Mi tío
Mi tío se había ido
a vivir a las montañas. Regresó un día
porque venía a morir. Cuando murió,
ayudé a levantarlo de la cama; había
sido un hombre fuerte que me llevaba sobre los hombros
por los caminos empinados de Santa María de
Dota, durante largas jornadas; ahora parecía
un muñeco. No sé dónde se había
refugiado su sangre. Olía a bálsamos
extraños y estaba frío. Lo velamos toda
la noche.
A la mañana siguiente entraron
mis familiares vestidos de negro. Yo alzaba a verlos,
bajo el velo de la pena que nublaba mis ojos; me saludaban
tiernos y macabros. Una de las mujeres, parienta mía,
era delgada y su voz, un repique de campanas, como
si tuviera metales en la garganta. Su cabello era
sobre su frente un relámpago negro y parecía
que llevaba el luto de su dolor también en
la luz oscura de sus ojos. Estaba bellamente sombría,
hecha como para aquella ocasión en que todo
debía ser un grabado en madera. Me besó,
sentí sus lágrimas calientes, también
sus senos sobre mi pecho plano y duro y me envolvió
con un perfume que salía de todos sus poros.
Olvidé mi pena algunos instantes y presentí
el misterio del eter¬no femenino. Si las primeras
sensaciones son tan definitivas, atribuyo a esto la
atracción que para mí siguen teniendo
las mujeres vestidas de negro que lloran en los entierros,
que tienen el cabello oscuro, y cuya voz es una música
salida del instrumento de su carne.
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