Francisco en Costa
Rica
Estuve
una semana
Estuve una semana cerca de Puntarenas
donde fui el único inquilino del hotel. No
era la temporada de veraneo; los sábados y
domingos llegaban algunas familias que se zambullían
inmediatamente en las olas, hombres que se embriagaban
en vestido de baño, y amantes que esperaban
el momento en que el sol se hundía en el agua
para perderse en la playa.
En mi soledad del hotel, me sentaba
en las tardes a escuchar el tumulto del mar. A veces
la lluvia y los relámpagos hacían temblar
un cielo tétrico por donde se escapaban los
pájaros marinos. Otras, el Océano hervía
como si millares de peces hechos de todos los metales
afloraran a la superficie, o el mar se trocaba intensamente
verde, como aquel océano de Coconut Island
en donde Manolo Cuadra, en su destierro, miraba a
Miss Christine Graughtigam entrar "a sus verdes
potreros atlánticos".
Me había quedado allí
para no hacer nada: únicamente a ver el mar.
No pintaba ni escribía.
Para mi pobre cuerpo dolorido,
para mi triste alma lacerada,
………………………………………..
el mar amado, el mar apetecido,
el mar, el mar, y no pensar en nada.
Ese era mi programa de inacción
sintetizado en estos versos de Manuel Machado. Había
venido a convalecer de invisibles heridas y frente
al mar esperaba limpiarme de preocupaciones para volver
más fuerte a afrontarlas. A menudo tomaba un
aperitivo y recitaba fragmentos de poemas, generalmente
de mis amigos, versos de Max Jiménez, de Arturo
Echeverría, de Julián Marchena y de
Alfredo Sancho. Lamentaba no haberlos aprendido de
memoria como un escolar con toda la alevosía
del caso, y volvía a repetir una y otra ver
lo que guardaba en mi recuerdo.
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Aquella tarde vi
en las nubes una escultura monumental, un dios griego
adelantaba su torso llevando por la cintura a una
diosa con el cuerpo doblado hacia atrás como
cola de sirena. La escultura, un poco abocetada al
principio, fue adquiriendo precisión; el grupo
bogó inmóvil en la pureza de la luz,
y al fin las dos figuras se fundieron entre sí
para retornar ya sin forma al mármol impalpable
de la cantera de donde habían salido, convirtiéndose
simplemente en nube.
El mar estaba hecho de una sola pincelada
ancha; un pájaro marino picoteaba la onda líquida
y luego se deslizaba sobre el agua de acero disolviéndose
en la distancia. Aquel pájaro marino hecho
a las tempestades, se llevaba en las alas el último
reflejo del sol. Yo recitaba un poema de blancuras
"y la espuma banal competidora" . . . cuando
vi casi a mi lado a un hombre gordo y sonriente que
me saludó con tanta cordialidad que no pude
menos de invitarlo a sentarse, aunque ya él
había tomado la iniciativa. Supe al fin que
don Ernesto me había visto solo y venía
a acompañarme. Después de esta explicación,
dio una fuerte palmada para que nos trajeran unas
copas. El mar se había vuelto casi negro y
¡a espuma era azul; se encendieron las luces
de la ciudad lejana y las luces del cielo, y brilló
el faro "que guiña en las tinieblas incesante
su ojo". Le conté que venía a estar
solo y a no hacer nada.
—¡Cómo es posible
—dijo don Ernesto— que usted siendo tan
joven venga al mar sin la compañía de
una mujer!
—Tiene razón —le contesté—
sin embargo pienso en una mujer; de lo contrario,
este ruido del mar, esta espuma, estas luces que acaban
de encenderse no tendrían sentido.
—Hace muchas años que vengo aquí
—replicó don Ernesto—, y sé
que esa nostalgia que usted padece, no se cura, "sino
con la presencia y la figura". Antes venía
con Elisa, a ella le gustaba que le dijera el poema
sobre el mar, de Isaías Gamboa que todavía
recuerdo.
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Don Ernesto empezó a recitarlo
haciendo algunos gestos como si se dirigiera tanto
al paisaje que tenía al frente, como a mí.
Los versos no me conmovían y me molestaban
la voz y los ademanes del recitador. Quise ver el
mar, pero no pude, es decir, no podía soñar
con el verdadero mar, porque me perturbaba el sonsonete
de la rima de mi interlocutor. Felizmente no terminó
la declamación del poema, si bien me pareció
que su interés era demostrar el poder de su
memoria. Don Ernesto empezó a relatarme algunas
cosas de su vida: había sido un empleado de
banco que economizaba durante todo el año,
para disfrutar de sus vacaciones en el balneario con
su joven esposa.
—Nos gustaban —decía
don Ernesto— las palmeras tostadas de hojas
de cobre, y comíamos alimentos del mar frente
al mar mismo que al cambiar de color continuaba sonando
como ahora. Elisa y yo tomábamos aperitivos
para reírnos y ser más felices de lo
que éramos. Tenía mis pequeños
sufrimientos, debía calcular cuidadosamente
mis gastos, y las vacaciones resultaban tan fugaces
como mi dinero.
—A propósito —exclamó
interrumpiendo la calma de la noche que rimaba con
sus recuerdos—. Si usted necesita dinero, cuente
conmigo, nada de intereses ni garantías, eso
se queda para otros. Le agradecí sus palabras
y mientras don Ernesto seguía habiéndome,
me miraba a mí mismo entrar donde mi prestamista,
un pulpero de Heredia, a quien le vendía todos
los meses mi giro de profesor de dibujo, o alejándome
un poco más en el tiempo, penetrar al cuarto
del portero de la Tributación Directa para
recibir de otro usurero el importe de mi sueldo al
módico interés del 10 por ciento mensual,
mientras al portero, el intermediario en toda clase
de negocios, le brillaban los ojos con la presencia
de los billetes, y su hija sentada en la cama, se
pasaba el peine por los cabellos.
Pensé que también don
Ernesto estaba destinado a continuar dentro de la
tradición de mis prestamistas y que desgraciadamente
no iba a ser el último, y desconfiaba de aquella
generosidad tan espontánea. Había recibido
favores que nunca terminaba de pagar; al fin los prestamistas
son seres humanos que especifican la suma de dinero
que nos quitan, pero fuera de estas consideraciones,
estaba seguro de que el ofrecimiento de don Ernesto
formaba parte de la euforia del alcohol.
Había oído a medias,
aunque volví a interesarme en determinado momento
que habló de su esposa.
—¡Era tan joven! Después
de eso seguí trabajando en el Banco, había
ascendido, pero llevaba quince años de mirar
sobre la pared de mi escritorio el retrato al óleo
del Director, pintado por don Enrique Echandi. El
Director del Banco no me quitaba los ojos de encima,
continuaba vigilándome desde ultratumba, me
miraba como desde un sarcófago con sus largos
mostachos y su cuello de pajarita. Creo que ésta
fue la razón que tuve para dejar aquel recinto
a donde sólo he vuelto como cliente. Nunca
me abandona el recuerdo de mi joven esposa Elisa González.
No era una belleza espectacular, pero tenía
sus virtudes estéticas fuera de las otras.
Hoy tiene sólo una cruz y una madre vieja.
En los espejos nublados de los bares, entre la música
de la pianola —que antes me parecía tan
romántica— me sigo viendo al lado de
Elisa. Entonces no estaba calvo y creía que
envejecer era una tragedia que afectaba únicamente
a las mujeres.
Elisa, continuó diciendo don
Ernesto, de seguro habría envejecido, pero
su voz tal vez se hubiera trasladado a la voz de los
niños que lanzarían mi nombre como música
hecha luz en esta oscuridad de mis días. Don
Ernesto sudaba y se enjugaba la frente con un pañuelo
anaranjado, y me hizo con lágrimas el retrato
de su joven esposa: su nariz, su mentón, la
línea de sus cejas, la curva de su frente,
los senos, los hombros, los tobillos, todo estaba
regido por una dulce geometría. Pensaba como
los griegos que la belleza era un número, una
proporción, pero había algo más
que eso, algo sutil que unificaba aquel conjunto:
su belleza estaba hecha de movimiento inmóvil
y de respiración, estaba en la mirada, en la
voz y en los gestos y no se concentraba en ningún
punto.
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Yo, hasta el momento,
casi todo lo había aprendido en los libros,
pensé que aquella descripción me había
hecho entender las palabras de Plotino:
"La belleza no es la simetría:
es una luz
que juega sobre la simetría de las cosas".
Una vez hecho el retrato de su esposa
continuó: —Después, perdió
el color y las fuerzas; hubiera deseado llevarla a
clínicas de una asepsia resplandeciente, donde
fuera atendida por médicos famosos, pero fuimos
al hospital. Firmé papeles y esperé
mucho tiempo, mientras por los corredores, pasaban
los enfermos en sus sillas de ruedas. Algunos se apoyaban
en las paredes; tenían lívidos los ojos,
y el hueso de los pómulos se insinuaba en la
piel; no tenían color en los labios y miraban
a lo lejos.
Acompañé a Elisa al
salón general en donde estaban las que iban
a ser sus compañeras. Llevábamos latas
de frutas y galletas. Acomodé su traje desmayado
y quise quedarme más tiempo, pero me obligaron
a salir. La dejé sola, ahora pertenecía
a los médicos y enfermeras.
Volví por ella una semana
más tarde. Elisa no había perdido su
belleza, pero había cambiado; sus sienes purificadas
subían pálidas, sus ojos reflejaban
un cielo más gris, y cuando se apoyó
en mi brazo sentí que casi no pesaba. Le hablé
del mar y ella sonrió.
Dos meses después la acompañé
para dejarla en el cementerio; allí se quedó
más sola. Llovía y lloré sobre
la tierra húmeda al lado de sus parientes y
amigos con sus paraguas negros.
Don Ernesto se quedó mirando
el mar oscuro y terminó así su conversación:
—Tengo sesenta y tres años
y dinero, y sigo yendo a los balnearios, a los mismos
balnearios; puedo pedir los platos más caros
y los licores más finos, sin necesidad de sufrir.
Puedo invitar, siento la voluptuosidad de firmar cheques,
pero cuando veo en los corredores a las parejas de
jóvenes empleados que vienen a disfrutar sus
vacaciones con sus esposas, y lo piden todo con economía
y están llenos de amor, me doy cuenta que soy
un viejo egoísta. Mi estómago ha crecido
y mi avaricia también; padezco de presión
arterial, mis ojos se han hecho más pequeños
porque mis lentes son ahora más gruesos, y
me he vuelto sentimental: sigo viendo a Elisa en las
mujeres de los empleados jóvenes que vienen
al mar. |
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