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                    Francisco en Costa 
                      Rica
 
 
 
 
                       
                        | Hubo 
                            una época en que San José 
 ardía
 Hubo una época en que San 
                            José ardía; los incendios tenían 
                            lugar en la noche y con una periodicidad que no podía 
                            precisarse. Para mí, que tendría entonces 
                            doce años, era toda una aventura levantarme 
                            a la hora más inusitada y pasar corriendo por 
                            el zaguán de mi casa. Mi madre y mi abuela 
                            —ya no estaba mi padre— trataban de detenerme 
                            y me preguntaban qué iba a hacer a esas horas, 
                            aunque sabían que corría a ver el fuego. 
                            Yo cruzaba velozmente y sin oírlas. La bomba 
                            de apagar incendios hacía vibrar la tierra 
                            de la pequeña ciudad dormida que despertaba 
                            con el fuego. Era fácil localizar las llamas 
                            por su resplandor rojo y orietarse por las gentes 
                            que aparecían en la sombra. ¿Sería, 
                            tal vez, porque las diversiones escaseaban en San 
                            José y el cine no bastaba para satisfacer la 
                            necesidad de emoción de sus habitantes, que 
                            el público acudía siempre presuroso? 
                            Allí estaban mis vecinos y algunos de mis compañeros 
                            de escuela, e iban las madres con sus hijas que se 
                            encontraban con sus novios. Disfruté del espectáculo, 
                            al principio por ser la primera vez y, después 
                            porque podría también ser la última. 
                            Adivinaba que en el fondo de toda aquella pirotecnia 
                            existía una tragedia, aunque después 
                            supe que se trataba de un negocio.
 Como todos los niños, amaba los elementos; 
                            cuando se "iba la luz" y se encendían 
                            las velas, me quedaba frente a la llama mirándola 
                            temblar y alargarse, moviéndose dentro de su 
                            quietud. Era la imagen de la vida interior. La llama 
                            azul en el centro y amarilla después, se volvía 
                            pálida hasta el blanco, y su puñal de 
                            fuego se introducía en lo oscuro, en donde 
                            con mi mano, buscaba el límite en que el fuego 
                            de la vela sólo podía ser localizado 
                            por el tacto. Encontrar una caja de fósforos 
                            me resultaba entonces admirable; eran numerosas luces 
                            de bengala de cabeza roja alineadas en una cajita 
                            de madera que parecía japonesa. Y cuando aprendí 
                            a fumar, creo que el placer no estaba en el desagradable 
                            sabor del cigarrillo, sino en poder sostener en mi 
                            mano una estrella, además de seguir las contorsiones 
                            del humo desesperado y lento.
 
 En esta época, la cocina de mi casa era de 
                            leña; a veces quería ayudar a encenderla, 
                            pero me rechazaban porque podía quemarme. Permanecía 
                            viendo las llamas extinguirse, y cuando los leños 
                            se iban consumiendo y en la cocina quedábamos 
                            sólo el gato y yo, y a veces María, 
                            la vieja cocinera de mejillas hundidas que bebía 
                            diez tazas de café diarias y fumaba cigarrillos 
                            amarillos como los de mi abuela, sacaba los últimos 
                            tizones y escribía en la noche con letras de 
                            oro palabras, y óvalos y zigzagues de fuego. 
                            María y el gato bastaban para estimularme, 
                            porque ¿para qué ornamentar la oscuridad 
                            con fulgores si sólo yo disfrutaba de la caligrafía 
                            de la luz? La cocinera me dijo que esos signos servían 
                            para alejar los "espantos".
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                        |  | Mi arte empezó 
                            como el de la humanidad: con la magia. Mis primeros 
                            dibujos iluminados nacían para morir al instante, 
                            y significaban un esfuerzo físico por la rotación 
                            violenta y continua de mi mano, y por los movimientos 
                            de mi cuerpo en el estrecho escenario de la cocina. 
                            En los momentos de descanso, le alcanzaba el tizón 
                            a María para que encendiera su cigarrillo; 
                            su cara con la proximidad de la luz se volvía 
                            una máscara de bronce. El gato permanecía 
                            quieto; tenía su propia luz en las lamparitas 
                            verdes y estriadas de sus ojos atentos junto a su 
                            nariz rosa. Yo amaba el fuego, ese elemento que probé 
                            también por el dolor que ocasiona, pero lo 
                            conocía en la intimidad de su lirismo cotidiano. 
                            Algunas veces había llegado a encender las 
                            basuras amontonadas en el patio. Descubrí así 
                            l« voz de la llama y su cabellera de serpientes 
                            de gorgona iluminada, pero esta visión sólo 
                            en parte podía disfrutarla, porque irrumpían 
                            siempre los mayores diciendo me que podía incendiar 
                            mi casa de madera. Y para apagar las llamas, rápidamente 
                            iniciaban sobre las cenizas una danza frenética.
 Con estos antecedentes podrá el lector imaginarse 
                            lo que significaban para mí los hoteles, las 
                            casas de habitación, y los prostíbulos 
                            encendidos como antorchas en la noche. Los incendios 
                            tenían lugar casi siempre en el verano y veía 
                            las estrellas allá lejos temblar olvidadas. 
                            Era un espectáculo de "luz y de sol nido", 
                            como el que contemplé más tarde en el 
                            Belvedere de Viena: iluminaban una ventana en donde 
                            estaba María Teresa y después otra en 
                            donde María Antonieta exhibía su insomnio 
                            con la luz, pero cuando, nacía la fiesta, todas 
                            las ventanas se iluminaban de golpe, y la música 
                            se desbordaba hasta los jardines llenos de estatuas 
                            y fuentes. En los incendios de San José salía 
                            fuego por todas las ventanas como una fiesta demoníaca, 
                            y la música era el crepitar de las vigas incandescentes 
                            al caer, las breves explosiones que a veces se sucedían 
                            y la campana de la bomba de incendios que sacudía 
                            con voz épica la catedral de la noche con sus 
                            vitrales de oro fundido. A veces había rápidas 
                            intervenciones de enorme sobresalto cuando una torre 
                            de fuego endurecido iba a rodar entre los espectadores; 
                            el público se echaba para atrás y éramos 
                            una multitud de sombras móviles en desorden.
 
 Tenía que regresar; me despedía con 
                            envidia del los que se quedaban y caminaba a prisa, 
                            volviendo la cabeza, hasta que el incendio a medida 
                            que iba alejándome, se volvía en el 
                            cielo una mancha rosa. Al día siguiente, apenas 
                            sonaba la campana de la escuela para indicar la salida, 
                            corríamos todos al lugar del siniestro. Algunas 
                            veces todavía encontrábamos el fuego, 
                            pero, generalmente se veía subir un humo nauseabundo 
                            entre vigas carbonizadas, y el agua lo ensuciaba todo, 
                            como si además del incendio, hubiera habido 
                            una inundación.
 |  
                        | No sabía que 
                            un año después se iba a quemar mi casa. 
                            Entonces me desperté oyendo que la gente en; 
                            la calle hablaba del fuego. Iba a vestirme para verlo, 
                            cuando las voces de los que estaban fuera me indicaron 
                            que se trataba de mi casa. Es cierto que salí 
                            a contemplarlo, pero de una manera diferente. Supe 
                            por experiencia la velocidad de las llamas cuando 
                            alumbran el cielo raso y avanzan crujiendo. Al ama¬necer, 
                            nuestros muebles estaban en la calle, como en un desahucio 
                            del fuego, y los compañeros de escue¬la 
                            al toque de la campana corrían a mirar mi casa. 
                            Esta vez, de una manera diferente, comprendían 
                            que también las suyas podían quemarse. 
                            En Venecia me tocó ver unos muebles al aire 
                            libre, en un callejón sucio frente a unos palacios 
                            carcomidos: se trataba de gentes que se mudaban en 
                            góndola. Me acordé de los muebles de 
                            mi casa puestos en la calle en donde hablaban un extraño 
                            lenguaje, como en las especulaciones metafísicas 
                            de los cuadros de Chirico.
 Mis compañeros examinaron aquella mañana 
                            el esqueleto de carbón de lo que había 
                            sido mi vivienda, y a la que, mientras mi padre la 
                            construía, me llevaba de su mano los domingos 
                            en la tarde, cuando el único fuego era el cobre 
                            lejano del poniente.
 
 Después de esto, permanecí taciturno: 
                            había muerto mi padre, ahora se quemaba mi 
                            casa. Con mi abuela, mi tía, mi madre y mis 
                            hermanos fuimos a habitar una vieja morada con ratas 
                            que se alimentaban de harina, de yute y de la madera 
                            de los pisos. Al lado quedaba una panadería; 
                            las máquinas funcionaban toda la noche con 
                            sus poleas, y se callaban en el amanecer al salir 
                            el pan de los hornos y las campanas de la Iglesia 
                            de La Soledad llamaban desde sus torres a las mujeres.
 Poco después el Estado monopolizó 
                            los seguros de incendio y el fuego no volvió 
                            a aparecer con aquella frecuencia. Las noches volvieron 
                            a ser oscuras con su alumbrado deficiente y los incendios, 
                            como espectáculo gratis y negocio, quedaron 
                            siendo una parte de la historia de mi país 
                            y de la biografía sentimental de mi infancia. |  |  
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