Guatemala
está en muchas de las cosas que contemplé
y viví, pero algunas son el símbolo
de su imagen más clara, por ejemplo, Guatemala
era una casa grande con zaguanes y corredores donde
el jardín entraba con su fragancia hasta las
habitaciones. En las vigas de los corredores colgaban
profusamente las jaulas, y desde su cárcel
de bambú, los pájaros lanzaban lo nico
libre, su canto, que desde el patio iba hasta el cielo
pasando por nuestros oídos.
En aquella casa de la ciudad de Guatemala
había bancas coloniales, armarios tallados,
santos sumergidos en la tiniebla de la tela pintada,
y una imagen que lloraba lágrimas de cristal
en la penumbra. Cuando todos dormían, y había
comodidad para moverse, los antepasados se levantaban
a hacer su vida, o si se quiere a vivir su muerte.
Tomaban un chocolate hipotético, conversaban
o se iban a rezar frente a los iconos.
Las dueñas de la casa, dos
señoritas venidas a menos, con los mismos modales
de mi abuela y mi madre, acogían a los periodistas,
a los poetas y a los pintores que nos juntábamos
a conversar frente a una taza de café o una
botella de cerveza. Allí en una verde penumbra,
con una vegetación pujante que parecía
haber sido liberada de una estela mayor, escuché
el corazón de los amigos. Alfonso Orantes,
con su pasión por la justicia, los poetas Carlos
Samayoa Aguilar, Méndez y Figueroa, y Miguel
Ángel Asturias, que volvía de Europa
a entrar en contacto con la tierra. En el patio llovía
oro fino en el atardecer y el bronce de las campanas
españolas, sonaba con la misma limpidez que
en el siglo XVII.
Guatemala era también un maestro
de escuela de Solalá, que me obsequió
una cabeza precolombina de terracota, la cual tenía
algo entre, la boca; aquel barro configuraba el rostro
oscuro de un viejo. La cabeza modelada desapareció
pero el recuerdo del maestro y su dádiva, sigue
existiendo. Como en las estelas de los griegos que
esculpían en el relieve de sus mármoles
la juventud del que se iba, así mi amigo el
maestro de Solóla, hoy probablemente un anciano
o sólo un nombre, González, continúa
viviendo en mi memoria, alegre y juvenil.
En la Escuela Normal de Heredia se
decía que los maestros son los que llevan la
luz. Yo evocaba a don Abel Fernández, que recitaba
versos de Martí. Todos tan mal pagados, iluminaban
gratis nuestra conciencia.
En Centroamérica he conocido muchos maestros,
eran pobres, alegres y buenos, lo mismo en Guatemala,
en El Salvador, así lo eran en Costa Rica.
A los maestros, a ese gremio de gentes pertenezco,
ese soy, le decía a González.
Siempre he amado las escuelas rurales,
allí donde todo es simple y verdadero. Mi amigo
el maestro me llevó a la escuela de Solóla
donde enseñaba. Los niños vestían
como sus padres, y sus ojos miraban igual que sus
ancestros de los relieves, y se ponían de pie
para decir el mal castellano que apenas medio aprendían.
Hice un cuadro que representa un
aula con paredes encaladas y suelo de barro que tenía
en un muro la lámina de un esqueleto. Esa era
la única decoración que en su aislamiento
trascendía su propósito elemental y
didáctico.
En esa aula el espacio se cargaba de una atmósfera
surrealista, sin los trucos y las fórmulas
de los prestidigitadores de los istmos, sin el misterio
de la realidad. Aquel fantasma científico adoptaba
una pose elegante, antes de iniciar con su primero
y único paso una danza macabra.
En el aula mentalmente dibujaba a
los niños indígenas frente a la inquietante
presencia del esqueleto de albayalde. A veces rompía
esta alternativa de mi atención, para escaparme
por la ventana abierta al infinito por donde entraba
el resplandor del lago de Atitlán. La vida
hecha luz azul, pugnaba en quieta y explosiva tensión
contra el hombre radiografiado de la pared. Seguí
su duelo y su diálogo, su silenciosa dialéctica,
mientras González discutía con el profesor
de matemáticas.
Antes de salir, como si fuera yo
el Ministro de Educación que atemoriza, y que
además hay que recibir con honores, martirizaron
a los niños por última vez con algunas
preguntas dedicadas a mí.
Cuando sonó la campana y los
niños volvieron a su quiche, me despedí
del espectro de la lámina que me miró
con sus ojos de sombra.
Volví a Costa Rica en un barco
inglés que salió del puerto de San José
en Guatemala, no recuerdo su nombre; sé que
hacía el servicio de cabotaje por las costas
del Pacífico y no le interesaba recoger pasajeros.
Viajaba también otra persona,
una estudiante de filosofía de la Universidad
de La Plata, que iba en primera clase. Ella era discípula
de Francisco Romero el filósofo, yo le había
hecho a él un retrato en Buenos Aires, grabado
en madera.
El contramaestre era un joven español
alto y rubio, parecía inglés como el
capitán. Cuando hablamos, descubrí que
teníamos gustos afines, ambos simpatizábamos
con la bella pasajera y detestábamos la horrible
comida de los barcos que sabía a grasa mineral,
a cobre, a madera asfaltada, nunca el sabor prístino
de los alimentos sencillos. Lo más grato hubiera
sido bajarse en los puertos, y saborear los platos
de la tierra, y las frutas en donde almacena el sol
sus azúcares.
La muchacha guatemalteca, discípula
del filósofo Francisco Romero, era morena y
de finos rasgos indí¬genas como una estela
maya gastada por las lluvias, y en la cubierta se
asomaba por las barandas del barco a ver pasar los
peces voladores.
Frente su pequeño camarote, conversábamos
los tres, cuando ella sacó su billetera para
mostrarnos la fotografía de su madre, el viento
hizo volar una bandada de dólares verdes, algunos
se perdieron en el cielo, los otros, los logramos
atrapar el contramaestre y yo, que corríamos
ágiles cazando los billetes, y arrebatándoselos
al viento.
Apoyado en la baranda del barco el
contramaestre nos hablaba de España, de tierra
adentro, en este su primer viaje por el mar. Yo decía
algunos fragmentos de un poema de Neruda.
—Amo el amor de los marineros
que besan y se van.
……………………………………………
Una noche se acuestan con la muerte
en el lecho del mar.
……………………………………………….
Yo trataba de acordarme de otros
versos, pero volvía a caer en los mismos, que
repetía a ruego do mi interlocutor. Así
pasamos largo rato, el mar golpeaba rítmicamente
el casco del barco, que iba rumbo al puerto de la
Libertad en El Salvador. Allí sin bajarnos,
permanecimos mirando desde lejos la tierra durante
todo el día.
Sobre la cubierta nos sentábamos
juntos: el capitán, un oficial, el contramaestre
y la "bella pasajera". La conversación
intermitente se desarrollaba entre el capitán
y el oficial, nosotros formábamos el trío
que hablaba en español.
El capitán tenía una
guacamaya de Honduras de extraordinarias plumas de
colores, que se acomodaban en el respaldo de su silla
como un escudo heráldico, yo acababa de verlas
esculpidas en piedra en los dos aros del campo del
juego de pelota en Copan. Estaba dedicado a admirar
la guacamaya cuyas plumas ado¬naban la frente
de los guerreros en Bonampak, cuando supe que el capitán
tenía la mano vendada, debido a una manifestación
de cariño de la "lapa", que además
arrancaba pedazos de su silla con su beneplácito.
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Con esos antecedentes
perdí aquella serenidad que había hallado
en el cielo de imperturbable azul, y que se difundía
en mi interior. La serenidad se iba cuando la guacamaya
se bajaba de la silla del Capitán, sosteniéndose
tanto con el pico como con las patas, y caminaba por
la cubierta con su rostro envejecido, y sus pies vueltos,
arrastrando el tesoro de sus plumas policromas. Caminaba
con la cabeza baja como si fuera a embestirnos, pasando
a escasos centímetros de mis pies.
Yo miraba la mano herida del Capitán,
mientras el maldito papagayo me veía con los
ojos velados por la sangre. A pesar de mi amor por
los animales, de buena gana me hubiera levantado para
alejar aquel pajarraco de un puntapié, pero
no se trataba de una simple guacamaya, sino del animal
totémico del Capitán.
El barco amaneció en Amapala
al día siguiente, cargaba y descargaba pero
sin tocar en ningún muelle. Allí otra
vez, reanudamos nuestra conversación junto
al Capitán y la guacamaya. El contramaestre
se hacía admirar de la pasajera lanzándose
desde el barco en una agua infestada de tiburones,
para volver apresuradamente.
Yo comía en la cocina, porque
mi pasaje no era de primera clase, y había
que justificar eso de algún modo. Los manjares
que me daban, eran los mismos alimentos con sabor
a barco que engullía el capitán, pero
yo estaba obligado a ver cómo sacaban los platos
de una agua amarillenta en donde pretendían
lavarlos, cada vez que se servía la comida.
De Amapala, el barco se devolvió
a la Libertad, en donde se repetían las mismas
escenas en la cubierta. Con estas idas y venidas y
las prolongadas estaciones frente a los puertos, el
contramaestre tuvo tiempo suficiente para enamorarse
de la bella pasajera.
Tres meses después, recibí
la invitación a la ceremonia matrimonial, que
desde Buenos Aires me enviaron el contramaestre y
la joven estudiante de filosofía.
Hay en el lago de Granada una isla que se llama Ometepe
y que tiene un volcán. Este, para recordarles
a los habitantes su existencia, de vez en cuando se
despierta y sacude la tierra.
Llegué a esa isla con Manolo
Cuadra, poeta de Nicaragua, atravesando el gran lago
de los filibusteros en un diminuto barco de vela.
Durante el día, el centelleo del agua nos obligaba
a viajar con los párpados cerrados, que levantábamos
de vez en cuando como los gatos, pero al aproximarse
la noche, bogábamos por una agua de colores,
y la vela áspera y sucia curtida por la intemperie,
se encendía en un oro castaño.
—Bajen la cabeza, gritaba el timonel que conducía,
y que junto con su hijo, éramos toda la tripulación.
Bruscamente el palo horizontal de la vela pasaba rozando
nuestras cabezas, buscando la dirección del
viento. Nosotros entonces, acostábamos la cara
contra la madera del suelo de la lancha, para levantarla
luego en la frescura de la noche y mirar las estrellas.
En la mañana chispeante, con
el viento detenido y el sol viéndonos llegamos
a un pequeño puerto de la isla de Ometepe que
se llama Alta Gracia.
En el mejor hotel del lugar y el
único, dormíamos en bancas de madera
nomo San Francisco de Asís. La dueña
nos cobraba la módica suma de un córdoba
diario, incluyendo en este precio una alimentación,
adornada con variadas frutas tropicales.
La verdadera distracción de
aquella isla era el lago; los niños montaban
toros que conducían con una argolla en la nariz.
Así iban a traer el agua, pero antes de volver
con el precioso líquido, se quedaban para jugar
dentro del lago, se montaban unos en los hombros de
los otros, combatían, gritaban, y se bañaban
en la espuma que nacía de sus saltos. Las mujeres
lavaban, la playa se transformaba en una blanca lavandería.
En el pueblo de aquel paraíso,
un viejo casi desnudo colocaba su cuerpo llagado en
la sombra. Allí cerca había dos ídolos
de más de un metro de alto, los niños
jugaban lanzándose piedras, les habían
destruido las narices, y las esculturas se habían
vuelto esfumadas, perdiendo sus ángulos vivos
y sus aristas amigas de la luz, lo que no habían
hecho nueve siglos lo consiguieron aquellos rapaces
indígenas en su deporte cotidiano a la caída
de la tarde. Me acerqué para decirles que le
estaban destruyendo la nariz a sus abuelos, y que
no había que destruir aquellas esculturas.
Los niños me miraron extrañados y uno
de ellos me dijo —Esos viejos tan feos no son
nada de nosotros, son el diablo.
Subíamos por los caminos de
la isla con sus cercas bajas de piedras. Desde allí
mirábamos Alta Gracia despertarse en la mañana
con mugidos. Alta Gracia reposaba a la orilla de una
agua pavonada con el azul negro de los cuchillos templados
por la llama. Compré por dos córdobas
las patas policromadas de una vasija que representaban
águilas, más tarde los arqueólogos,
que generalmente tienen razón, me convencieron
de que se trataba de unos zopilotes.
Recorrimos algunas distancias montados
sobre los bueyes de "lentos pies" que decía
Hornero. Al principio aquello nos parecía primitivo
y poético, como en los primeros días
del mundo, y más tarde comprendimos la importancia
del caballo que introdujo la velocidad, y que trajo
una nueva estética. Sus cascos resuenan cerca
de Palas Atenea, trotando en el mármol del
frise de las Panateneas.
Cuando bajábamos la colina
para llegar a Alta Gracia, nos detuvo en el camino
una muchacha que corría detrás de nosotros,
para preguntarnos cuál de los dos vendía
la "piedrita."
—¿Cuál piedrita?,
le pregunté.
—Pues la piedrita azul que sirve para que no
se vaya el amor.
—Si yo tuviera esa piedrita, le dije, no la
cambiaría por todo el oro del mundo.
Volvimos otra vez al lago, allí
se concentraba todo el encanto de la isla. Frente
al agua, Manolo Cuadra lanzaba piedras planas que
rozaban la superficie largamente antes de hundirse,
o se paseaba recitando fragmentos de poesías.
Yo dibujaba a los niños sobre los toros y los
caballos, y a las mujeres que lavaban cantando. |