Manzanares
Manzanares, llegaba al salón
grande donde estábamos todos los oficinistas,
arrastrando casi la caja oscura de su violonchelo;
a veces entraba con su impermeable mojado, dejando
en el suelo una estela de agua. Manzanares era pequeño,
y para él, más que para otros, se habían
hecho aquellos bancos como los de los bares, que en
este caso le servían para escribir sentado
sobre las mesas altas, en donde se llevaba la contabilidad
de la Tributación Directa.
Manzanares colocaba su violonchelo
en un rincón, y cuando la sala llena de escribientes,
cerraba para el público, desenfundaba su instrumento,
y sentado en el mismo banco en que escribía,
se ponía a estudiar, pasando el arco lentamente
para arrancarle al instrumento sus quejidos más
graves.
Los huesos de su cara eran anchos
y estaba consumido por la tuberculosis. Su rostro
era oscuro. Era joven pero lo cetrino de su tez no
estaba en su edad, más bien en su condición
de enfermo; andaba lentamente y jadeaba al hablar.
Todos sabíamos de su enfermedad,
a la cual se sumaba el problema de que trabajaba hasta
muy tarde en orquestas nocturnas, porque el sueldo
de la Tributación Directa, no bastaba para
mantener su familia.
Sabiendo estas cosas, cuando veía
entrar a Manzanares, o salir, casi arrastrando su
violonchelo en su funda de madera pintada de negro,
me parecía que llevaba a cuestas su propio
féretro.
|
|