Fui a El Salvador para formar parte de un jurado de
pintura. Encerrado en el hotel conversaba con intelectuales
y artistas, e invitado por ellos fui a contemplar
el Izalco. Salí la última vez para asistir
a la fiesta que el Ministro de Cultura daba a los
miembros de los jurados. Esta tuvo lugar en un sitio
alto en la periferia de la ciudad.
Al finalizar la comida, la poetisa
hondureña Clementina Suárez sugirió
que hiciéramos uso de la palabra los que estábamos
allí. Se empezó en orden, todos hablaban
con gran fluidez; el poeta Alberto Velásquez,
Arturo Agüero, Pablo Antonio Cuadra y otros,
sus palabras me parecían profundas y llenas
de sentido, aunque no las recuerdo.
Se me acercaba el turno de dirigirme
a mis compañeros, a mi lado Salarrué
hablaba con exaltación de problemas relacionados
con el alma, yo tenía la mente en blanco, mejor
dicho, se establecía en- mí una lucha;
o seguía escuchando al escritor, o realizaba
un esfuerzo de concentración para planear mi
discurso. Tomé otro cognac, pero seguía
sin ideas, sin embargo, decía en mi interior,
ese pensamiento que no visita ahora mi cerebro es
como las luces de la ciudad, que frágiles como
el hombre que define Pascal, son almas que vigilan
con su conciencia el caos nocturno de donde surgen.
Pero inmediatamente volvía a sentir la dolorosa
amenaza de que, en un momento dado que parecía
inminente, se volvieran todas las miradas hacia mí
para escucharme. Pensé en la divina providencia
que podía enviar un movimiento sísmico
en aquel suelo sembrado de volcanes, y le pedí
a Dios que se presentara algo súbito y me librara
de lo que iba a suceder, pero fue el diablo el que
me oyó, porque en aquel instante, entre las
luces pálidas de la ciudad se levantaron unas
enormes llamaradas.
—Un incendio, gritaron, y todos
nos asomamos a la terraza abierta. Serafín
Quiteño se sentía Nerón. Se quemaba
el edificio de Correos.
Cuando vi el Izalco, estaba rodeado
por un parque hecho con fines de turismo. El volcán
domesticado nos brindaba pequeñas explosiones,
eran comedidas y sin peligro, como si éste,
se hubiera dejado sobornar por la Junta Nacional de
Turismo.
Había conocido el Izalco,
desde el mar, se me presentó una noche envuelto
en su propio fuego. Desde la borda el Izalco era un
nido de relámpagos.
—Qué admirable negocio,
dijo el contramaestre, sería anunciar una serie
de "Tours" al infierno empezando por ejemplo
por la laguna Etigia. La propaganda sería fácil
añadió, bastaría con utilizar
una mínima parte de lo que se ha escrito sobre
este lugar por los que nunca han estado allí.
En nuestro grupo una estudiante de
filosofía hizo notar el peligro de pasar por
ciertos lugares.
—Hay cosas que si las miramos
nos hacen cambiar, y no volvemos a ser lo que antes
éramos, y con una bella voz matizada por la
indignación, continuó.
—Hacer turístico el infierno equivale
a destruirlo, lo turístico es por definición
pasajero y el infierno es eterno. Además, si
se llega allí es para vivir como protagonista
y no como espectador.
La verdad, exclamó el contramaestre
para mostrar su sentido del humor, la tierra es un
infierno, por eso ando en el mar.
El barco en que íbamos era
un pequeño infierno y un breve cielo bajo el
temblor de las constelaciones.
Este libró se titula "Francisco
y los caminos", porque los abarca todos, tenía
que situar mis andanzas, y así lo hice. Escribo
cosas sin importancia. Algunas de las gentes que encontré
en mis viajes, tenían una vida con más
color y claroscuro, con más drama que mi pálida
existencia. Esos hombres y mujeres dejaron en mi libro
muchas de sus palabras agitadas, su llanto, su prolongado
silencio, su algarabía, y la plástica
de su perfil en la sombra.
No importa la geografía en
donde nacen mis memorias, a veces son países
donde viví el recuerdo de mis experiencias,
y descubrí todo su alcance.
He vuelto a los mismos libros muchos
años después, donde gentes que pasaron
fugazmente por algún capítulo, vuelven
a aparecer. Entre más lejanos, con más
vigor se destacan en el tiempo. Evocarlos es devolverme
para recuperar lo que se había hecho niebla
e incorporarlo a los fantasmas que viven.
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