Francisco en Costa Rica



¿Es Ud. de San José?

—¿Es usted de San José? preguntó el farmacéutico de aquel pueblo de la frontera de Nicaragua.

—Espere; me bastan diez minutos para prepararle la receta.

Así conocí yo a este hombre, mi amigo durante una semana. Con él tomaba en la tarde los aperitivos. El farmacéutico me contó el capítulo más importante de su vida en el cual Edith, su esposa, había sido la protagonista principal.

Hice mis estudios en San José, fui el único de mis hermanos que estuvo en la Universidad. Después mi tío, un cafetalero, me instaló una farmacia montada con elegancia, y en ella trabajé dentro de aquella brisa desinfectada, cargada con el aroma de las pastas dentífricas y los jabones para señoras. Casé, tuve tres hijos; yo mismo preparaba las recetas y atendía a los clientes. Como mi negocio prosperaba, pude tener empleados. Conocí las delicias de que otros trabajaran para mí; sin embargo, para que esto sucediera, se necesitó que pasaran diez años. Años largos de continuos esfuerzos, absorbiendo los productos químicos, al lado de espátulas, balanzas y morteros. Todo andaba muy bien, pero llegó Edith. Era entonces mi empleada predilecta. Caminaba entre los anuncios de Listerine y de Kolynos con majestad, y competía con éstos en limpieza, como un vivo anuncio de una aroma fascinante. Todos querían comprarle a ella, ya que Edith no estaba en venta. Oía cuando alababan sus manos grandes, pero con vida propia, sus cabelle de la más maravillosa aleación de metales, el recato inexpugnable de su sonrisa y mil cosas más. Al principio aquellos elogios me hacían sonreír de satisfacción, como si fueran para mí y yo fuera ella, hasta que luego llegaron a parecerme de mal gusto y al fin insoportables.

Mi vida se divide en dos etapas definidas; antes de Edith y después de ella. En la primera, estar recluido en mi farmacia me parecía una expiación necesaria. Ahora, lo trágico era el momento de cerrar. I Edith me decía buenas noches y echaba a andar majestuosamente envuelta en su sobretodo beige, mientras yo consternado me agarraba a la urna.

No sé si usted habrá tenido esa experiencia. En todo caso, puede imaginarse el valor que necesitaría para confesarle mi amor a Edith estando casado. Ante el peligro de perderla, me encerraba en el silencio.

Hice inventarios sin necesidad, por los cuales naturalmente pagaba. Cuando ella movía su espléndido brazo para alcanzar el bálsamo del Perú, o se inclinaba a juntar los papeles de filtro esparcidos en el suelo, sus músculos se desplazaban en una armoniosa combinación de curvas, las curvas del jaguar y la serpiente y las de Edith misma.

Es cierto que sufría, pero nunca tanto como cuando me habló de su porvenir. Se iba para los Estados Unidos, con una beca, a estudiar Ciencias Sociales.

—Imposible —le dije— la seguiré con todo y farmacia. Usted es la mejor empleada que he tenido. Si se va, me tomaré todos los ingredientes que tienen una calavera pintada. Ella sonreía.

En las últimas semanas, se encontraron nuestras manos entre los frascos de amoníaco y éter sulfúrico, y nuestras bocas se unieron en el despacho de recetas que por fuera parecía un confesionario y por dentro, un laboratorio de alquimista.

Me iba con ella, aunque sin la farmacia. Mi esposa supo que Edith nos dejaba después de casi dos años de ser una empleada excepcional, y manifestó un gran pesar. Consideró que era necesario hacerle una pequeña despedida. La cena fue espléndida y contra los principios puritanos de mi esposa, se sirvieron aquella noche gran cantidad de aperitivos y poussecafe que prolongaron la velada, y en los cuales vació mi esposa los venenos más efectivos de la farmacopea. Sin embargo, su ignorancia cambió nuestro destino, porque si hubiera sabido escoger, Edith y yo estaríamos hoy en el Cementerio de San José en tumbas distantes.

Después de haber sobrevivido, Edith y yo nos trasladamos a este pueblo lejano con su calor húmedo, sus lluvias incesantes y su sol que ciega.

Veinte años hace que vivimos aquí y tenemos cinco hijos. Tal vez sea éste mi castigo. Ahora ella es otra mujer: la Edith de que le hablo, se quedó en mis recuerdos de San José.

Como usted ve, tengo una farmacia, reducida a lo esencial, aunque no por convicción sino por pobreza, así rima con el ambiente, en este pueblo trágico en donde todos sufren de paludismo y tienen verde la tez oscura y tiemblan de frío en el calor. Yo receto, soy el médico que regala su consejo y cobra la medí ciña, la cual generalmente no pagan. A veces me equivoco y les hago un bien sin proponérmelo, porque salen de este infierno tropical donde el aire está infestado de mosquitos, y la tierra de serpientes venenosas. Yo mismo escribo las recetas, cambio los ingredientes que me faltan y he llegado a la sabiduría de sustituir unos por otros, echando mano sobre todo a los más inocuos.

Esta es la filosofía de mi profesión, que practico sin lucro, porque como usted puede observar, soy tan pobre como mis pacientes y como ellos padezco de las mismas enfermedades endémicas que curo.

 

Aunque estoy en mi patria, me hacen falta pequeñas cosas de la ciudad. Añoro el parque con su banda municipal los domingos, en donde los hombres desfilan por un lado y las mujeres en sentido contrario. Los partidos de fútbol en La Sabana, donde yo era un fanático que gritaba en las graderías, o, pasar simplemente por la calle central y detenerme en las vitrinas de Lehmann y de Trejos. En fin, cosas nimias si usted quiere, pero que, con la distancia y con el tiempo, han adquirido un encanto mayor. Añoro diciembre y sus noches agitadas de luces y de gritos, y mi farmacia por donde Edith pasaba cuando apenas tenía veinte años. Mi farmacia con el reflejo de los cristales de las ventanas y los frascos azules con inscripciones en latín. Ahora Edith y yo somos los fantasmas de nosotros mismos. No sé si mi vida en San José fue un sueño, o sueño es lo que ahora vivo. A veces creo que estamos muertos. No se necesita epitafio para fenecer, ni constancia oficial. Como los que han pecado por amor, estaremos atados hasta la eternidad; nos movemos en este círculo de montañas llenas de vegetación en donde sólo gira el sol de plateadas llamas en un cielo de días interminables.

"No hay mayor dolor que acordarse
del tiempo feliz en la miseria".

Esto seguramente lo comprendió el Dante cuando andaba desterrado, lejos de su Florencia natal. 'Soy un exiliado, y el encuentro con usted renueva con más fuerza mis evocaciones dolorosas. Estoy condenado a vivir y si no fuera por Edith y mis hijos, ya hubiera ingerido algunos de los venenos que vendo. Sin embargo, uso una fórmula conciliatoria: me he decidido por el suicidio crónico, dijo, y levantó su vaso colmado de un licor claro que bebió de un solo sorbo.


Anterior - Siguiente - Volver a la principal - Índice