Francisco en Costa
Rica
Recibí
una tarjeta
Recibí una tarjeta de mi amigo
el cuentista nicaragüense Juan Aburto, donde
se ve una agua azul engastada como una joya en la
geografía, supe que era la laguna de Nejapa,
a cinco kilómetros de Managua. Al mismo tiempo
me enteré de la desaparición del poeta
Emilio Quintana. No conozco todavía ninguno
de sus poemas, sino la poesía implícita
en la ruda prosa de su novela "Bananos".
Más bien una serie de crónicas y relatos,
donde la presencia del autor vigila lo que sucede
y le confiere unidad. Conocí a Emilio Quintana
"in situ", como dicen los arqueólogos
para designar que tal o cual monumento, o pieza, ha
sido fotografiada en el lugar mismo donde se encontró.
Lo recuerdo entre los bananales de Parrita como un
hombre oscuro, pequeño y serio. Yo iba a visitar
a Manolo Cuadra en su campamento de peón, con
su traje de "perico" se había integrado
al mimetismo de la selva. En el libro "Bananos"
nos presenta el escritor el caso de un hombre que
perdió sus pulmones porque, necesariamente
tenía que bañarse en el veneno verde
que manipulaba a fin de destruir las plagas del banano.
Los trabajadores eran generalmente broncíneos
y el sudor que los bañaba los enriquecía
con el reflejo de todos los metales. Pero rociados
por el cobre, el bronce natural de su carne se volvía
opaco, y se patinaba con el verde de las viejas esculturas.
El poeta Manolo Cuadra no murió
de eso, atléticamente constituido, hacía
respiraciones yoga, y otras que eran de su propia
invención aunque viniera desde siglos. Una
vez le dije,
—Ud. posee un rico material
como para haber escrito un libro como el de Verlaine.
"Mis hospitales y mis prisiones".
—Efectivamente, me contestó
Manolo, he deambulado por los hospitales del Trópico
que felizmente están situados frente al mar.
Esos han sido mis hoteles de verano, y allí
he vuelto a nacer, eso es la convalecencia, un dulce
surgir a la vida frente a la gran ventana sonora donde
se instala el mar. En el Hospital de Blufields escribí
esto, y dijo,
"Yo, barco de la vida
roto de viento y de mar,
conduzco mi carne herida
y mi esperanza fallecida
al astillero de un hospital.
Sólo en el golfo de la nada
el viento cesa de aullar;
mas, si la carne yace helada,
se alza el alma fascinada
con el escándalo del mar."
|
|
|
En "Little Corn
Island", su cárcel fue la pequeña
isla paradisíaca, las múralas eran el
agua, sus guardias los tiburones cómplices
de los dictadores, y su enemigo la distancia, que
a su vez celebra anotando con acuidad de pintor la
variadísima escala de las lejanías.
No todas las cárceles de Nicaragua
tuvieron aquel acento rural y marítimo. En
su libro "Almidón", enmascara su
verdad, y se ríe con risa desesperada de sí
mismo y de todo, dentro de la sórdida prisión
urbana de la cárcel de Managua. El escritor
Manolo Cuadra se había ganado estas cárceles
honradamente, peleando contra la dictadura.
Este grupo de nicaragüenses
se completaba con la diminuta figura de Jairito Elizondo;
lo conocí cuando trabajaba, creo que por iniciativa
propia, quitando las ramas que obstruían el
paso de una corriente límpida. Era un poeta
que trabajaba, porque el cielo siempre necesitaba
un espejo.
No he vuelto a saber de Jairito Elizondo,
famoso porque sabía leer el destino en el laberinto
de las líneas de la mano.
Entre aquellos peones, Darío
era un símbolo de su nacionalidad, todos llevaban
en su memoria y recitaban sus versos. Darío
meció con su canción de cuna, el sueño
de mi juventud, y fueron sus libros de poemas el silabario
donde empecé a deletrear los aspectos fundamentales
en la vida del corazón. Conocí la áspera
fuerza y la dulzura del español, Darío
lo cargó de música, de ¡deas,
y de la música de las ¡deas. Acuñó
palabras de plata, de oro, de bronce y de cristal
y puso la muerte a caminar junto al amor.
Se encargó de que los dioses
griegos volvieran a pisar la tierra, y puso en el
viento una canción de esperanza, para que rodara
rebotando por países y siglos.
Jairito Elizondo era un alegre revolucionario,
que predijo que la dinastía de los Somoza iba
a durar medio siglo, ni un día más.
Ante el asombro y la cólera de sus compatriotas
argüía que no eran invenciones suyas,
porque lo había leído en el libro cuyas
páginas son las manos de los hombres, lo habían
repetido no sólo las manos de los militares
y las de sus queridas, sino también las manos
encallecidas de los nicaragüenses que fraguaban
revoluciones en los bananales.
|
Después seguí para
Golfito, en el Club me encontré con mi hermano,
a quien buscaba, bebía whisky junto con Gonzalo
Chacón Trejos. Este levantaba su voz sonora
hecha para decir proclamas, e interrumpía el
ritmo de sus ademanes para matar mosquitos. Estaba
alegre como si se encontrara en el mejor de los climas
y en el mejor de los mundos.
Descubrí ahí que muchas
gentes que creía desaparecidas o muertas trabajaban
en Golfito y tomaban whisky en el Club. Esa misma
experiencia la he tenido al vistar el "Asilo"
para enfermos mentales y también cuando he
ido a las cárceles. Sólo que en estas
últimas me he encontrado con compañeros
de escuela, con quienes jugaba libremente bajo los
árboles y a la orilla de los ríos, cuando
nos escapábamos del colegio.
En Golfito viajé en locomotora
con mi hermano Juan, todo estaba empapado, inclusive
las estrellas que parecían recién lavadas.
Nos detuvimos en un lugar en donde estaban sus amigos
nicaragüenses quienes jugaban cartas, e interrumpían
brevemente su juego para ofrecernos "un trago".
Mi hermano se sentía obligado a jugar por cortesía
y se sentó dispuesto a perder algún
dinero. Estos jóvenes fumaban cigarrillos finos
y vestían unas batas de baño coruscantes,
parecían millonarios que se habían vuelto
gangsters, o gangsters que se habían enriquecido
de golpe. Uno de ellos ostentaba una bata de seda
donde sobre un fondo nocturno, un dragón de
plata ocupaba toda la espalda.
Los peones, los oficinistas, los
jefes, venían de San José, de Cartago,
de Alajuela y de Nicaragua, atraídos por los
altos salarios, pero la soledad y la nostalgia los
conducía al alcohol. Las prostitutas más
deterioradas se encontraban en aquel trópico
donde reinaba entonces la malaria. El amor físico
y la sífilis eran lo mismo.
Los hombres, cuando regresaban, volvían
más pobres, ya no eran jóvenes, y habían
perdido la salud.
Volvimos a la locomotora, que con
su hierro negro y triste, y su voz ronca atravesaba
la noche. |
|
Anterior
- Siguiente - Volver
a la principal - Índice
|
|
|