Francisco en Costa Rica



Mi tío

Mi tío se había ido a vivir a las montañas. Regresó un día porque venía a morir. Cuando murió, ayudé a levantarlo de la cama; había sido un hombre fuerte que me llevaba sobre los hombros por los caminos empinados de Santa María de Dota, durante largas jornadas; ahora parecía un muñeco. No sé dónde se había refugiado su sangre. Olía a bálsamos extraños y estaba frío. Lo velamos toda la noche.

A la mañana siguiente entraron mis familiares vestidos de negro. Yo alzaba a verlos, bajo el velo de la pena que nublaba mis ojos; me saludaban tiernos y macabros. Una de las mujeres, parienta mía, era delgada y su voz, un repique de campanas, como si tuviera metales en la garganta. Su cabello era sobre su frente un relámpago negro y parecía que llevaba el luto de su dolor también en la luz oscura de sus ojos. Estaba bellamente sombría, hecha como para aquella ocasión en que todo debía ser un grabado en madera. Me besó, sentí sus lágrimas calientes, también sus senos sobre mi pecho plano y duro y me envolvió con un perfume que salía de todos sus poros. Olvidé mi pena algunos instantes y presentí el misterio del eter¬no femenino. Si las primeras sensaciones son tan definitivas, atribuyo a esto la atracción que para mí siguen teniendo las mujeres vestidas de negro que lloran en los entierros, que tienen el cabello oscuro, y cuya voz es una música salida del instrumento de su carne.


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