Conocí
a Lillian Edwards
Conocí a Lillian Edwards,
cuando salía con mis compañeros en la
noche a deambular por la ciudad; no podíamos
ir a los cines, y tratábamos de encontrar alguna
forma de divertirnos. Por ejemplo, había un
relojero que trabajaba todas las noches en una casa
Vieja frente a una gran ventana que daba a la calle.
Fue un gran descubrimiento; mi amigo y yo nos situábamos
allí para observarlo con la lente que sostenía
en el Ojo, rodeado de extraños aparatos y viejos
relojes en donde el tiempo estaba detenido. Admirábamos
a aquel hombre orientándose dentro del caos
de ruedas dentadas, resortes y pequeñas piezas
iluminadas por una lámpara clara que resplandecía
en su calvicie santificada por el trabajo.
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Probablemente el
relojero —y esto lo pienso ahora— sentía
agrado en que lo contempláramos. Empezamos
a ser amigos; a veces dirigía su mirada sin
lente hasta nosotros que nos sentíamos traspasados
por aquel ojo. Íbamos con regularidad; no podíamos
acostarnos sin hacerle una rápida visita. Estoy
seguro que él nos esperaba y hubiera lamentado
nuestra ausencia. Tal vez presentía en nosotros
la vocación de los que ponen en marcha los
relojes, los grandes relojes de solemnes péndulos
de bronce que dicen la hora fatal como en los cuentos
de Poe, o los diminu¬tos relojes cuyo latido carcome
el silencio y también nos acercan a la muerte.
En una de esas visitas habituales hechas a través
del cristal de la ventana, nos reíamos cuando
con su ojo de cíclope nos atravesó.
El hombre se puso de pie enfurecido. Descubrimos entonces
otro matiz cruel de nuestras diversiones. El hombre
se levantó colérico y nos persiguió
con sus años encima.
Lo vi la última vez cuando mi compañero
tropezó en su carrera con el policía.
En 1920 vestían de azul y eran campesinos puros
y analfabetos. El policía lo recibió
sujetándolo por los brazos. En aquella época
nuestros padres nos pegaban para demostrarnos su amor;
el relojero hizo las veces de padre con Ramón
y lo golpeó con saña. En la distancia
contemplaba jadeante el dramático epílogo
de la amistad con el relojero.
Iba con Ramón a la Iglesia metodista cuando
se iluminaba con luces y cánticos. Llegábamos
a reír de la tontería de las cosas serias:
todo despertaba en nosotros la risa; la llevábamos
dentro como los diablos que llevan cascabeles en la
cola, y nos movíamos en la puerta desplazando
en la luz nuestras siluetas móviles. Al fin
nos invitaron a entrar y nos pusieron en las manos
unos libros de pasta dura y roja para que cantáramos.
Al fondo se vía el Pastor vestido de negro;
era alto y fuerte como un leñador y parecía
tallado en quebracho rojo. Me extrañó
que las palabras que descargaba con sus puños,
estuvieran exentas del dolor y la tristeza que configuraban
los sermones de los sacerdotes que desde el pulpito
hacían llorar a mi madre. Jesús era
para él una fuente de optimismo que trascendía
en sus palabras, en sus gestos, y en la sonrisa que
cruzaba su cara. Allá en el fondo, la hija
del Pastor, Lillian Edwards, levantaba la invisible
música que se llevaba nuestras canciones. Para
explicarme la finura de su belleza pensé en
sus huesos tallados en marfil. La imagen de Lillian
Edwards desterró mi risa y puso en mi corazón
de adolescente una alegría triste. Con mis
ojos dibujaba su perfil como si fuera un lápiz,
un lápiz que fluía recreando aquello
que la luz ardiente disolvía. El amor profano
se iba volviendo sagrado e identificaba en aquel recinto
sin imágenes a Lillian Edwards con la virgen
dorada de las catedrales; a ella se dirigían
mis plegarias, no las de los cantos monótonos
y mecánicos, sino los que pronunciaba mi corazón
en el secreto de mi sangre.
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Mis amigas más
tarde fueron generalmente melómanas eruditas
en sonidos. Julieta, por ejemplo, me invitó
para que la escuchara cantar. Me mostró los,
programas de sus recitales en Santiago, en Montevideo
y también en Buenos Aires, en donde estábamos.
Llegué arrastrado por su insistencia aunque
le había dicho que amaba la música,
pero que padecía de una innata incapacidad
para juzgarla y que, por lo tanto, mi criterio carecía
de valor. No me creyó o supuso que mis palabras
nacían de una exagerada modestia, Le dije esa
tarde que me gustaban los spirituals y como habíamos
estado hablando del folklore, la madre de Julieta
sirvió en vasos ambarinos un licor del Norte.
Después de probarlo desaparecieron mis preocupaciones
y hasta creí saber algo de música; opiné
con propiedad sobre cosas absurdas y me dejé
desliza,-en aquel río de canciones: lieds,
barcarolas y cantos hebreos de la Edad Media. En los
intervalos bebía el licor ambarino y me sentía
obligado a hacer algunos comentarios. Aquellas canciones
me llevaron a otros mundos inclusive al mundo de Lillian
Edwards. Recuerdo que entonces me limpiaba con regularidad
los zapatos y me peinaba cuidadosamente; mi madre
se daba cuenta de que el amor había aparecido
en alguna parte.
Ramón me abandonó y me quedé
solo mirando a Lillian Edwards. Fui invitado a las
reuniones dominicales en donde la vi de cerca, conocí
su voz, descubrí el color de sus miradas al
colocarlas sobre las mías y su risa que estaba
en sus ojos como en la Gioconda. Lillian Edwards como
la cantante que tenía enfrente era también
la Gioconda. Yo interrumpía mis evocaciones
para decirle a Julieta algo estimulante y volvía
a sumergirme en mi pasado. La timidez me había
hecho sufrir en mi adolescencia y no me abandonaba.
Si antes hubiera conocido este licor argentino, todo
hubiera sido diferente, pensaba, mientras Julieta
con su mirada oscura se volvía majestuosa di
lado de su propia voz. El Pastor fue trasladado a
Meridian, Mississippi. Transcribo aquí un poema
que tiempo atrás le escribí:
Hoy recuerdo los versos que te
hacía, Lilliam Edwards.
Te fuiste un día, con tu violín y tus
cabellos
y tu figura dorada
para el Sur de los Estados Unidos.
Yo te escribía muchas cartas que iban por los
vapores
remontando aquel río
cuyas riberas están florecidas por el canto
de los negros.
Yo comencé a quererte cuando salía de
la infancia
y tocabas el órgano,
mientras tu padre, un Pastor metodista
nos hablaba de Dios.
Yo te recuerdo, Lillian Edwards,
porque de todas las tempestades
no conservo una carta, ni un retrato,
sino tu claro recuerdo que el tiempo ha dibujado
con el oro marchito de todos los ponientes.
Eres una mujer que casi no ha existido,
y no hubo entre nosotros el contacto de un beso.
Por eso, Lillian Edwards, eres eternamente joven,
y no envejeces nunca, como las obras de arte.
Yo sé que te he perdido, pero estás
en el viento,
en el grito de las locomotoras y el dolor de los trenes
y en todas las canciones de amor que sigo oyendo.
Yo le escribía y ella me contestaba
con cartas donde aludía a las reuniones dominicales.
Deseaba irme para Meridian, Mississippi y evocaba
la figura blonda do Lillian Edwards disuelta en la
luz de las mañanas do los domingos, cuando
todo era de oro y las horas celestes y olorosas a
aguas y a flores. |
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