Francisco y los caminos
AREQUIPA - 1
En Lima, el Museo Arqueológico
tenía vasos de oro y numerosas vasijas Cupisnique
y Mochica, en donde la plástica recogía
las costumbres y creencias de los antiguos peruanos
anteriores a los Incas, en la pequeña escultura
que corona los vasos o en que se transforma la vasija
misma. Existían vasos de madera decorados con
kantutas, y policroma alfarería Nazca en donde
un mítico tigrillo devoraba lindos y estilizados
peces con su larga lengua, los peces que se repetían
en otras vasijas y que eran los mismos que me servían
en los restoranes a la salida del Museo, porque en
el Perú persiste la dieta de la época
preincaica.
Estando lejos de Lima recordaba siempre
un restorán con una carpa que se prolongaba
al aire libre, donde tomaba bocks de cerveza, a veces
a la hora del almuerzo, o a veces en la tarde con
el pintor Víctor Devéscovi y algunos
otros artistas. Nos sentábamos en las mesitas
frente a una pequeña iglesia de piedra extraordinariamente
barroca, para mirar la luz que la esculpía
en plata oscura, mientras mis amigos me hablaban de
los incas, del Virreinato y de la poesía. El
ruido del tránsito dejaba intacto el silencio
de la iglesia colonial, y con unos vasos de cerveza
lentamente bebidos, la arquitectura barroca entregaba
e! secreto escondido en la poesía de su piedra.
Cuando pasé por Lima años más
tarde, busqué inmediatamente a Devéscovi
para volver a aquel lugar en donde el pintor me hablaba
de París, pero había muerto, y cuando
mi hermano me condujo a aquel lugar de mis sueños,
en vez de aquella plaza íntima que no tenía
nada que envidiar a ciertos rincones de Montmartre
y de Roma, encontré que había desaparecido
y tropecé con la agresiva fisonomía
de un Banco con rejas que parecía una tumba
de cemento, aunque siempre existía la dulce
iglesia colonial defendiendo en la luz matinal su
belleza y su gracia. |
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La vez que estuve
en Lima salí para El Callao a fin de continuar
mi viaje hacia el sur del Perú; resultaba entonces
más fácil utilizar el barco. En El Callao
los pájaros marinos se metían por todas
partes. Subí a un barco japonés desde
donde divisaba los peñones desérticos
de las islas de Guano, o mirando el agua cercana descubría
pólipos gelatinosos como si me asomara a una
vitrina encantada. El barco se llamaba el Rakuyu Marú.
En el breve pero lento trayecto de El Callao a Moliendo,
me daban de comer siempre arroz y pescado que sabía
cada vez peor; no es necesario advertir que viajaba
en tercera clase. Con un compañero de viaje
nos aventuramos por el barco para salir de los camarotes,
y nos internamos en el mundo vedado de los viajeros
de primera clase. Por una ventana percibimos de espaldas
a un japonés vestido con un rico kimono bordado,
que construía un gigantesco pastel que simulaba
un barco; lo mirábamos colocar velas de miel
y ventanas de almendras con el cuidado con que se
elabora una obra de arte. El pastel estaba cruzado
en todas direcciones por arabescos de color, prolijos
y complicados, que la distancia asemejaba a un cuadro
de Tobey. Aquel barco de caramelo estaba hecho para
los ojos y el paladar de los otros pasajeros, que
podrían degustarlo sobre el móvil piso
del Océano Pacífico.
Se hizo una vez, probablemente a
la altura de Pisco, un simulacro de naufragio. La
tripulación se apresuraba a situarse en determinados
lugares, y los marineros tomaban tan en serio lo imaginado,
que como en el teatro, la representación había
ido más allá de lo real, al p poner
claridad en lo confuso. Se desmantelaban las lanchas,
y se colocaban listas para que descendieran hasta
el agua. Sonaban campanas como órdenes preciosas.
Aquello me distraía, pero también me
hacía recordar que el barco podía hundirse. |
En la tercera clase no pasaba nada, éramos
sólo unos espectadores de tercera. No nos
tomaban en cuenta, no existíamos ni como
tales. Así se lo hice notar a mis compañeros.
Un chileno que estaba en el grupo contestó:
—Cuando venga el naufragio de verdad, marinemos
armados con revólveres, nos impedirán
pasar a I 'a cubierta de los pasajeros de primera
porque las lanchas son para ellos. Ante las amargas
frases de mi compañero de viaje, pensé
que algo parecido pasaba en el Egipto de los faraones.
No bastaba la supremacía numérica
de las buenas acciones en la balanza en donde se
pesaban las almas, para decidir la inmortalidad,
era indispensable disponer del dinero necesario
para hacerse embalsamar.
Le dimos la espalda a la maniobra que llegaba a
su fin, y volvimos a hundir nuestras miradas en
la dulce monotonía del mar.
Nos detuvimos en Pisco; allí volvimos a
descubrir después de nuestra dieta del barco,
el sabor de la tierra americana en las papas, los
porotos y la chicha lejos del té, el arroz
y el pescado, que últimamente' solo nos atrevíamos
a probar en momentos de verdadera hambre.
El dueño de la posada poseía un camión
desvencijado en el cual nos ofrecía llevarnos
a un lugar donde podían desentejarse vasos
y tejidos, y miraba la distancia en el desierto
de arena en dirección en donde probablemente
se hallaban enterradas aquellas mara¬villas.
—Chocano —decía— desenterró
allí hace poco preciosas vasijas incaicas.
Para él como para Chocano casi todo era incaico.
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—Además, —agregó, puede
llevarse una momia si le cabe en el equipaje.
A mi compañero no le interesaba "lo
incaico", y yo, concentrado sobre mí
mismo, estaba sumido en cálculos sobre el
tiempo, íbamos a permanecer allí cinco
horas; divisaba desde mi asiento el barco meciéndose
sobre las aguas, y contemplaba el desierto en donde
me tocaría quedarme solo con el poco dinero
que llevaba, si regresábamos después
que el barco hubiera zarpado. No cesaba de mirar
el camión, calculando por su aspecto las
numerosas posibilidades de un desperfecto en el
motor en aquellas distancias desérticas,
y volvía luego a mi mutismo, después
de haber expresado mi interés ante la posibilidad
de aquella experiencia arqueológica. El hombre
de la posada, me llevaría a los cementerios,
me volvería a traer y trabajaría conmigo
excavando, todo por un precio ridículo. Manifestaba
su entusiasmo seguro de sus futuros hallazgos, y
se embriagaba por anticipado con la vanidad de las
cosas que íbamos a encontrar. Yo también
participaba en aquella misma euforia con una máscara
imperturbable, porque el riesgo de ir me contenía
y la impotencia de realizar el viaje se me tornó
en un dolor oculto. Aunque tenía conocimientos
sobre el Antiguo Perú, desconocía
en aquel momento que relativamente cerca, en la
Península de Paracas, se había descubierto
en 1927 alrededor de 450 momias envueltas en espléndidos
tejidos.
Partí de Pisco con tristeza; había
perdido una oportunidad única, y me dormí
pensando en aquellas viejas culturas cuyo arte yacía
enterrado, mientras viajaba zarandeado por el mar
que resonaba aquella noche en el golpe de las olas
sobre los costados del Rakuyu Marú.
En Mollendo el barco japonés se detuvo frente
a la costa, donde una barca me llevó por
un mar agitado; luego me subieron en una especie
de canasta hasta la costa, que se detenía
en forma de acantilado frente al agua.
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Tomé un ómnibus
desvencijado que subió durante horas por caminos
laberínticos donde en cada curva se descubrían
aterradores precipicios. Desde lejos se veían
las casas agruparse alrededor del verde intenso de
cada uno de aquellos habitados oasis. Los indiecitos
que esperaban la llegada del ómnibus vendían
higos morados en canastillas trenzadas por ellos mismos;
era una ofrenda de la dulzura del desierto unido al
arte de la primitiva cestería. Cuando ya me
acostumbraba al vértigo de las curvas en las
alturas, fue anunciándose en el horizonte con
sus piedras de sillar Arequipa, la "ciudad blanca".
Deambulé algunos días
por la ciudad, como turista esperando el tren que
habría de conducirme por grandes extensiones
hasta Buenos Aires. Caminé por las arcadas
de la plaza, fui al mercado, pasé el puente
y miré el Misti. También introduje mi
mirada en los monasterios y me detuve frente a las
vendedoras de flores; quise comprar algunas, pero
no tenía a quién llevárselas,
y las flores continuaron entregando al aire su fuego
y sus aromas. Vi los burritos, todos eran Platero.
Hubiera querido permanecer allí muchos años,
y no sólo vivir sino morir allí también;
pero uno depende de un tiquete de ferrocarril en donde
está escrito su destino, de un itinerario que
podría cambiarse totalmente, y sobre todo,
de un afán, de llegar a un lu¬gar en donde
nadie nos espera. Por esos absurdos de que somos víctimas
todos los días, nacemos en cualquier parte,
vivimos donde estorbamos y no morimos a tiempo. Iba
a llegar a un lugar en donde pronto empezaría
a desesperarme. |
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