Francisco y los
caminos
HARLEM - 3
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Al fin dejé
Harlem para no volver nunca. Conseguí una habitación
con dos ventanas sobre la calle. Empecé a descubrir
que era agradable respirar, que era agradable subir
las escaleras iluminadas por la luz diurna; que era
agradable pasearse por el cuarto, encender la pipa
y fumar hasta intoxicarse.
Greenwich Village me pareció
apacible con sus calles anchas y su tránsito
discreto. Encontré italianos que vendían
frutas, y a cada veinticinco metros o memos, un Night
Club, cada uno tratando de exhibir las fotografías
más excitantes, en una competencia pornográfica,
siempre dentro de los límites decorosos de
la ley. Guardé una tarjeta que decía:
"El Night Club que hizo a Nueva York famoso".
Y en las noches, las diosas, semejantes a aquéllas
por quienes perdía los buses, salían
tambaleándose para caer dentro de los automóviles.
¡Oh!, las ventanas, pequeños
escenarios, donde siempre pasaba algo, aunque las
persianas violentamente interrumpían las escenas
más importantes. Por cada una de ellas se asomaba
la vida de las gentes, los que jugaban cartas bajo
la lámpara, la señora que regaba las
plantas con puntualidad, la mujer joven que se peinaba
medio desnuda, la ventana también donde una
anciana no se cansaba de insistir sobre la misma pose
y la misma modelo todas las tardes. Existía
además la ventana del ocio; no pasaba allí
nada y cuantío pasaba se repetía lo
mismo: dos personas jugaban damas y niña dama,
a veces presente, a veces ausente, trayendo algo o
nada, como una decoración necesaria, se situaba
en un ángulo de la habitación. Su vestido
bastante ligero en el verano le daba a su semidesnudez
un aire clásico muy contemporáneo. Las
dos personas jugaban damas, fumaban, bajaban o subían
las persianas, y al día siguiente el mismo
rectángulo con sus mismas escenas estereotipadas
con ligerísimas variaciones. Sus poses tenían
el maravilloso desgano de los que no hacen nada, de
aquéllos cuya vocación es el ocio, que
no conocen las vacaciones, sino el ocio, el ocio legítimo,
lo llevan escrito en las miradas y en los ademanes,
en la manera de bajar la persiana y de asomarse a
la calle. |
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Dejé
solamente las ventanas, en aquellos primeros días
de Greenwich Village, para ir al Musen de Arte Moderno.
Algunas veces fui a la Frick Collection, no tanto
para mirar a Fragonard como por la frescura del agua
y de las plantas. El Museo de Arte Moderno me pareció
admirable; entré en él con la emoción
del que penetra a un palacio de cristal encantado;
iba por primera vez a ponerme en contacto con las
telas originales de Gauguin y Van Gogh y a conocer
las esculturas de Maillol y de Lehmbruck. Sin embargo,
hallé tantos cuadros de pintura abstracta que
preferí volver a mis ventanas. Allí
la vida usaba el estilo concreto de los maestros.
Comprobaba en Greenwich Village que
todas las mujeres pertenecen a alguien: a la madre
fea y vieja como una celestina, al padre, al marido,
al dueño de la peluquería, al de la
farmacia, al panadero, al vinatero o la celestina.
Comprobé que en cada una de
las ventanas había alguien encerrado, particularmente
una joven cuyas miradas nunca se detenían en
nada fijo, sino que se lanzaban al espacio siguiendo
el vaporoso movimiento de algo indeterminado. Tenía
una verdadera colección de plantas en su ventana,
y un viejo medio elegante, paternalmente parecía
custodiarla.
Se produjo con ella una amistad
que empezó de ventana a ventana, siguió
en la grocery store y culminó la noche en que
fuimos a Coney Island. Como todo está fatalmente
escrito en Nueva York, tal como lo dicta el cine,
el romance no podía desarrollarse si no de
esa manera. Aquella noche, entre los miles de personas
vistas de lejos, muchos se parecían al hombre
que la cuidaba. Su sombra obesa nos acompañó
y nos perturbó aquella primera noche en que
la fragancia de mi nueva vida se concentraba en el
perfume de su cabello. |
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Otro día
fuimos a los parques. Entonces volvió a tener
sentido la sombra de los árboles. Al lado de
las palomas se veía la estatua de un prócer
cerca de la cual descansaba una mujer con su perro.
Hablamos durante mucho tiempo y nos olvidamos del
señor gordo con su cara de diablo.
La última vez que nos vimos
fue en el bar. Vivíamos con el temor de que
todo se acabara de pronto, sabíamos que así
tenía que ser, aunque ignorábamos cuándo;
por eso en nuestras citas en los teatros, parques,
bibliotecas y otros lugares públicos, vivíamos
la intensidad de una despedida que podía en
cualquier momento interrumpirse.
En uno de los más tiernos
instantes se apareció en el bar el señor
elegante a quien temíamos y en vez de asesinarnos,
como se acostumbra en el cine, se rió con estrépito,
con una risa falsa y convulsiva que acentuaba aún
más su fisonomía de diablo.
Poco después dejaba Nueva
York, y cuando iba a tomar el bus de la Greyhound,
se abrió en la noche una ventana, y una sombra
blanca agitó sus brazos en aquel edificio negro,
en un adiós desesperado. |
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