Mi
hermana mayor Ana María
Mi hermana mayor Ana María,
y yo, salíamos con mi padre los domingos en
la tarde, nos llevaba de la mano a nuestro consabido
paseo. Entrábamos a "La Palma" a
comer helados con barquillos sobre las mesas de mármol.
Las columnas cuadrangulares y finas estaban revestidas
de espejo. Mi hermana y yo girábamos a su elrededor
y nos reíamos, era el toque fantástico
que completaba nuestra felicidad.
Volví a "La Palma"
en mi juventud, con los compañeros de trabajo
de la "Tributación Directa", sobre
las mismas mesas, chocábamos los vasos, se
levantaban nuestras voces entre el sonido del cristal.
Mi padre nos llevaba al Parque Central los domingos
en la tarde, nuestro paseo se terminaba con la caída
de la noche. A veces permanecíamos alrededor
del quiosco, nos compraba dulces, y escuchábamos
la música. El director usaba una varita blanca,
los músicos vestían de azul, y el poniente
se quedaba en el resplandor metálico de sus
instrumentos.
A veces nos separábamos de
la mano de mi padre y, corríamos y gritábamos,
para retornar al grato cautiverio de su mano.
Cuando Ana María salió
de su infancia fue apareciendo su enfermedad, no una,
dos, una estaba en su cuerpo, la otra en su alma simple,
pura, buena y violenta.
Murió a los 58 años,
yo fui a la morgue. La muerte cubría con fidelidad
los huesos de su cara, había vuelto a su infancia
y tenía las manos contraídas.
La enterramos al día siguiente,
alrededor de su féretro cantaban los sacerdotes
en latín, y las llamas, lenguas ardientes,
subían rompiéndose. Los sacerdotes al
final hablaron del perdón de su alma, de los
pecados y de la misericordia.
Ese clamor por el perdón entre
gruesas barrigas e incensarios sobraba, me parecía
que estaban de más aquellas invocaciones cuando
se trataba de mi pobre hermana, simple, tierna, buena,
enferma desde su adolescencia, y recluida en un hospital
en sus últimos años.
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En mi juventud cruzaba
diagonalmente a pie el Parque Central cuando iba a
trabajar en el piso alto del Edificio de Correos.
Más tarde viví frente al mismo parque
en una vieja casa de adobe con un techo de tejas rico
en gatos que se amaban quejándose durante la
noche.
La "enramada" cobijaba
generalmente una serie de ancianos que leían
el periódico, conversaban, y sacaban el reloj
de bolsillo para consultar la hora de almuerzo, o
miraban a lo lejos, en una distancia sin tiempo como
los faraones de piedra de los museos. Todos ellos,
sin saberlo, fueron mis modelos. Dibujé en
el parque la fuente metálica con niños
absorbidos largamente por el movimiento de los peces
y con niñeras y campesinos seducidos por lo
mismo. Encontré esa fuente, que he seguido
dibujando, en la Escuela de Agronomía de la
Universidad, pero allí no dice nada, está
muerta. Antes en el Parque Central, en otro contexto
estaba viva, porque el alma de la fuente es su voz,
entonces fluía el cristal del surtidor, y alojaba
en su seno peces rojos, y era visitada por niños,
pájaros y ancianos.
Después apareció en
el parque en vez del frágil quiosco un edificio
de planta circular que lo sustituye, una fastuosa
retórica en cemento del peor gusto del mundo,
que resulta además de disparatado, monstruosamente
grande con relación al espacio que lo sustenta.
Es un regalo de Somoza 1o. Costa Rica se equivocó
en aceptar ese regalo, así como Troya al abrir
sus puertas al inmenso caballo de madera en donde
Ulises venía con sus compañeros.
Lo único que salva esta aplastante
arquitectura es la Bliblioteca Carmen Lyra que está
en el subsuelo. Allí entran ahora los niños
que iban a escuchar la fuente del parque y que leían
en vez de "comics" los "Cuentos de
mi Tía Panchita". Arriba redime a este
adefesio arquitectónico la música que
se defiende con su propio lenguaje. |