Francisco en Costa
Rica
En
Heredia
En Heredia compartí horas
serenas en compañía del poeta Fernando
Lujan. Recorríamos a pie las calles de la provincia
que parecían alumbradas por lunas cautivas
que colgaban de los postes eléctricos. Aquella
pobreza de luz nos impedía dispersarnos, y
desde nuestra concentración interior, nos empujaba
a conversar de Rafael Alberti, de Salinas, de don
Fadrique Gutiérrez y de Manolo Cuadra que había
vuelto de Charleville de visitar la tumba de Rimbaud.
Fui a pie con Lujan por los caminos
que conducen a Barba en mañanas transparentes
como acuarelas, donde en las cercas las espadas oscuras
de los itabos acuchillaban el aire. Pasamos frente
a las casas de los campesinos que trenzaban en el
corredor sus canastas y que en los pilones agrietados
hechos de los troncos de los árboles, hacían
llover los granos de café para que el viento
los limpiara.
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Entramos en los
bosques donde habita la niebla que borra los caminos.
Conversamos de la pintura japonesa, de aquellos grabados
en donde el Fujiyama se refleja en una taza de té,
o donde el agua duerme su sueño de plata reflejando
frágiles arquitecturas, o donde mujeres extraordinarias
pescan perlas y abulones. O en pinturas chinas donde
las cascadas suenan por todas partes, y hay rocas
afiladas para herir nuestro tacto, y nieblas esfumando
los contornos y pájaros marinos volando en
la infinidad de la página.
En San José de la Montaña
los árboles eran grises fantasmas, y en los
abismos sonaban ríos invisibles. No era extraño
por eso que el poeta descubriera en las voces del
viento espíritus de las aguas y los bosques
"a orillas de las fuentes entre los juncos y
las adelfas".
El alba nacía con las campanas
y la llegada de la noche se anunciaba con el ángelus.
La provincia rodeada por los sembrados y la montaña,
cercada por la plata de los ríos seguía
siendo campesina; entraban la brisa y las cosechas,
y las carretas sonaban sobre el pavimento.
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Las
carretas que hoy compran los turistas, no eran entonces
un souvenir; formaban parte de la vida rural y completaban
el paisaje costarricense. Los niños jugaban
con pequeñas carretas que se vendían
en los mercados para cambiarlas por otras al crecer.
Nací oyéndolas y viajé en ellas,
y cuando las pinté formaban parte de mi propio
mundo. Las veía al lado de las tapias, frente
a las pulperías y alrededor de los mercados,
en Barva, en Santo Domingo y en San José. Las
pinté en los ríos cuando los campesinos
con las piernas metidas en el agua las cargaban de
arena; en penumbra donde el sol bombardeaba la piel
de los bueyes y el agua negra, llena de sombra, se
manchaba de oro. En mi infancia fui a los pueblos
por caminos pedregosos en donde el único vehículo
colectivo era la carreta y en ella asistí a
los "turnos" olorosos a alcohol y llenos
de gritos.
Cuando mi abuela me hablaba del mar,
se refería al Océano Pacífico,
porque lo había conocido en las mismas carretas
que llevaban el café a los barcos que esperaban
llenar las bodegas de sus vientres meciéndose
en una agua verde. |
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Asistí
a la bendición de las carretas en Moravia,
en Sarchí y en Escazú. Bajaban profusamente
decoradas. Iban repletas de productos de la tierra
para la fiesta del santo mientras estallaban en el
aire azul los cohetes y ensordecían las campanas.
En el atrio de piedra, el santo policromado miraba
la montaña y el sacerdote, asistido por el
acólito, les lanzaba agua bendita al pasar.
En la plaza, los músicos, con sus grandes trompetas
metálicas, nos lanzaban el sol en los ojos,
y los niños y las mujeres con sus vestidos
vistosos, transformaban la plaza en un inmenso campo
de flores.
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Hoy eso no existe.
Costa Rica es otra, ni mejor ni peor, sino diferente.
Pero las carretas siguen pasando en los atardeceres
de los pueblos camino de la noche. Sé que son
un rumor que viene del pasado cuando existía
la Cegua y el Cadejos y en las quebradas lloraba La
Llorona. |
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