Fue
también por aquellos días
Fue también por aquellos días
cuando con una cuchilla comencé a hacer grabados
en madera, todo para ilustrar mis propios poemas que
don Joaquín García Monge publicada en
el Repertorio Americano. Amaba la madera. En mi infancia
tallé el café para hacer flechas; parecía
que el esqueleto del arbusto estuviera hecho de un
material pálido y consistente que se vestía
con la blanda corteza de su carne. Los trompos de
mi infancia que compraba en las pulperías estaban
hechos de una madera blanca y barata y los pintaban
con líneas azules, pero había otros
pequeños y pesados de maderas duras como el
guayacán, el ron-ron o el cocobolo que carecían
de pintura, porque iban vestidos con el lustre de
su madera pulimentada, y lanzaban reflejos al girar
en el suelo o sobre la palma de la mano.
Los tableros de madera de las mesas
en que hacía las tareas de la escuela, me hacían
abandonar mis estudios y soñar siguiendo la
hidrografía de sus vetas infinitas. Recorrí
aquellas líneas sinuosas como corrientes detenidas
que aún dentro de su estatismo seguían
circulando. Tuve pedazos de madera de guayacán
y de cocobolo encendido que pulí y se volvieron
materiales preciosos al intensificar el acento de
su color y resplandecer su dureza que descubría
especialmente por el tacto. Semejaba una madera fósil
engrasada provista de una capa vítrea bajo
la cual las vetas volvían a recordar la materia
orgánica.
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Más tarde,
cuando grabé la madera, volví a entrar
en contacto con esta materia de la selva que hoy tratan
de sustituir con productos sintéticos. Algunos
fragmentos dejaban salir su aroma al ser heridos y
llegué a la erudición de los bosques
acumulando pedazos de café pálido, de
naranjo amarillo, del nazareno teñido con su
propia púrpura, del manú castaño,
de la azafranada mora, del ron-ron pesado y rojizo,
del guapinol, del carey y de tantas otras maderas
que sigo descubriendo. Todas ellas aceptan con la
lealtad de su dureza las incisiones del acero.
Todavía sigo acariciando los
trozos do madera que a veces no grabo, y con la mano
froto la superficie y contemplo el destello que la
luz les arranca; los dejo a veces sin tallar, porque
ninguno de mis grabados supera la belleza y el misterio
de sus texturas.
Hubiera querido ser escultor para alimentar mis formas
con el tronco de los árboles y las canteras
minerales que buscan expresión. No simpatizo
con los materiales nuevos, aunque me gusta el metal
castigado por el ácido y los golpes. No sé
si, en el fondo, este amor por la estatuaria obedece
más bien a razones poéticas, y pienso
que gran parte de ¡a poesía que exhala
la escultura está en la materia que el tiempo
empezó a tallar, que el mar arroja y los ríos
esculpen para entregarla ya hecha y sin firma como
las grandes obras anónimas. A veces la dan
sólo abocetada, y es la imaginación
del escultor, ávido de comprender la materia,
quien encuentra la obra empezada desde siglos, y la
salva del olvido para continuar viviendo en las formas
que la naturaleza dejó sin terminar.
Me di cuenta de esto al contemplar
las esculturas de Juan Manuel Sánchez, donde
la obra sigue siendo rama de árbol y tronco.
El costado del Cristo herido está hecho con
la colaboración de un pájaro carpintero.
Sánchez y Francisco Zúñiga descubrían
en aquellos años lo indígena, las esculturas
empezaron a hablarles; y ellos estuvieron en capacidad
de escuchar lo que éstas venían diciendo
desde el fondo de los siglos.
Juan Manuel convierte la materia
en forma, como dice Aristóteles que hace el
artista, al mismo tiempo que aprovecha las piedras
pulimentadas por el agua o la violencia de las rocas
erosionadas. Su amor a estos materiales puros que
se encuentran en las montañas y los ríos,
la piedra y la madera, le viene a Sánchez de
su ancestro indígena; así lo reconocía
él mientras me mostraba sus esculturas y arrancaba
al mismo tiempo pedacitos de piedra que se comía:
—Soy un litófago y voy
a vivir poco.
Sin embargo, la piedra debe ser un
magnífico alimento, porque han transcurrido
treinta años después de eso.
Su sangre indígena y su sensibilidad
lo han llevado a coleccionar objetos de arte precolombino
y a arrancar al barro de las ocarinas el sonido del
viento y de los pájaros. Pero también
tiene un violín europeo donde solía
llorar sus amores imposibles.
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Conocí a Sánchez
cuando recorría a pies tres kilómetros
para mirar la ventana iluminada de Rosarillo. Más
tarde lo acompañé a ver la "doncella
de Sión", una israelita que vendía
broches, collares y brazaletes en una bisutería
situada cerca de un teatro del arrabal. Juan Manuel
observaba los ojos claros de la vendedora, al mismo
tiempo que el vidrio de color de las joyas, como si
estuviera comparándolos, y deslizaba con recato
frases amables. Pero su confesión de amor elocuente
y sin palabras, era el acto de comprar baratijas que
no necesitaba. Regresamos bajo la lluvia; Juan Manuel
iba abstraído soñando con la joven israelita
rodeada de objetos coruscantes, pero eso no le impidió
dar un salto al pasar frente a una casa que estaban
derrumbando. Se volvió para observar los pedazos
de ladrillo que caían desde lo alto, y haciendo
un prudente viraje, exclamó:
—¡Si al menos muriera
uno aplastado por un capitel corintio!
Cerca de la casa Juan Rafael Chacón
y Francisco Zúñiga se encontraban detenidos
por la lluvia. Ensimismados miraban el agua empozada
de la calle, en la misma actitud que los zopilotes
alineados en los techos del frente.
Juan Manuel sugirió "guarecernos"
en la pulpería: según él "tomar
guaro". Las luces se encendían a las cinco
de la tarde: eran unos bombillos tristes velados por
el agua; el interior de la taquilla era reconfortante;
se oían las voces de los obreros que tomaban
el aperitivo, y se veían los licores alineados
en los estantes.
Juan Manuel se acercó al mostrador,
y con la generosidad que lo caracteriza, dijo:
"Sírvanse todo lo que
gusten". Luego, en un aparte, agregó sotto
voce, "eso sí, siempre dentro de la mayor
economía". |
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