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                | 
 
  
                    Francisco en Costa 
                      Rica
 
 
 
 
                       
                        | Las 
                            candelillas Las candelillas, los carbunclos y 
                            los gusanos de fuego, han desaparecido, se han quedado 
                            en mi infancia. Mis compañeros de la Escuela 
                            Juan Rudín eran en su mayor parte descalzos, 
                            muchos vivían en el limito de la ciudad donde 
                            empezaban los potreros y la montaña. Fueron 
                            ellos los que hablaron de los carbunclos. Salíamos 
                            a las siete de la noche, provistos de cajas de fósforos 
                            vacías que iban a ser sus futuras viviendas. 
                            En aquella época una tiniebla densa ence¬rraba 
                            la ciudad de San José como una muralla. Entrar 
                            en la oscuridad, me llenaba de una emoción 
                            desconocida, oía los riachuelos y veía 
                            su resplandor que atravesaba saltando sobre las piedras. 
                            La voz de la noche empezaba con los sapos; su letanía 
                            era tan mística como las campanas que llenaban 
                            la Iglesia de la Soledad donde, a esas mismas horas, 
                            entraba mi abuela. Se oían los grillos por 
                            todos los ámbitos, junto con el viento que 
                            tiene su propia voz, junto a los gritos de los pájaros 
                            nocturnos, junto al afelpado silencio de la nombra 
                            de los murciélagos. |  |   
                        |  | Dejábamos 
                            la última casa que nos miraba con ojos de perro 
                            y entrábamos en la noche perfecta, la noche 
                            de los ladrones y de los espantos, donde se hallaban 
                            lodos los protagonistas espeluznantes de los cuentos 
                            que me relataba María en la cocina, a la luz 
                            de las últimas brasas: el Padre sin Cabeza, 
                            la Cegua, la Beata con Rostro de Calavera y la Beata 
                            con la Mano de Palo. Siempre había observado 
                            que los fantasmas estaban muy vinculados a la iglesia, 
                            y muchos de ellos eran padres y religiosos, como si 
                            aquéllos hubieran nacido en la época 
                            de la Colonia. Pensaba en los "espantos" 
                            pero me confortaba el ir acompañado. Además, 
                            de pronto empezaban los cocuyos a volar con su luz 
                            intermitente; volaban cerca del suelo, como si hubieran 
                            sido hechos para que nosotros los cogiéramos, 
                            porque nunca se levantaban a una altura mayor que 
                            les permitiera librarse de nuestras manos. No había estrellas, sólo 
                            el potrero constelado de I carbunclos. Las luciérnagas 
                            eran casi una decoración de luz; lo que más 
                            se apetencia eran los carbunclos negros, ricos en 
                            luz verde y continua. Regresábamos a nuestras 
                            casas con aquel botín de claridad y alimentábamos 
                            los insectos con pedacitos de caña, y para 
                            que respiraran les abríamos ventanas a las 
                            cajas de fósforos. Siempre se morían, 
                            y por eso volvíamos a cruzar la acequia en 
                            donde terminaba la ciudad y empezaba el campo, para 
                            meternos en la noche. A veces todo centellaba sobre 
                            lo negro: las estrellas, los cocuyos y los carbunclos. 
                            Pero yo amaba sobre todo las noches sin luna ni estrellas 
                            cuando la luz emanaba de los millares de insectos 
                            y se sentían latir las voces de los muertos. 
                            Se escuchaban los ladridos de los perros de las casas 
                            del arrabal distante, los perros que, según 
                            María, la cocinera, ven a los fantasmas y, 
                            por eso, prolongan sus ladridos angustiados. María 
                            descifraba el lenguaje de estas bestias durante la 
                            noche, y podía decir si veían al diablo, 
                            a la muerte o a su amo. Mi vecina andaba diciendo 
                            que María tenía cara de bruja; esto 
                            me parecía que no era ningún insulto 
                            y que ella seguramente lo tomaría como un reconocimiento 
                            de sus méritos, por su sabiduría sobre 
                            el mundo de las cosas invisibles que pueblan la noche, 
                            cuyos secretos sólo ella conocía. Me 
                            contó que uno de sus hijos había sido 
                            soldado. |  
                        | —Empezó a beber cuando 
                            llegó a la ciudad, antes jamás. Sin 
                            embargo, todavía no era un problema; pero gastaba 
                            casi todo su sueldo y apenas me daba algo: pero yo 
                            nunca he dejado de trabajar. Me enfermo a veces, siempre 
                            tengo un dolor en alguna parte, pero sigo trabajando. 
                            Siempre compadecí a mi hijo por su juventud, 
                            así como él me compadecía por 
                            mis años. Después bebió más, 
                            no sólo gastaba su sueldo, me pedía 
                            a mí. Yo me sentía rica debido a mis 
                            economías, eran unas pocas monedas con algún 
                            billete, pero en los apuros de mi hijo, esas monedas 
                            lo salvaban. Cuando Alfredo murió, todavía 
                            siguió visitándome; a veces viene aquí 
                            a la cocina; lo sé porque el viento se queda 
                            "quedito" y el agua del tubo también. 
                            Los ojos del gato se vuelven brasas, y yo siento que 
                            en el aire algo pasa, es él, Alfredo. Quisiera 
                            pedirme dinero, pero no tiene voz, y ¡para qué!, 
                            si en el otro mundo no hay cantinas. A Moravia, donde 
                            vive mi hermana, Alfredo llegaba algunas noches. Entonces, 
                            parecía que los árboles iban a romperse 
                            con el viento; yo notaba el instante en que Alfredo 
                            se aparecía, porque el perro alargaba el cuello 
                            y temblaba y "hacía muy feo". Yo 
                            le decía: "Hijo, ¿qué te 
                            pasa?", y como no podía contestarme, rezaba 
                            mis oraciones atropelladamente, padre-nuestros, ave-marías, 
                            credos, y otras en que todo se mezclaba. Sus visitas 
                            no eran largas, tampoco lo fueron cuando estaba vivo. 
                            Lo sabía principalmente porque el perro dejaba 
                            sus lamentos y se echaba quieto al lado de la cocina. |  |  
                        |  | En mi casa barrían los cadáveres 
                            de los carbunclos, y me prohibían las "juntas" 
                            con mis condiscípulos descalzos que no hacían 
                            las tareas y regresaban tarde con las ropas llenas 
                            de barro y rasgadas al pasar debajo de las cercas. 
                            Se terminaron mis noches iluminadas. Las he vuelto 
                            a recuperar más tarde, las he vuelto a hallar 
                            a retazos, cuando he ido a caballo por los caminos 
                            de mi patria, a encontrarme otra vez con mi niñez 
                            en la presencia de las luciérnagas. Las altas 
                            montañas de Dota dibujan su masa colosal sobre 
                            un cielo de relámpagos, con torrentes que se 
                            quejan en los abismos y que veo hervir luminosos al 
                            pasar sobre los puentes de madera desvencijados, en 
                            donde los caballos con sus cascos producen un escándalo 
                            que destruye momentáneamente el recogimiento 
                            de la selva. Camino entre aserraderos muertos y cascadas 
                            que necesitan hacerse riachuelo para cruzar por el 
                            camino y, atraen a los caballos tercos que tiran de 
                            su cabeza para beber el agua fría, olorosos 
                            a sudor, con los ojos encendidos en el aire que tiembla 
                            de luciérnagas. |  
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