Francisco en Costa Rica



Cuando Murio en Managua

Cuando murió en Managua Manolo Cuadra, a su entierro como en la "niña de Guatemala" fueron "obispos y embajadores", pero también el pueblo que bebía en las cantinas y el que roturaba la tierra, y los empleaditos de cuello blanco despedazados por la penuria, y por supuesto los intelectuales. Este poeta de Nicaragua no había escrito en su torre de cristal "lejos del bien y del mal", había convertido en verso sus propias experiencias, había comenzado por la vida para terminar en la literatura y seguir existiendo vitalmente.

Manolo tenía la suerte —así pensaban otros—. que le ofrecieran trabajos muy bien remunerados cuya obligación consistía en no hacer nada.

Esas "botellas" no me gustan, me decía el escritor, me son gratas sólo las verdaderas.

Manolo, como un magnate de la pobreza rechazaba los ofrecimientos y usaba sus músculos para ganarse el pan, como los centenares de nicaragüenses que se habían sumergido en un océano de clorofila entre la música china de los mosquitos, y las serpientes, quietas en el subsuelo de la hojarasca.

Cuando descendí sobre los bananales de Parrita me encontré que el poeta se había transformado en un "perico", usaba una gorrita como la de Juan Santamaría, y estaba revestido todo él de una pátina de cobre, parecía que estaba luchando con una inmensa boa cuando manejaba su manguera de regar veneno sobre los bananales. En ese baño mimético los hombres verde azulados adquirían fisonomía vegetal y preludiaban a los habitantes de otros planetas según las fantasías científicas de última hora.

Al poeta siempre le había parecido vulgar el nombre que llevaba, Manolo, pero éste había nacido entre el clamor del público cuando boxeaba en los "rings” de Nicaragua. Después se convirtió en soldado de I Guardia Nacional y fue a pelear contra Sandino.

Me contaba Manolo Cuadra que una noche, las tropas de los revolucionarios, y las de Somoza, se había estacionado a corta distancia, entre grises edificios que en la noche se recortaban oscuros contra un cielo metálico.

—No podíamos dormir, pensábamos en el amanecer, me decía Manolo, pero esa noche les gané a los sandinistas.

—¿Y cómo fue eso?, le pregunté.

—Uno de ellos lanzaba insultos en verso, y yo que era el poeta oficial le contestaba. La pelea se hacía con palabras que arrojábamos como hondas o antorchas incendiarias. Los versos eran rápidos, procaces, obscenos y violentos. Pero hubo unos minutos en que el poeta sandinista no supo qué contestar, y nosotros lanzamos un grito de triunfo que apabulló al enemigo. Dormimos luego un sueño inquieto, esperando el sol que traía consigo la batalla.

Manolo Cuadra, que aprendió a admirar a Sandino, escribió más tarde "Cuentos con Sandino en la montaña".

El poeta se hacía limpiar los zapatos en Masaya, y los lustradores gritaban la aparición de su libro y querían vendérselo, Manolo sonreía.

En Parrita los peones hablaban de Darío y decían sus versos, como pasaba en Grecia con Hornero. Manolo recitaba fragmentos de poemas escritos en las montañas.

"En las montañas más altas de Quilalí de las Segovias y
en las zonas mortales de estas tierras heroicas entre 17
compañeros estrechamente unidos por la aventura,
yo Manolo Cuadra, raso número 4395, iba solo".

En la sórdida biografía de cárceles que padeció por la libertad, vivió en lugares fétidos, en geométricas arquitecturas de cemento que parecían mastabas, oyendo los insultos de los centinelas. Sin embargo, le tocó una vez como prisión una islita paradisíaca frente a Blufields, "Litle Corn Island". No había soldados custodiándolo, y las murallas eran el mar sonado, la distancia, y las negras aletas de los tiburones. Allí lo enviaron a veranear, Manolo se paseaba por la isla contemplando el mar. Allí sufrió hambre como Gauguin, hambre en libertad bajo el sol.

"Aburro mi destierro frente al mar Atlántico mientras
arden dátiles y bananos y cantan los negros sus canciones
esclavas".

Tengo el diario que escribió en la isla, un librito cuyo papel era amarillo antes de envejecer y valía cincuenta centavos de córdoba. Guardo este libro de mi amigo como los bibliófilos conservan sus caros tesoros. No resisto a citar lo que sigue:

"...sirve mudamente, quitando los platos, sin hacer ruido ... su sonrisa acaba de salir de una refrigeradora ... así es la bella anfitriona muerta que preside nuestro almuerzo."

Tengo otro libro de Manolo Cuadra, "Almidón", el engrudo que le servía para pegar los carteles subversivos en las paredes de los edificios de Managua, cuando la ciudad dormía bajo el claro de luna.

Es el libro en que más usa el humor, la ironía, el sarcasmo, lo desatinado y la locura, ingredientes que amalgama por medio de una fantasía que se apoya en la realidad.

Manolo Cuadra amó a Costa Rica, vivió en ella, y sus últimos meses trabajó como periodista, y muchos de sus poemas los escribió aquí.

Aquí en San José, frente a las lluvias que lo volvían más triste recordaba versos de Baudelaire,

"Cuando el viento de octubre tumba los viejos árboles
los muertos, los pobres muertos tienen grandes dolores."

 

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