
manan, mamauar ni tatauar
Pantigoso continuaba rasgando la
guitarra unos segundos más, para dejar la queja
instalada en el corazón de los oyentes.
Las picanterías que encontré agonizaban,
y las ayudaba a su muerte la música mecánica
de la rokola.
Había buscado a Dios en los
mercados y en las picanterías ahora me dirigí
donde oficialmente está, en las iglesias, la
de la Compañía de Jesús en el
centro de la ciudad, la de Caima y Yanahuara más
alejadas, blancas iglesias de piedra de sillar, pequeñas
y robustas, donde el barroco andino escribió
en el arabesco de sus relieves la furia de su fe.
Existían las mismas campanas, cuya voz no envejece,
pero las casas que rodeaban la iglesia, no eran de
barro, humildes como sus feligreses, eran las enormes
mansiones de mal gusto de los nuevos ricos. |
Busqué en
Arequipa a los amigos, al pintor Teodoro Núñez,
al poeta Guillermo Mercado, a Molina, a mi vendedor
de cuadros, Delgado y otros más. Algunos estaban
gordos y calvos, hablaban de la política local
y de sus negocios, se habían vuelto importantes,
yo me veía reflejado en ellos, aunque con otro
estilo.
El parque frente a la Catedral, era antes íntimo
y recogido, como el atrio de un templo en un poema
de López Velarde. Allí dibujaba a los
viejos que sostenían bastones retorcidos como
sus muñecas, y las familias indias tendían
en el césped, el arco iris de sus tejidos y
se sentaban a comer. Ahora, alrededor de la Plaza,
las calles estaban ocupadas por los automóviles
parqueados allí, y la plaza estaba habitada
por choferes. Se había perdido el silencio,
no pasaban las beatas arrastrando sus pies, ni tampoco
atravesaba el parque María Medina.
En Arequipa, blanca de piedra
y blanca de luna,
vestida de negro pasaba
María Medina.
Hoy está en el cementerio
de Lima.
La primera vez que estuve en Arequipa,
fui a pie a un pueblo chico que tenía el nombre
del gran inca, Pachacutec. Abrí mi caja de
pinturas, y bajo el sol y el viento llevé a
la tela la iglesia rodeada por las casas y sombreada
por unos pocos árboles. La distancia unificaba
el paisaje, y la amalgama de la luz fundía
la arquitectura y la naturaleza.
Una campesina que pasó, se
detuvo para decirme que Macías, el artista
arequipeño, venía a pintar en ese mismo
sitio. Macías había hecho una exposición
en San José de Costa Rica, el General Volio
le compró una pequeña mancha, una calle
cerca de la iglesia de La Soledad. Su tela más
grande la denominaba, ruinas cerca del Cuzco, éstas
estaban cerca de Arequipa, como lo supe después
por los pintores, porque siempre las repetía
vendiéndolas en los lugares por donde pasaba.
El levantaba en sus telas las ruinas y las sometía
a la luminotecnia del poniente, empastándolas. |
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Ese
mismo año, 1932, se llevó a cabo en
Arequipa una exposición retrospectiva de Macías,
el pintor había muerto. Entre muchas obras,
algunas malas y otras regulares o buenas, había
una extraordinaria, el interior de la iglesia de la
Compañía de Jesús con sus altares
de oro, cuyo centelleo multiplicaba la luz amarilla
de profusas velas. Todo hecho con la euforia del empaste
característico de Macías.
Volví muchos años después a aquella
iglesia donde María Medina escuchaba la misa
y rezaba frente a los altares. La iglesia estaba totalmente
deshabitada, no sólo de gente, sino de todos
aquellos objetos litúrgicos que eran su alma.
Los turistas entraban, todo era blanco y limpio, y
lo único que animaba los paños murales
eran las volutas y los arabescos del barroco.
Pero yo no venía como turista,
venía a buscar los rescoldos de una pasión
lejana, habían desaparecido los altares, y
las llamas, y el incienso y las mujeres que vestían
de negro. Todo aquello que en 1932 era la vida de
la piedra en donde yo también me sumergía,
y que el pintor arequipeño recogió en
su tela de modesto formato. En resumen, la Iglesia
de la Compañía de Jesús había
muerto, era un museo de sí misma.
En aquel año conocí
las hermanas del pintor Vinatea Reinóse, iban
enlutadas por la muerte del artista, cuyos cuadros
de vendedoras de Arequipa, los conocí en la
ciudad de sus modelos. En Vinatea, el elemento gráfico
era importante y tendía a los colores planos,
todo lo contrario de Macías. |
Yo vivía frente
a la Plaza, en las arcadas, en Arequipa y, el Hogar
del Artista. Casi podría decir que lo fundaron
para mí, fui el primero que lo ocupé,
y el último. En la planta baja estaba el salón
de exposiciones, arriba trabajaba y allí tenía
lugar nuestras tertulias.
Deambulaban bajo las arcadas de la Plaza un grupo
alegre de mujeres jóvenes, eran las prostitutas
que salían a las cinco de la tarde en gran
algarabía, tal vez para recordarles a los hombres
que existían.
Conocí a Pablo Delgado en
el Hogar del Artista, era el que tomaba más
Pisco, el que mejor vestía, y el que menos
trabajaba. Fui yo el primero que conseguí que
se ocupara de algo, según la opinión
de los pintores. Delgado se dedicó a vender
mis pinturas. Era joven, alto, delgado, usaba un sombrero
muy chico y una nariz muy grande, y contribuyó
a completar su característica el cartapacio
de dibujos que siempre llevaba bajo el brazo.
Cuando lograba vender algo me buscaba
en el mercado en donde me encontraba luchando estoicamente
con el hambre mientras dibujaba. Pregunté por
Delgado, Molina me dijo que había muerto en
Lima en donde vivió de la profesión
que yo mismo le inventé, la de vendedor de
cuadros y que en los últimos tiempos decidió
convertirse en pintor, imitando las obras del artista
limeño y vendiéndolas para su propio
provecho. El pintor, que comprendía el alma
buena de Delgado, y sus debilidades, cuando él
murió, le dio la absolución diciendo,
—ha sido una lástima que se haya ido,
ya empezaba a superarme—. |
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