Francisco en Costa
Rica
Estaba
en el último año del Liceo
Estaba en el último año
del Liceo preparando mi bachillerato; estudiaba matemáticas
con Felipe.
Había llovido todo el día.
En la noche se oían las campanas de La Soledad
llamando al rosario cuando, protegido por mi viejo
impermeable, llegué a la casa de Felipe. Contra
las recomendaciones de mi madre para hacerme olvidar
una vieja costumbre, al pasar por el zaguán
no pude dominar la tendencia de ver por la puerta
de la habitación de la tía de Felipe.
Como el ángulo de mi visión era siempre
el mismo y también la hora en que pasaba, veía
sólo una parte: un piano que siempre estaba
mudo, un biombo japonés, un vaso probablemente
chino, almohadones de colores y algunas fotografías
viejas.
Esta vez, al pasar descubrí a un sacerdote
alto y flaco enfrascado en la lectura de su libro
de oraciones, y pasé silenciosamente sin saludar.
Felipe no estaba; me senté en su cuarto y abrí
mi cuaderno. Casi inmediatamente oí la voz
de Amalia quien entraba en la sala en donde la esperaban.
Me molestaron las voces porque no podía concentrarme;
en realidad leía escuchando, y entonces me
pareció más importante aquella conversación
que las matemáticas y con el cuaderno en la
mano me propuse oir atentamente.
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El vicario. —El
objeto de mi visita es decirle que mi hijo . . .
Amalia. —¿Cómo, es su hijo?
El vicario. —¡Claro! Está tan loco
por usted que debe haberle contado que soy su padre.
¡Basta de teatro!
Amalia —Entonces somos todos de la iglesia,
mi abuelo . . .
El vicario. —Lo supongo; casi todo lo sé,
y lo que ignoro lo descubro o lo invento y después
resulta verdad. No se trata ahora de una novela de
las que usted lee; en la vida los desenlaces son diferentes.
Hay dos caminos. Lo enviaré fuera. ¡O
usted se irá! Tengo influencias; confieso al
Presidente de la República y también
a su querida. Los viajes son muy instructivos; podrá
comprar más bibelots, si prefiere, o ir a los
museos para que, a su regreso, destruya todos esos
adornos que estorban y use una decoración más
sobria y decente. El mar embellece la piel y encontrará
usted personas interesantes y de veras ricas a quienes
podrá estafar. Me parezco al diablo haciéndole
a usted estas proposiciones, pero no me queda más
remedio.
Después de algunos instantes
de silencio, volví a oír la voz de Amalia.
—Como tengo que decidir entre
estas dos afrento¬sas proposiciones, yo soy la
que se va.
El vicario. —Lo sabía. Pongo mis economías
a su disposición. Me alegra que haya aceptado;
soy un hombre de más de cincuenta años
y conozco el mundo.
Amalia. —Pero señor vicario, si usted
apenas parece un hombre de cuarenta.
El vicario. —Muchas gracias, señorita.
Creo que hemos llegado a un perfecto acuerdo.
Amalia. —Con usted todo negocio es perfecto
y algunos consejos suyos no me vendrían mal.
El vicario. —La sobriedad en el comer y en el
beber, y la castidad prolongan la vida y conservan
la Juventud. Esto no es mío: es la sabiduría
de todos los tiempos.
Amalia. —Quisiera convertirme no a su religión,
porque es la mía, sino estar más cerca
de usted para aprender a practicarla como se debe,
y para aprovechar mejor sus enseñanzas y guiar
mi vida de acuerdo con sus sabias palabras y su edificante
ejemplo.
El vicario. —Lo haría para salvarla.
Su influencia es demasiado fuerte y me perdería.
Sin embargo, dice el Evangelio de San Mateo: "El
que pierde su vida, la salvará."
No pude seguir la conversación,
porque entró Felipe con su hermano, y además
tanto Amalia como el vicario bajaron la voz y terminaron
su conversación en la puerta.
Después supe de Amalia por
Felipe que me enseñaba las postales que le
enviaba su tía desde los puertos en donde tocaba
el barco. Su viaje fue breve; a los tres meses apareció
con numerosos baúles de ropa.
La tarde que volví a casa
de Felipe, me encontré con un mensaje en que
me decía lo esperara, porque había salido
a hacer una visita.
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Me fastidiaba en el cuarto de mi
amigo; había pasado ya casi media hora, y como
la habitación de Amalia estaba entreabierta,
observé desde afuera algunas cosas en desorden:
abanicos, porcelanas, ropa interior, novelas, etc.
Movido por la curiosidad, quise mirar aquellas cosas
más de cerca y además tocarlas —no
se puede ver sin tocar, como quieren los grandes que
los niños hagan—. No vi mucho al descubrir
el diario de Amalia; la sirvienta podría entrar
por el zaguán y Amalia regresar con sus sobrinos
en cualquier momento. Con todo, la curiosidad fue
más fuerte que el temor, y temblando pasé
algunas páginas, pero cuando vi que aparecía
el vicario, con voracidad leí desde el principio
mientras mi corazón latía aprisa.
Lunes. Así como el capitán
lleva su cuaderno da bitácora, llevaré
yo mi dario de a bordo. Pero, como mi diario no es
un cuaderno de bitácora, también incluiré
algunas de mis impresiones sobre gentes y paisajes,
porque lo que a veces ocurre, sólo tiene importancia
por las experiencias que despierta en el alma.
Martes. Sé todo lo que va
a suceder en este viaje. Lástima que no hubiera
sido hace tres siglos, en veleros de velas innumerables.
Velero bosque de árboles poblado
que visten hojas de inquieto lino.
¡Ah!, todavía me acuerdo
de mis clásicos: la memoria se limpia y se
refresca con la brisa marina. Sin el mar, no habría
vuelto a acordarme de Góngora. Hace tres siglos
hubiera vivido bajo las amenazas do los abordajes
de los piratas. Esto le hubiera comunicado tensión
a los días, y si hubiera sucedido, nada más
interesante que un rapto, sobre todo cuando relucen
los cuchillos y la cubierta se enrojece. Tal vez no
hubiera sido raptada por un valiente y bello capitán,
sino por un corsario con un brazo o una pierna de
menos, pero un rapto siempre es un rapto. Por el momento,
lo que sucede es la presencia del mar como telón
de fondo por donde desfilan estas escenas que mi imaginación
crea en este dulce aburrimiento marino.
Miércoles. Al fin el vicario
se decidió a salvar mi alma perdiendo la suya;
así castigaré su entremetimiento y su
ruda intervención, pero ahora hasta he llegado
a quererlo. Esta mañana traté de decirle
algo amable:
"Nunca supuse que sus economías
fueran tan ele¬vadas; sólo su modestia
podría llamarlas así." Pero no
le agradó que le previniera de que sus economías
no estaban muy seguras en el baúl del camarote
nuestro, porque me contestó: "Con usted
todo está seguro de perderse: mis economías
y lo que es más, mi alma, pero el dado está
echado."
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Me sobresalté
al saber que jugaba y así se lo hice saber
al vicario que ya debería saberlo porque ninguna
fortuna dura con el juego. El vicario me tranquilizó
explicándome que se trataba simplemente de
unas palabras simbólicas de César sobre
el destino. Nunca me había asustado tanto César,
ni en los exámenes de historia.
Jueves. Quisiera hoy pintar en vez
de escribir: haría un cuadro en azul y blanco,
azul del mar, blanco de la espuma, azul del cielo,
blanco de las nubes y las gaviotas. También
quisiera escribir un poema; la limpidez del día
lo provoca.
Las gaviotas pasan diciendo
adiós con sus alas,
pero no se me ocurren más
cosas, o al menos lo que sigue no vale la pena escribirlo.
Viernes. Con todo lo que gusta de
mi compañía, el vicario no ha vuelto
casi a aparecer. Creo que está tomando más
de lo que debe; se ha aficionado mucho al coñac.
Algo le dije sobre esto y me contestó que era
para adormecer su conciencia. También me dijo:
"Amo el mar, pero más aún el que
se mira en tus ojos; pero ahora, a pesar de la poesía,
todo tiene un gusto desolado." Trataré
de hacerle más amable la vida.
Je l'amais trop: —voila pourquoi
Je luí dis: Sors de cette vie!
Pasé dos páginas más,
salté unas reflexiones sobre el amor, a propósito
de un idilio sobre cubierta, y recorrí buscando
entre las líneas escritas el desenlace esperado,
hasta llegar al sábado 10 de junio en que se
leía: "El vicario sigue bebiendo coñac
y está cada vez más sombrío.
El mar está hoy gris de un plata sucio que
me encanta."
Domingo. En la mañana echaron
al agua un ataúd de plomo con el vicario dentro.
Celebraron los oficios religiosos acostumbrados. He
llorado inconsolablemente en la borda. Ninguna viuda
más dolorosa y más bella contra aquel
cielo matutino cruzado por gaviotas que, como siempre,
decían adiós con sus alas, pero esta
vez de una manera más convincente.
Seguía algo más, pero
lo esencial estaba ya descubierto: a pesar de la quietud
de la casa, se apoderó de mí un gran
temor. Dejé el diario como lo había
encontrado y salí a la calle con mi viejo impermeable:
la lluvia continuaba y yo me sentía agitado
por el secreto que acababa de sorprender. |
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