En
los años
En los años en que me iniciaba
en el grabado, conocí las obras de los expresionistas
alemanes, y las xilografías mexicanas aparecidas
después de la Revolución como un lenguaje
en blanco y negro que hablaba de la historia viva.
Quise entonces aprender el fresco. Seguí trabajando
con la cuchilla aquel arte que vive en las páginas
de los libros y me puse a aprender el otro: el que
se desarrolla en los muros de los edificios por donde
transita la gente.
En México vivía Lucinda.
La conocí durante diez años en que escuché
el poema de Alfredo Sancho Credo de amor por Lucinda.
También admiré una de las primeras obras
que pintó: un magnífico retrato de él
hecho con las tierras y los grises de Gutiérrez
Solana y con la sobriedad vasca de la autora. Sancho,
con el ascetismo del hambre, es un poeta que mira
a la distancia y piensa en la pintora que está
cerca.
La última vez que estuve en
México busqué a Lucinda, porque a pesar
de su cuadro, podía ser una ficción
poética del artista para decir las cosas que
soñaba. Pero Lucinda existía. Cuando
llegué a su casa, y esperaba en la sala, la
miré descender por una escalera de caracol
transparente que venía de su estudio. Su figura
fue desenvolviéndose en espiral, presentándose
en movimiento; vi su pierna que luego se duplicó;
su cintura, sus hombros, y al fin, toda entera caminar
en mi dirección con su pelo violento y su mirada
puesta en mí. Diez años de conocerla
a través de la poesía, de escuchar su
nombre intercalado en el poema y configurándolo.
Devoré su imagen. No era, por supuesto, la
que yo había elaborado; sin embargo, coincidía
en esencia con el clisé de mi mente; es bella,
seria y silenciosa.
|
|
|
Me ofreció
café o coñac. Eran las once de una mañana
fría. Me molestaba una tos y pensé que
el licor difundiría en mi garganta un calor
suave y así se lo hice saber. Pero no le dije
que para acercarme a ella, el coñac era superior
al café.
Lucinda se sentó frente a
mí, quieta como una escultura. He olvidado
parte de su fisonomía en esta única
vez que la admiré, pero en sus ojos estaba
toda ella: tenía una luz de acero, y la vehemencia
no estaba en sus palabras, sino en el metal de su
mirada que cobijaban sus cejas cortas, enérgicas
y oblicuas de mandarín. Bajo la influencia
del coñac y de la pintora, traté de
explicar intempestivamente que el azul de sus ojos
era el del color del acero, cuando el acero es azul
como en las corazas de los conquistadores que pintó
Diego Rivera en Cuernavaca. Ella no dijo nada y se
quedó viéndome desde el acero azul de
su mirada. Este es el poema de Alfredo Sancho, pensé
desde mi silencio. La ciudad sonaba en un rumor lejano
y el cielo estaba gris y alto. |