Francisco en Costa
Rica
Max
Jiménez, además de
Max Jiménez, además
de su gran talento, llegó a tener mucho dinero,
una vez que sus padres murieron. El era "semisuicida",
me lo confesó en una ocasión; yo lo
presentía, había tenido con él
en el transcurso de unos meses, dos accidentes de
automóvil; Max vivía en peligro porque
quería morir. Yo que lo veía casi a
diario, le agradecí que me hubiera escogido
para acompañarlo en su fin, pero no todavía.
Max, que se daba cuenta de mi alejamiento ocasionado
por esta velada proposición, pasaba sin embargo
algunas veces para invitarme, no sin cierta reticencia.
Un domingo llegó Max Jiménez
a mi casa para que fuéramos a comer a alguna
parte. La tarde estaba magnífica y sugirió
que fuéramos a Heredia a tomarnos el aperitivo.
En verdad, la tarde era digna de
ser contemplada y vivida, había mucha luz,
la misma que en unos versos de Max, "hacía
de oro la geórgica ventana"
Bebimos de pie, se alcanzaba a ver la iglesia de la
Parroquia, y detrás de la piedra gris del viejo
templo, mirábamos mezclarse el oro con todos
los colores, o mejor dicho en todos los colores había
oro.
Mi amigo apoyaba el codo en el mostrador
de la cantina y hablamos largamente de García
Monge que nos publicaba poemas y xilografías;
de Salomón de la Selva, de Arturo Echeverría
que siempre nos acompañaba, aunque era triste
en sus poemas, cuando conversábamos era todo
lo contrario: ingenuo, alegre y confiado. Tanto a
él como a Max y a mí, nos interesaban
igualmente las Artes Plásticas y la Literatura.
Arturo que no tenía ninguna facilidad para
la pintura, hizo crítica de arte, donde alrededor
de algunos conceptos básicos, organizaba su
lirismo. Al fin llegamos a donde siempre llegábamos,
a hablar de París, de Picasso y del Dibujo,
con mayúscula.
Yo conocí a Max Jiménez en el Seminario,
estaba en el último año y yo en tercer
grado. Yo me acordaba de Max por su tamaño,
por su risa y porque participaba en el Teatro del
Seminario, en donde hablaba con voz lenta y grave.
Sospechaba su ingenio porque siempre estaba rodeado
de compañeros que celebraban sus palabras,
que yo no alcanzaba a oir.
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Viajando por los caminos
de mi patria cuando hacía acuarelas directamente
sobre el motivo, me encontré con el "Padre
Benavides", un compañero nuestro que se
había hecho sacerdote. Lo recordábamos
todos por su inteligencia y bondad. El "Padre
Benavides" y yo hablamos de Max Jiménez,
de sus esculturas y sus publicaciones y también
de la época en que estudiaba en el Seminario.
Durante un examen de griego Max Jiménez, me
decía el "Padre Benavides" sacó
el manual en donde estudiábamos, lo colocó
sobre la mesa y se puso a copiar. El profesor que
vigilaba la prueba escrita, se asombró al ver
que Max copiaba tranquilamente del libro, pero Jiménez
lo tranquilizó diciéndole: —pero
Padre, si es que en griego hasta copiar es difícil.
Después de sus intentos de
griego, Max Jiménez se fue a Europa, sus padres
lo enviaron a Londres en donde podría estudiar
lo que hoy se llama Administración de Negocios.
Allí descubrió el dibujo, que lo llevó
a la talla directa, a la pintura y al grabado.
Max Jiménez se fue a París
y se dedicó a la escultura en piedra, talló
una maternidad primitiva que expuso con éxito
en el Salón de los Independientes, y cuya fotografía
casi les produce un infarto a los padres del artista.
—Yo hice maestro a de Creft,
me decía Max con su voz grave.
—¿Cómo fue eso?
—le pregunté.
—Pues muy simple— dijo
él, antes de llegar yo, no tenía ningún
discípulo.
—También me emborraché
con mi maestro, lo llevé al estudio en un carretillo,
porque no podía caminar. Allí estaba
su mujer, una francesa que nos insultó con
el lenguaje más soez que he escuchado. Se trataba
de una de las pocas veces que de Creft iba a vender
una obra, y la princesa rumana que lo había
estado esperando se había marchado. La escena
fue tan violenta que Max no volvió y tuvo que
convertirse en su propio maestro.
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El oro de la tarde había
menguado su fulgor y Max seguía hablando de
París. El poeta Vallejo, el peruano, había
vivido en su estudio. Stefan Baciu publicó
dos cartas inéditas de César Vallejo
en su libro "Costa Rica en cinco espejos".
Más oscurecía fuera
y más temblor adquirían los recuerdos
de Max. Recientemente había comprado en París
un Modigliani. Sabía él que se habían
multiplicado las falsificaciones de este "pintor
maldito", pero me explicó que su cuadro,
una cabeza, lo había adquirido donde Castelucho,
un español que le vendía a Modigliani
tela y colores.
Después de algunos instantes
y de varias copas dijo Max, siempre apoyado en el
mostrador de la cantina.
—Había un filósofo
pobre— y me volvía a ver a mí.
—Y otro filósofo rico.
—Al filósofo pobre,
y al filósofo rico, además de la común
pasión por la filosofía, los acercaba
una gran amistad. Una vez estando muy enfermo el filósofo
pobre conminó a su amigo diciéndole,
-—Exijo que usted después de mi muerte
se encargue de la educación de mis hijos—.
Max, se quedó mirándome
fijamente esperando mi contestación. Vacié
lentamente la copa, miré la tarde en el espejo,
ya apagándose y le dije a Max.
—Voy a contestarle, indirectamente,
contándole uno de los jatakas de Buda.
El Iluminado, en uno de sus avatares
fue un asceta. Cuando meditaba frente al lago salía
la serpiente Naga y se arrollaba a su cuerpo en señal
de reconocimiento. Las gentes que habían presenciado
esto varias veces le aconsejaron a Buda pedirle la
piedra preciosa que la deidad llevaba en la cabeza,
que además de su valor intrínseco poseía
un valor mágico. Buda se la pidió y
la serpiente Naga no volvió a aparecerse. Max
miró con sus ojos enormes, desde su alta estatura,
y con su voz grave dijo:
—Viejo, creo que tenés
razón—. |
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