Francisco y los
caminos
BUENOS AIRES - 1
No
conocía ciudades grandes, Buenos Aires era
la primera En algunas esquinas el tránsito
alcanzaba proporciones de sonora catástrofe
con sus tranvías desbocados. En Costa Rica
eran pequeños e iban chirriando hacia el poniente,
en mi ciudad rodeada de montañas.
En aquella pampa pavimentada, las
calles se vestían de pronto con un silencio
de domingo, y en la ternura de los arbolitos alineados
en las veredas, en el cóndor de los almacenes
—hechos como el dibujo de un niño que
se complaciera en usar la regla— iba reconociendo
la ciudad de los poemas de Jorge Luis Borges.
Cuando San José era una capital
de sesenta mil habitantes, bastaba llamar desde lejos
para detener el tranvía, y aun los trenes,
sin que mediaran por eso accidentes ferroviarios.
Tuve una amiga que tenía ese poder; figura
angélica que corriendo con el brazo levantado
detenía la locomotora que se dejaba vencer
entre resoplidos por la fuerza de su feminidad, como
el unicornio de los gobelinos.
En aquel puerto a orillas del río,
las mujeres que lomaban el ómnibus corrían
y se empujaban, hombres o mujeres. Todos eran enemigos
en aquel momento. En los primeros días, ante
la novedad del espectáculo, contemplé
en las mujeres sus adorables formas en acción
y me deslumbraron los destellos de sus ojos. |
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Era fácil
explicarse su insospechable agresividad y los mil
motivos de su prisa, pero más allá o
más acá de la lógica se levantaba
un sentimiento, probablemente estético, que
me obligaba a rechazar esa cotidiana lucha en la que
luego participé con parecida ferocidad.
Nueve pensiones en un año,
ese fue el recorrido de mi estancia en Buenos Aires,
en donde me convertí en un nómada urbano.
A mi llegada a la ciudad, el chofer del taxi, después
de consultar mi indumentaria se detuvo en Leandro
Alien, cerca de Puerto Nuevo. Entré a un hotel
de gradas de mármol y cuartos sórdidos
que parecían deshabitados. Cerca se encontraba
la Plaza de los Ingleses en donde dibujé a
los inmigrantes sentados en las bancas, demacrándose
al sol, ceñidos por el hambre, dejando pasar
las horas extáticos. Por la frecuentación
a distancia y ayudado por un cuento de Mallea, se
me fueron apareciendo rodeados de una muralla invisible,
pero más difícil de franquear que las
construidas en los recintos en que se encierra a los
hombres. Leí en sus rostros que se trataba
de gentes rechazadas por la ciudad a los confines
de los parques, que deambulaban sin entrar en ella,
mientras veían brillar el sol en los rascacielos
y pasar los coches relucientes, símbolos de
la tierra prometida, que estando en ella, no se sabe
por qué los rechazaba, y ellos en la sala de
espera de los parques, a la intemperie, aguantaban
pasar los días con un estoicismo desesperado.
Penetré su tragedia en su mutismo. No soy un
pintor especializado en el drama: los dibujé
porque mi línea podía recorrer sus pómulos
y posarse en las órbitas, girar sobre ellas
ahondándolas y seguir el ritmo de los pliegues
de sus trajes envejecidos evidentemente en aquel estatismo
de la espera, y en los que había llovido una
mugre impalpable. |
El dueño del restaurante en que vivía,
era un italiano que cuando supo que yo era pintor,
desplegó su cordialidad e insistió
en ver algunos de mis cuadros. Subí entonces
por las sucias gradas de mármol desgastadas
por el uso y bajé con la cabeza de un indio
de Bolivia con su chuyu polícromo en la cabeza,
los ojos pequeños detrás de los pómulos
y la boca amarga. No íbamos a conversar naturalmente
sobre la técnica y la estética; le
conté que lo había pintado en La Paz.
Estaba el indio muy quieto, sentado en mi cuarto,
cuando oí a la señora de la pensión
que comenzó a insultarlo; empezó por
decirle "indio ladrón", pero cuando
se dio cuenta que me estaba posando, me dio excusas,
para volverlo a insultar nuevamente al explicarme
en su presencia que siempre robaban y que tuviera
cuidado con los pinceles. Me parecía gracioso
y absurdo imaginarme el truco que emplearía
aquel aymara para quitarme los pinceles de la mano;
lo natural sería que escodiera bajo su poncho,
todas aquellas chucherías de cristal que
brillaban con el candor de lo barato sobre la mesa
de la habitación.
El italiano mejoró el trato y la comida,
lo que no bastó para retenerme. Aquellas
escalas aceitosas de verdadero mármol reunían,
además de la suciedad física, el hálito
de los prostíbulos, y mi habitación
abundaba en letreros procaces de puño y letra
de los escritores y dibujantes anónimos,
que habían respirado aquel aire espeso y
habían conocido el polvo fino y letal que
se acumula en el verano.
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Llegué a otra pensión
donde todo era nuevo y donde se desarrollaba una
verdadera cruzada contra el polvo. Pero mi habitación,
ya bastante pequeña, se fue encogiendo hasta
tornarse inhabitable debido a que se aclimataban
en mi cuarto toda clase de gentes. No me pertenecía
sino en una mínima parte; escarbaban mis
dibujos para enseñárselos los unos
a los otros, ejercían la crítica de
arte y me invitaban a conocer la ciudad nocturna
bajo la epilepsia de los anuncios luminosos.
—Tengo la culpa de todo esto,
me decía; y recordaba a Confucio: "Un
caballero chino nunca le echa la culpa a los demás".
Había utilizado de modelo a los inquilinos
y ellos decidieron no abandonarme, se conmovían
por mi desamparo y la lejanía de mi patria,
y probablemente me compadecían por haber
nacido en un país del que nunca habían
oído hablar y que costaba encontrar en el
Atlas Geográfico en donde apenas se veía.
He buscado la soledad por todas partes, la he amado
como si en el fondo de su gran silencio me pudiera
encontrar a mí mismo, aunque a veces tropecé
con un tipo de soledad en donde sólo existía
la desesperación. Lo que necesitaba en aquellos
momentos era que los vecinos de mi cuarto no entraran
a sentarse sobre mi cama y que las dos hijas de
la señora de la pensión —que
con su manos tenían las vidrieras resplandecientes
y pulimentaban los espejos en que ellas aparecían
y desaparecían— no giraran tanto en
mi derredor. No eran desagradables, al contrario,
aunque sin ideas ni cultura, bastaban sus grandes
ojos oscuros y la escultura móvil de sus
cuerpos esbeltos, para que mi soledad buscada perdiera
su importancia. Sin embargo "todo está
bien si no está mal" como decía
un amigo pretendiendo citar a Aristóteles.
Sus constantes incursiones y la avalancha de los
pensionistas, me obligaron a desocupar aquella habitación.
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Salí de la ciudad y me fui
vivir a Lanus, calculando que la distancia redundaría
en favor de la paz que necesitaba. Esta vez todo
iba a resultarme bien; pero encontré que
había que compartir el balcón a la
calle con un joven italiano que me mostró
las fotografías de su familia y las de sus
dos novias, la de Bolonia y la de Buenos Aires.
Hablaba con entusiasmo en un lenguaje mitad italiano
y mitad porteño, mientras aplanchaba sus
trajes.
Ese era el lugar que calculaba transformar
en estudio.
Enfrente se miraban los trenes que iban y venían
pasando por Lanus a otros lugares. Al principio —como
siempre— aun los inconvenientes tenían
el encanto de la novedad. Me gustaba el constante
sonido de la campana, el humo negro contra el cielo
de seda, o el humo como una nube más brillante
absorbiendo la luz sobre el telón de la ciudad
gris donde los últimos edificios se evaporaban
en la lejanía. Los ferrocarriles con su rumor
fueron al comienzo mi canción de cuna, pero
después se convirtieron en la semilla de mi
insomnio. El estrépito sacudía mi cerebro
y estremecía toda la habitación.
El italiano detenía sus palabras cada vez que
pasaban los trenes —cada cinco minutos—
y se quedaba viendo la locomotora con un furor concentrado,
que desaparecía súbitamente para dar
paso a su pensamiento interrumpido; y de nuevo volvía
a pasar el tren sumergiéndonos en la confusión,
y otra vez se sucedía el rencor del italiano
hacia la última locomotora que pasaba. Terminamos
por reímos de lo que nos sucedía; de
todas maneras no podíamos librarnos de las
interrupciones, y en nuestro caso se trataba de seres
humanizados de metal caliente con llamas en los talones
y un corazón de campana en fuga. Ahora, lejos
de Lanus y detrás del tiempo, evocar estos
momentos es levantar una persiana sobre el paisaje
de aquellos días. Me es grato añorar
las calles de Lanus con sus cafés, sus vendedores
y sus trenes raudos trepidando en mi recuerdo. |
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Mi vida
en Buenos Aires fue la historia de las pensiones en
donde estuve, y donde necesariamente entraba en contacto
con las gentes. Volví a encontrar una habitación
con ventana a la calle; desde allí, mis retinas
captaron la geometría de la ciudad y asomado
en ella dibujé a los obreros que arreglaban
los adoquines de las calles, pero el tránsito
era también ensordecedor.
Estaba acostumbrado al silencio de
provincia de mi pequeña ciudad donde, el alba
nace en el pico de los pájaros, y las carretas
con bueyes eran la voz de las madrugadas. El amanecer,
en aquella esquina era un sobresalto que me lanzaba
fuera de la cama.
En esos segundos que median entre
el sueño y la vigilia, cuando no tenemos consciencia
de nuestra edad, ni del lugar en que estamos esperaba
oír pronunciar mi nombre y despertar cerca
del patio de mi casa con geranios y pájaros
y escuchar una voz cantarín a mezclarse con
el sonido del cristal al prepararme el desayuno.
Era necesario convencerse de que
estaba en otra parte; las hojas del calendario al
caer no eran un día menos, eran un día
más, y los guarismos se acumulaban sobre unas
horribles cuentas de papel amarillo que aparecían
con tenacidad sobre la mesa. Era necesario visitar
redacciones de revistas, y otros lugares en donde
parecía hallarse el dinero que necesitaba.
No era un sueño: cuando estaba
aún en la cama, pasaba un vendedor anunciando
su mercadería —nunca supe cuál
era— con un grito tan lastimero que interpretaba
cabalmente mi dolor de despertar, y mi ansiedad en
el momento de levantarme.
Cuando contemplé después La Aurora que
Miguel Ángel hizo en la Capilla de los Mediéis,
hallé el mismo dolor de despertar, y las vivencias
pasadas me pusieron en condición de comprender
que el alba significaba para el artista el nacimiento
al dolor, y por contraste supe también el sentido
que encerraba La Noche de Miguel Ángel. No
siempre predominó en mi vida aquella concepción
pesimista del florentino, y en esta misma ciudad,
conocí el alba de los parques que silencia
el otoño engastada en un frío de plata,
mientras la esperanza acumulada en el pecho, me hacía
sentir la palpitación de la savia de los árboles
detrás de su corteza envejecida. |
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